Roma Invicta (39 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Desesperado, Mario llamó a gritos en su ayuda incluso a los esclavos que contemplaban la batalla, prometiéndoles la libertad. Al ver que nadie acudía, renunció a seguir combatiendo y huyó de la ciudad, acompañado por parte de sus seguidores.

Pese a los rumores que tildaban a sus soldados de turba indisciplinada, Sila logró contenerlos para que no saquearan la urbe, recordándoles que estaban en Roma y no en una ciudad conquistada. Para ello, hizo ejecutar en la vía Sacra a algunos a los que habían sorprendido en pleno pillaje. Después de una noche muy tensa, al día siguiente convocó a la asamblea y dijo que a partir de ese momento todas las leyes que se votaran tendrían que pasar antes por la aprobación del senado. De ese modo, esperaba domesticar de nuevo a los tribunos y evitar que se repitieran situaciones como las que había vivido desde joven y que, en su caso particular, habían estado a punto de arrebatarle la gloria.

Todas las leyes aprobadas por Sulpicio fueron revocadas. Al tribuno se le declaró enemigo público y se le condenó a muerte junto con Mario y otros diez líderes populares; un número relativamente moderado, teniendo en cuenta el cariz que habían tomado las cosas. El único de ellos al que echaron el guante encima fue a Sulpicio, que fue descubierto y ejecutado en su villa de Laurento gracias a la traición de un esclavo. Este recibió la libertad como recompensa, y después fue arrojado por la Roca Tarpeya como castigo por su deslealtad.

¿Qué ocurrió con Mario? El viejo general había recuperado en parte su forma física, ya que desde que se le concedió el mando de la guerra se había dedicado a ir todos los días al Campo de Marte para entrenarse con los jóvenes. Eso le vino bien, pues en su huida de Roma corrió mil peripecias que darían para una novela entera. Tras llegar a Ostia tomó un barco hacia el sur, pero una tormenta le obligó a tomar tierra en el promontorio conocido como monte Circeo. Durante días vagó por esas tierras sin apenas alimentos, acompañado únicamente por unos cuantos partidarios a los que trataba de animar asegurándoles que, según una profecía, todavía estaba destinado a conseguir un séptimo consulado.

Al llegar a las cercanías de la ciudad de Minturnas, les salió al paso un escuadrón a caballo que los andaba buscando. Mario y sus compañeros huyeron a la playa, y al ver dos barcos mercantes que navegaban cerca de la costa se arrojaron al agua y nadaron hasta ellos. Los acompañantes de Mario lograron escapar en una nave, pero los tripulantes de la otra, por temor de los perseguidores, llevaron a Mario a la orilla y lo abandonaron en la desembocadura del río Liris con algunas provisiones.

El vencedor de los cimbrios y los teutones, el gran Mario —a punto de cumplir los setenta, no lo olvidemos—, se encontraba ahora completamente solo. Tras atravesar las marismas y pantanos de la región, un lugar insalubre y plagado de mosquitos, llegó a la cabaña de un anciano, que lo escondió en un agujero junto al río y lo camufló echándole cañas por encima. Pasado un rato, Mario oyó ruidos que provenían de la choza y supo que sus perseguidores estaban casi encima de él. Abandonando sus ropas, salió del agujero y se zambulló en las aguas cenagosas del pantano para huir a nado. Allí lo atraparon y, desnudo como estaba, lo llevaron a Minturnas y lo confinaron en casa de una mujer llamada Fania.

Los magistrados de la ciudad sabían que Mario se había convertido en enemigo público y que su deber era ejecutarlo. Pero nadie en la ciudad estaba dispuesto a ser su verdugo, hasta que un soldado de caballería de origen cimbrio, que sin duda guardaba cuentas pendientes con él, se presentó voluntario para la tarea.

Acero en mano, el cimbrio entró en la casa, que se hallaba en penumbras. Al acercarse al jergón sobre el que reposaba Mario, este se levantó, y al cimbrio le pareció ver que de los ojos del viejo general brotaban chispas sobrenaturales. «¡Tú! —exclamó Mario—. ¿Vas a atreverte a matar a Cayo Mario?».

El vencedor de Aquae Sextiae y Vercelas conservaba todavía una presencia tan imponente que el cimbrio, preso de un terror supersticioso, salió corriendo de la casa sin dejar de gritar: «¡No puedo matar a Cayo Mario! ¡No puedo matar a Cayo Mario!».

Aquello conmovió a la gente de Minturnas. No olvidemos que tenían en su ciudad a una leyenda viviente, al hombre que había salvado a Roma e Italia del peligro más grave desde los tiempos de Aníbal. Alguien así, a sus ojos, irradiaba un brillo y un poder similar al de un dios, por lo que matarlo era una especie de sacrilegio.

