Roma Invicta (38 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

En otoño del 88, mientras los romanos continuaban con sus problemas internos, Mitrídates atacó las islas del Egeo. Una de las presas más deseadas por el rey era Rodas, donde se había refugiado Lucio Casio, procónsul de la provincia de Asia. Los rodios, prevenidos, reforzaron sus murallas y construyeron piezas de artillería para defenderse. Del mismo modo que habían resistido más de dos siglos antes el asedio de Demetrio Poliorcetes, ahora aguantaron todos los embates de la flota del Ponto.

Lesbos, por el contrario, sí cayó en su poder. Allí las tropas del Ponto encontraron a Aquilio, cuya codicia había encendido la chispa de la guerra. Lo montaron en un burro como escarnio y lo llevaron a Pérgamo. Mitrídates, que poseía un gran sentido teatral, lo hizo ejecutar en el teatro de Dioniso delante de miles de personas. Para saciar su sed de oro y castigar en su persona la codicia de los publicanos romanos, el rey ordenó que fundieran monedas en un crisol, le abrieran la boca a la fuerza y le vertieran el metal fundido por la garganta.

La invasión prosiguió, pasando de isla en isla para atravesar el Egeo. La flota póntica mandada por el general Arquelao tomó la isla de Delos a sangre y fuego. Allí murieron veinte mil personas. La cifra puede parecer inverosímil para una isla rocosa y sin agua que mide poco más de tres kilómetros cuadrados. Pero desde que Roma la convirtió en un puerto franco controlado por Atenas y por
negotiatores
itálicos, Delos había prosperado tanto gracias al comercio —sobre todo de esclavos— que buena parte de la superficie de la isla se había urbanizado. Su teatro, con capacidad para cinco mil espectadores, da idea de la población que albergaba el lugar. Después de la masacre, no obstante, Delos no volvería a ser la misma, y en algunos momentos quedó totalmente despoblada. Hoy día, según el censo de 2001, residen oficialmente en la isla catorce personas, empleadas en el yacimiento arqueológico.

En el continente, Atenas se pasó al bando de Mitrídates gracias a Aristión, filósofo epicúreo y considerado un político demagogo; esto es, líder de la facción más popular de su ciudad. Cuando Arquelao se apoderó de Atenas también se hizo con el control del Pireo, un puerto con unas defensas prácticamente inexpugnables. Desde allí pudo extender sus tentáculos al centro de Grecia y dominar la gran isla de Eubea y las regiones de Beocia y Acaya. El gobernador romano de Macedonia, de quien dependía Grecia, no pudo actuar contra él porque las tribus de Dacia, incitadas por Mitrídates, lo atacaron por aquella misma época.

La marcha contra Roma

M
ientras tanto, la situación en Roma no dejaba de complicarse para Sila. Cierto era que había conseguido llegar a lo más alto al ser elegido cónsul; pero, para su desgracia, ese mismo año también se convirtió en tribuno de la plebe Sulpicio Rufo, un individuo cuya personalidad lo hacía heredero de los Graco o del mismo Saturnino.

Como resultado de la Guerra Social que ya casi había concluido, muchos pueblos itálicos habían conseguido la ciudadanía romana. Sin embargo, a sus habitantes los habían inscrito en ocho nuevas tribus. Como las tradicionales eran treinta y cinco y las votaciones se hacían por bloques enteros contando cada tribu como un solo «sí» o un solo «no», a la hora de la verdad casi todo solía estar decidido antes de que les llegara el turno de votar a las últimas ocho tribus donde se aglomeraban los aliados.

Sulpicio propuso que los nuevos ciudadanos fueran repartidos dentro de las treinta y cinco tribus de toda la vida, de modo que su peso fuera equitativo. Ambos cónsules se opusieron a él, aunque uno de ellos, Pompeyo Rufo, era amigo suyo.

Buscando otras alianzas, Sulpicio se volvió hacia Mario y los équites. Entre los jóvenes de esta clase reclutó una especie de ejército privado al que llamó «el antisenado». Como favor adicional al orden ecuestre, presentó una ley para que los senadores que tuvieran deudas de más de dos mil denarios fueran expulsados de la cámara: era un golpe al senado y al mismo tiempo un favor a aquellos équites a los que se debía dinero.

Por supuesto, Sulpicio no podía evitar que el senado se opusiera a sus medidas, de modo que decidió imitar a otros tribunos como Saturnino o los hermanos Graco y llevó sus propuestas a la asamblea del pueblo. Para evitar la votación, los cónsules Pompeyo Rufo y Sila intentaron disolverla decretando un
iustitium
, una suspensión temporal de todos los negocios públicos.

Sulpicio no se amilanó y se presentó con seguidores armados mientras los cónsules estaban delante del templo de Cástor y Pólux celebrando una
contio
(una asamblea informativa, no legislativa, para entendernos). Se desató una sangrienta batalla en pleno Foro en la que perdió la vida el hijo del cónsul Pompeyo. Este se escabulló como pudo, y el mismo Sila tuvo que huir y se refugió nada menos que en la casa de Mario.

