La campaña más dura de aquel año la libró contra la tribu belga de los belóvacos. César invadió sus tierras con cuatro legiones, y en primavera hizo venir otras dos con el legado Trebonio. Tras diversos lances, César se enteró por un prisionero de que un importante contingente de belóvacos iba a tender una emboscada a sus forrajeadores. La celada se convirtió en una trampa para los propios emboscados, y en la subsiguiente batalla Correo, el jefe de los belóvacos, resultó muerto, lo que provocó que su tribu se rindiera.
El último fuego que tuvo que apagar César fue el de Uxelodono, en el sur de la Galia. Esta fortaleza era prácticamente inexpugnable, pero César hizo que sus ingenieros les cortaran el suministro de agua. Cuando Uxelodono se rindió, César decidió utilizarla como ejemplo para todos aquellos pueblos que seguían pensando en resistirse. En Roma había cada vez más complicaciones y antes de afrontarlas tenía que pacificar rápidamente la Galia para no dejar problemas a sus espaldas. Por otra parte, la tribu de los cadurcos no era excesivamente importante, y podía servir de escarmiento para las demás sin que eso acarreara tantas consecuencias como si hubiera hecho lo mismo con los arvernos o los eduos. Tomando en cuenta todo eso, César ordenó que a todos aquellos guerreros que hubieran empuñado un arma les cortaran ambas manos. Después, en lugar de esclavizarlos los dejó libres para que todo el mundo pudiera ver cuál era el castigo por resistirse al poder de Roma.
Algunos autores sugieren que esta brutalidad no fue un hecho aislado. Alegan que César debió cometer otros actos igualmente crueles en las campañas anteriores, pero que los silenció en sus
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, algo que no hizo Aulo Hircio. Pese a ello, el texto de este da a entender que la mutilación de los cadurcos fue un hecho aislado: «César sabía que todo el mundo conocía su clemencia y no temía que una acción más dura por su parte fuera considerada como crueldad natural» (
BG
, 8.44).
En general, César decidió recurrir a políticas mucho menos severas, tratando de convencer a los galos de que rendirse era mucho más positivo para ellos que seguir resistiéndose. «Así pues, a fuerza de tratar con honor a los pueblos, regalar magníficos presentes a sus caudillos y no imponer nuevos tributos, no le fue difícil mantener en paz a la Galia, que se hallaba agotada tras tantas derrotas» (
BG
, 8.49).
Durante el año 51, César trasladó la Decimoquinta legión a la Galia Cisalpina por si surgían problemas en Iliria. Él, sin embargo, volvió a pasar el invierno de 51-50 en la Transalpina, organizando la que iba a ser una nueva provincia de la República, dos veces más extensa que Italia y con más población que Hispania.
Aunque la Galia estaba sometida, no debemos creer que el dominio romano llegaba a todos sus rincones. En ese sentido, los mapas que nos muestran las conquistas de los romanos o de otros pueblos son equívocos, pues en ellos aparecen enormes territorios de un solo color, implicando una homogeneidad que realmente no existía. Había muchísimos lugares de la Galia en los que no habían visto todavía a un romano y aún tardarían en verlo. La verdadera colonización, en este caso conocida como «romanización», era un proceso mucho más largo. Podemos imaginar los focos de colonización como pequeños puntos dispersos por el mapa de la Galia que a lo largo de las décadas se expandieron y convirtieron en círculos cada vez mayores, hasta acabar uniéndose y ocupando casi todo el territorio. Esta aculturación, como en el caso de Hispania, no dependió tanto del ejército romano como de las élites locales, que fueron adquiriendo las costumbres, las leyes e incluso la lengua de los romanos.
En cualquier caso, mientras se llevaba a cabo este lento proceso, la Galia no volvió a dar problemas militares hasta la muerte del emperador Nerón, e incluso entonces no ocurrió por afán de independencia de sus tribus, sino por una lucha de poder entre generales. ¿Era porque César había quebrado el espíritu galo aniquilando la cultura céltica tal como dicen sus críticos, o porque bajo la
pax Romana
no se vivía tan mal y se podía prosperar? Tener una visión idílica del Imperio romano olvidando las brutalidades cometidas durante la conquista sería pecar de ingenuos. Pero idealizar el pasado de unas tribus celtas que vivían en contacto con la naturaleza —y si nos descuidamos escuchaban música
New Age
—, obviando que las actividades que más prestigio daban a sus nobles eran la guerra y el saqueo no deja de ser otra ingenuidad.
Cuando cayó el Imperio romano, en su mitad occidental se retrocedió a un estado parecido al que existía antes de la conquista, con pueblos y tribus en guerra constante. El descenso del nivel de vida fue tan espectacular que, por comparación, el recuerdo del Imperio se rodeó de una especie de aura dorada. Aunque este no es el lugar de emitir un veredicto sobre las maldades y bondades del Imperio romano, solo diré que algo positivo debía tener cuando se convirtió en un ideal que resurgiría en Europa de una forma o de otra en muchas ocasiones.