¿Fue casualidad o buscó a Mario sabiendo que poseía cierta influencia sobre Sulpicio y era el único que podía detener los disturbios? Algo debieron de negociar ambos; aunque los historiadores no cuentan qué fue, lo más probable es que Sila accediera a levantar el
iustitium
y dejar que la asamblea siguiera adelante.

Después de aquello, Sila pudo salir de casa de Mario, y se dirigió a Capua y a Nola, donde tenía al grueso de sus legiones manteniendo el asedio de la ciudad.

Roma quedó, pues, en poder de Sulpicio y su hueste privada. Cuando llegó la asamblea, no se limitó a presentar las propuestas de las que hemos hablado, sino otra que suponía una puñalada en la espalda de Sila y que los votantes aprobaron: retirarle el mando de la campaña contra Mitrídates y entregárselo a Mario.

Mario andaba a punto de cumplir los setenta y sus problemas de salud le habían hecho renunciar al generalato unos meses, durante la Guerra Social. A pesar de todo, estaba obsesionado con volver a conquistar la gloria militar para convertirse de nuevo en el primer hombre de Roma, ya que había comprobado que como político y excónsul el senado no le trataba con el respeto que merecía alguien que había sido saludado como tercer fundador de la ciudad.

Una vez que la asamblea convocada por Sulpicio otorgó el mando a Mario, ambos enviaron a Nola a dos tribunos militares con la orden de relevar a Sila, conducir las tropas al norte y entregárselas al anciano general.

Sila, al que habían pillado por sorpresa, reaccionó con rapidez. Si accedía a lo que se le exigía, toda su carrera dirigida a obtener el consulado habría sido en vano. Imaginemos a un hombre de cincuenta años recapitulando sobre su vida anterior y descubriendo que de pronto todo carecía de sentido y que su trayectoria se podía resumir en una palabra.

Fracaso.

Hay que añadir que, si Sila renunciaba a sus tropas, su vida probablemente corría peligro. De todas formas, el motivo principal para lo que hizo no fue su seguridad personal, sino su honor.

Sila convocó a sus soldados a una asamblea y les expuso la situación. Manipulándola a su manera, evidentemente. Les aseguró que no solo le iban a arrebatar a él el mando de la guerra contra Mitrídates —lo cual era cierto—, sino que Mario estaba dispuesto a licenciarlos a ellos para llevar a cabo su campaña con soldados diferentes —algo que ya resultaba más difícil de demostrar—. Serían otros hombres y no ellos, les dijo, quienes vengarían los crímenes de Mitrídates, quienes conquistarían la gloria y, sobre todo, un botín como no se había visto en Roma desde hacía mucho tiempo.

¿Estaban dispuestos a ello?

«¡No!», fue el clamor unánime de los soldados.

Los oficiales, por su parte, asustados ante lo que se avecinaba, abandonaron a Sila. Únicamente se quedó con él el cuestor Licinio Lúculo, uno de sus hombres más fieles. En cualquier caso, la espantada de los oficiales no era tan importante, puesto que los centuriones, los auténticos profesionales del ejército, podían hacerse cargo perfectamente de las cohortes e incluso, en el caso de los primipilos, de las legiones.

Cuando llegaron los dos tribunos enviados por Sulpicio y exigieron a Sila que les entregara las
fasces
, las tropas los apedrearon hasta matarlos. Después, representantes de los propios soldados le pidieron a Sila lo que este ya había imbuido en sus cabezas y que veía como la única solución:

Marchar contra Roma.

Aquello era inconcebible, algo que jamás había ocurrido en la historia de la ciudad. En los primeros tiempos de la República, Coriolano había tratado de atacar Roma, pero al frente de un ejército enemigo, no de legiones formadas por romanos.

Para muchos autores, el hecho de que los soldados estuvieran dispuestos a seguir a Sila era una consecuencia lógica de las reformas que habían empezado con Mario y que habían profesionalizado hasta cierto punto el ejército: los legionarios, pensando en el botín presente y en unas tierras futuras a modo de jubilación, eran más leales al general que les podía conseguir ambas cosas que a la misma República.

Es una interpretación verosímil, pero no la única. Por una parte, los soldados no eran leales por igual a
todos
los generales. Así se demostró durante los años siguientes, cuando tropas de ejércitos diversos desertaron en masa abandonando a sus mandos para pasarse al bando de Sila.

Es evidente que Sila se ganaba a sus hombres gracias a su carisma y a su talante cercano. Pero también gracias a algo que se suele pasar muy alto: a que era un gran general. Los soldados bajo su mando podían confiar más que los de otros jefes en que con él ganarían batallas, lo que se traducía en las dos prioridades fundamentales de los soldados de casi todas las épocas: mantenerse con vida y conseguir botín.

Al dirigirse a la urbe con legiones armadas, Sila parecía estar saltándose todas las normas divinas y humanas. Pese a ello, él podía aducir que en Roma había dejado de imperar la ley, puesto que dos cónsules habían tenido que huir del Foro para salvar la vida y la violencia y el matonismo se imponían en las calles. Cuando le salió al paso una delegación encabezada por los pretores Bruto y Servilio y le preguntó la razón por la que marchaba contra su patria, Sila contestó con sincera convicción: «Para liberarla de sus tiranos».

Los soldados de Sila, demostrando hasta qué punto apoyaban a su jefe, atacaron a los lictores de ambos pretores y les rompieron las
fasces
, mientras que a ellos dos les arrancaron a jirones las togas senatoriales. Cuando Bruto y Servilio regresaron a Roma y se presentaron sin los símbolos visibles de su
imperium
, cundió el pánico.

Mientras Sila proseguía su avance con seis legiones completas, unos treinta y cinco mil hombres, Mario y Sulpicio trataron de organizar la defensa de la ciudad. No se trataba de un asunto fácil: por falta de amenazas cercanas, las murallas de Roma no se encontraban en buen estado y era dudoso que resistieran un asedio. De momento, Mario y Sulpicio tomaron represalias contra algunos amigos de Sila, a los que dieron muerte. Los demás huyeron de la ciudad y se unieron al ejército sublevado, incluido su colega de magistratura Pompeyo Rufo.

Sila debía de albergar dudas sobre lo que iba a hacer. Aunque lograra vencer a sus enemigos, ¿cómo lo verían los romanos? ¿Como un libertador o más bien como un tirano peor que Mario y Sulpicio?

Según contó él mismo en sus memorias, su confianza creció cuando se le apareció en sueños Ma, una divinidad a la que había conocido en Capadocia y que los romanos identificaban con Belona, diosa de la guerra. Ma le puso en la mano un relámpago, como si de un nuevo Júpiter se tratara, nombró a sus enemigos uno por uno y les dijo que los aniquilara. Él así hizo, y todos desaparecieron. Al despertar se sintió mucho más seguro de lo que iba a hacer, y así se lo contó a Pompeyo Rufo. Incluso encargó que le grabaran en un sello el momento en que Ma le entregaba el relámpago.

¿Era sincero Sila o se había inventado aquello? Todo en su vida induce a pensar que creía ser un elegido de los dioses, en particular de Ma-Belona y de Apolo. Al fin y al cabo, los sueños, a su manera ilógica y desordenada, representan ante nuestra visión interior los contenidos de la mente, mezclando recuerdos antiguos con elementos de nuestro imaginario y con preocupaciones recientes. ¿Por qué no iba a soñar Sila lo que en realidad deseaba soñar, que su marcha contra Roma contaba con el beneplácito de los dioses?

El senado todavía le mandó más embajadas. Conforme se acercaba a la ciudad, el tono de los intermediarios sonaba cada vez menos amenazante y más conciliador. La cuarta llegó cuando Sila y sus legiones se hallaban en un lugar llamado Pictas, a menos de diez kilómetros de Roma.

Los miembros de la legación le dijeron que el senado había decidido por votación mantenerle todos sus derechos. Sila prometió pensárselo y ordenó a sus agrimensores que midieran el campamento como si pensara instalarse allí. Pero en cuanto partieron los enviados, mandó tras ellos un destacamento que se apoderó de la puerta Esquilina, situada en la zona este de la ciudad, y de las murallas adyacentes. Parte de esa avanzadilla incluso cruzó la puerta y se adentró en las calles, pero tuvo que retroceder cuando la gente empezó a arrojar piedras y tejas desde las azoteas.

Sila no tardó en llegar con el grueso de sus tropas. Tras dejar una legión en la puerta Esquilina, otra en la puerta Colina al mando de Pompeyo, una tercera en el puente Sublicio y una cuarta en reserva, entró con las otras dos. Al comprobar que los defensores seguían disparando desde los tejados, él mismo tomó una antorcha en la mano y ordenó a sus hombres que prendieran fuego a los edificios y soltaran flechas incendiarias, igual que había hecho Escipión Emiliano en Cartago. Ante la amenaza, muchos ciudadanos se escondieron en las casas renunciando a la violencia y otros se retiraron hacia el centro de la ciudad.

La resistencia todavía no había terminado. Cerca del Foro, en el Esquilino, las tropas que Mario y Sulpicio habían reclutado a toda prisa se enfrentaron contra los hombres de Sila. Como señala Apiano, fue la primera vez que la lucha política, que más de una vez había ensangrentado las calles de Roma, se convirtió en una guerra formal bajo las águilas y a golpe de trompeta.

Los hombres de Sila no podían maniobrar bien por falta de espacio, lo que anulaba su ventaja numérica, de modo que empezaron a retroceder. El propio cónsul, como haría más de una vez en batallas posteriores, tomó un estandarte y se lanzó a combatir en primera fila. Espoleados por el ejemplo de su general, los soldados cargaron con fuerza y pusieron en fuga a los enemigos.

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