Los detractores de César, en cualquier caso, suelen hablar de las pérdidas humanas que dejó la conquista. Según Plutarco (
César
, 15.3), «tomó al asalto más de ochocientas ciudades, sometió a trescientos pueblos y luchó en batallas campales en diferentes ocasiones contra tres millones de hombres, de los cuales mató a un millón en combate y esclavizó a otros tantos». Estas cifras totales son el resultado exagerado de sumar cifras parciales igualmente exageradas, como hemos ido viendo en cada batalla y campaña al hablar del número de tropas y de bajas enemigas.
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Además, hay que tener en cuenta que lo que a nosotros nos pone los pelos de punta era un motivo de orgullo para los generales antiguos. Antes de abandonar Italia, Aníbal hizo grabar una placa de bronce que consagró en el templo de Crotona. En ella se jactaba de haber destruido cuatrocientas ciudades y haber dado muerte en combate a trescientos mil hombres, una cifra que probablemente también estaba hinchada.
De lo que no se puede dudar es de que César se había enriquecido personalmente con la conquista gracias a la venta de esclavos y al botín. Según Suetonio, acaparó tanto oro que no sabía qué hacer con él, de modo que lo vendía a tres mil sestercios la libra, un precio mucho más bajo que el habitual.
Si es cierto que inundó el mercado itálico con oro, no es raro que el precio de este se hundiera. Pero que César no supiera en qué gastar su riqueza resulta menos creíble. Aunque personalmente no era avaricioso, necesitaba el dinero como instrumento de poder, y cuando lo tenía lo gastaba a manos llenas para recompensar a las personas que lo rodeaban y también a quienes le podían ser útiles, prestando dinero sin interés o incluso a fondo perdido (como veremos enseguida que hizo con Escribonio Curión).
Sobre todo, a quienes más procuraba contentar era a sus soldados. Aparte de entregarles gratificaciones de cuando en cuando y compartir con ellos los frutos del saqueo y la venta de esclavos, gracias a las riquezas obtenidas César se pudo permitir doblar la paga de sus legionarios, subiéndola a novecientos sestercios anuales. Esta medida le ganó aún más la devoción de la tropa.
Una devoción que le iba a hacer falta, pues sobre su futuro se cernían nubarrones de plomo. Y esta vez no venían de la Galia, sino de la mismísima Roma.
A
hora que la Galia estaba pacificada, César podía volver sus ojos a Roma. Su intención desde el año en que fue cónsul (58 a.C.) era repetir en el cargo. Por las leyes de Sila, que seguían en vigor, no podía hacerlo hasta pasada una década. Cierto es que Pompeyo se había saltado todas las normas, ¡y de qué manera!, al convertirse en cónsul único en el 52, tan solo tres años después de compartir el cargo con Craso. Pero todo en la carrera de Pompeyo estaba lleno de irregularidades: legiones alistadas como ciudadano privado, triunfos otorgados sin ser pretor ni cónsul ni tan siquiera senador, incumplimiento de plazos…
En cambio César, al que sus enemigos consideraban el peor peligro para la República, podía jactarse de que, al menos nominalmente, respetaba las instituciones, y de que había accedido a las magistraturas
suo anno
, es decir, con la edad mínima que establecía la ley.
El plan de César era presentarse a las elecciones en otoño del 49 para convertirse en cónsul el 1 de enero del 48, día en que pensaba celebrar también su triunfo. El problema era mantener su inmunidad política hasta el preciso instante en que entrara en el cargo. Sabía que muchos enemigos políticos estaban acechando para llevarlo a juicio por sus actuaciones como cónsul. En particular, quien había sido su colega, Bíbulo, que había intentado anular todos sus decretos con pretextos religiosos. Por otra parte, Catón insistía en que César era culpable de crímenes de guerra y que había que entregarlo a los germanos para que se vengaran de él por haber detenido a sus embajadores en contra del derecho de gentes.
Aunque no lo condenaran en el sinfín de demandas que iban a presentar contra él, César sabía que si se dejaba envolver en esa telaraña judicial no lo elegirían como cónsul. Como dice una maldición que tal vez ya existía entonces: «Juicios tengas, ¡y los ganes!».
¿Qué haría César después de ese nuevo consulado? Aparte de reforzar su poder y debilitar el de sus enemigos, al salir del puesto tenía la opción de convertirse directamente en procónsul, lo que significaría que no iba a pasar un solo día durante los próximos años como ciudadano privado. Todavía había muchas campañas que llevar a cabo y muchas tierras que conquistar: al norte de Macedonia se extendía Dacia, y más al este los partos conservaban en su poder las águilas de las legiones de Craso, una afrenta que había que vengar.
César había presionado para que los diez tribunos del año 52 propusieran la ley que le iba a permitir presentarse como candidato
in absentia
, sin entrar en el pomerio, el recinto sagrado de Roma. Por desgracia para él, ese mismo año se había aprobado otro decreto que prohibía expresamente presentarse
in absentia
a cualquier ciudadano. Sí, Pompeyo había añadido una apostilla que eximía a César. Pero lo había hecho después de que la asamblea votara la ley, por lo que esa cláusula adicional tenía tanta validez legal como una pintada sobre la puerta de un burdel.
Para agravar las preocupaciones de César, el cónsul del año 51, Claudio Marcelo, había propuesto sustituirlo de inmediato por otro gobernador, ya que su misión había terminado. ¿Acaso no estaba en paz la Galia, tal como aseguraba el mismo César? Los tribunos partidarios de este amenazaron con vetar la ley, pero Marcelo consiguió aprobar otra propuesta para que el asunto volviera a discutirse en marzo del año 50. Para entonces habría otros tribunos, quién sabía si cesarianos o anticesarianos.
La oposición de Marcelo, como la de tantos otros senadores, se debía a una enemistad personal. Uno de sus motivos era que César había intentado obligarlo a divorciarse de su esposa Octavia, que era su sobrina nieta, para ofrecérsela a Pompeyo. En la política romana lo personal era más importante que lo ideológico, que prácticamente no existía. En una muestra del odio que sentía por César, el cónsul Marcelo había hecho flagelar a un miembro del senado de Novum Comum. Esta ciudad era una colonia fundada por César en el año 59 al norte del Po, y por su estatus sus habitantes eran ciudadanos romanos a los que no se podía azotar. La acción de Marcelo venía a decir que lo que había hecho César como cónsul no tenía validez ninguna. Y todavía agravó más su desafío al decirle a aquel hombre que corriera a la Galia a llorarle a su amo César y a enseñarle las cicatrices de los latigazos.
El temor que sentían muchos senadores en Roma era comprensible. Desde los orígenes de la República, el poder que ostentaban los magistrados fuera de la ciudad era mucho mayor que dentro del pomerio. Para demostrar que ese
imperium
apenas tenía cortapisas, al salir de Roma los lictores introducían hachas entre las varas de abedul de las
fasces
, demostrando que el magistrado al que escoltaban poseía poder de vida y muerte.
César llevaba ya nada menos que ocho años como procónsul en la Galia, al mando de un gran número de legiones. Durante todo ese tiempo su palabra había sido ley, como la de un monarca absoluto, y no había tenido que molestarse en negociar con facciones de senadores rivales ni litigar en los procesos del Foro. Cuando regresara a Roma, ¿se resignaría a revolcarse de nuevo en la arena de la lucha política como los demás o pretendería estar por encima de todos sentado en una especie de trono como un… rey?
Todo indicaba que no. Según Suetonio, en aquella época las personas que andaban cerca de César solían escucharle estas palabras: «Ahora que soy el primer hombre de la ciudad será más difícil sacarme del primer puesto al segundo que del segundo al último» (
César
, 29). Era su
dignitas
lo que estaba en juego.
Nuestra palabra «dignidad» apenas puede traducir un concepto tan rico y poderoso, que implicaba la suma de la reputación, la influencia y el estatus que poseía un ciudadano romano. La
dignitas
era como una cuenta bancaria inmaterial que se amasaba a lo largo de una vida entera, y que los enemigos políticos y personales podían robar como atracadores con una sola acción que a uno lo pusiera en vergüenza. En un caso así la salida era el suicidio, que en la cultura romana, sin llegar a los extremos del
seppuku
japonés, estaba muy ritualizado. De hecho, el origen de la misma República arrancaba de un suicidio por mantener la
dignitas
, el de la casta Lucrecia.
César, de momento, no estaba pensando en el suicidio. No obstante, conociendo al personaje, de haber sufrido un revés político o militar tan grave que le hubiera supuesto entrar en declive sin remedio, podemos apostar a que se habría arrojado sobre su espada.
Antes de recurrir a medidas tan drásticas y pensando en que en el año 50 los senadores pretendían discutir si le quitaba el cargo de procónsul y el mando de sus legiones, César necesitaba al menos un tribuno de lealtad inquebrantable que vetara cualquier medida del senado o de los cónsules contra él. «Lealtad inquebrantable» significaba pagar a alguien una nómina tan alta que no sintiera tentaciones de cambiarse de bando. César escogió a Cayo Escribonio Curión, un personaje que había compartido una juventud salvaje de juergas y apuestas con Marco Antonio y que estaba casado con Fulvia, la viuda de Clodio.