Para comprender hasta qué punto lo veían así, cuando lo llevaban hacia el mar para embarcarlo en una nave con provisiones, los habitantes de la ciudad se toparon con la tesitura de perder tiempo rodeando el bosquecillo sagrado de Marica, lo que podía significar que aparecieran los perseguidores de Mario. Un anciano dijo en ese momento: «¡Ningún camino está prohibido si sirve para salvar a Mario!». Aquello hizo que todos vencieran sus escrúpulos religiosos, atravesaran la arboleda y llevaran a Mario hasta la nave.

Así llegó Mario a la pequeña isla de Enaria, la actual Isquia, en el golfo de Nápoles, donde se reunió con sus anteriores compañeros de viaje. De allí, tras nuevas aventuras, arribó a tierras de Cartago, pero el gobernador Sextilio lo expulsó como enemigo público. Mario volvió a huir y se dirigió a Cercina, un pequeño archipiélago situado en el golfo de Túnez. En aquel lugar se reunió con su hijo Mario, que había escapado de Numidia después de tener su propio romance novelesco con una de las concubinas del rey Hiémpsal.

Mientras Mario sufría todas estas tribulaciones, Sila se dedicó a hacer reformas en Roma para recortar el poder de la asamblea de la plebe y evitar que una situación como la de Sulpicio se volviera a repetir. Pero cuando llegó el momento de presidir las elecciones a cónsul para el año 88, comprendió que, pese a sus legiones, el poder que mantenía en Roma era precario. El candidato al que apoyaba, Servilio Vatia, fue rechazado por los votantes. Los dos elegidos fueron Cneo Octavio y Lucio Cornelio Cinna. Este, sobre todo, era declarado enemigo de Sila y seguidor de Sulpicio y Mario.

Sila aceptó los resultados a regañadientes. Actuar contra Mario, que era un ciudadano privado, y contra Sulpicio, un tribuno de la plebe, era una cosa. Utilizar a sus tropas contra dos cónsules electos otra bien distinta.

Lo cierto era que se hallaba en un brete. La situación en Oriente era cada vez más grave. Mitrídates tenía en su poder Asia Menor y buena parte de Grecia. Si no lo frenaban pronto, ¿quién sabía de qué sería capaz? Macedonia se hallaba en peligro, y tal vez incluso Italia.

Sila no podía demorar su partida por más tiempo. Antes de marchar, exigió a Cinna que jurara respetar las leyes que había promulgado desde su entrada en Roma. El nuevo cónsul subió al Capitolio y, delante de testigos, agarró una piedra, la tiró y dijo en tono solemne: «Si no mantengo mi benevolencia hacia Sila, que me arrojen fuera de la ciudad del mismo modo que yo arrojo esta piedra».

Era todo lo que podía pedir Sila de momento. Había otra amenaza pendiente, un ejército situado en la comarca del Piceno y al mando de Pompeyo Estrabón, que había sido cónsul en el año 89 y mantenía un
imperium
proconsular. Sila consiguió que el senado derogara ese mandato y le entregara las tropas a su colega Pompeyo Rufo, que en pocos días iba a salir del cargo como él. Rufo era hombre de su confianza, por lo que Sila pensaba que, con aquellas legiones en territorio italiano, podría tener controlado a Cinna.

Para su desgracia, cuando Pompeyo Rufo llegó a Piceno, las tropas se amotinaron contra él y lo lincharon. Pompeyo Estrabón, tras manifestar hipócritamente su pesar por lo ocurrido, volvió a tomar el mando de aquel ejército.

Las cosas no pintaban bien para Sila. Sin embargo, no le quedaba otro remedio que partir ya, pues el
imperium
proconsular que le había otorgado el senado valía únicamente para la campaña contra Mitrídates. Por fin, tras dejar algunas tropas en Nola con Apio Claudio para que concluyera el asedio, se dirigió a Brindisi para embarcar hacia Oriente.

Todavía no había abandonado Italia cuando un tribuno de la plebe, obedeciendo instrucciones del nuevo cónsul Cinna, presentó una acusación contra Sila por alta traición. Por el momento, no sirvió de nada, pues el poder del tribuno no alcanzaba fuera de las murallas de la ciudad y Sila, como procónsul, no podía ser juzgado. Esa era una de las pocas ventajas de las que gozaba: una vez fuera del recinto de la ciudad, un magistrado con
imperium
como él tenía menos limitaciones que en la propia Roma, e incluso poseía un poder de vida y muerte representado simbólicamente por las hachas que sus lictores introducían dentro de los haces de abedul.

Aquella acusación instigada por Cinna era un siniestro presagio de lo que le aguardaba. Pese a ello, a principios del año 87 Sila embarcó con cinco legiones, cruzó el estrecho de Otranto y se plantó en el Epiro. Que actuara así, sabiendo que tenía a un temible adversario enfrente y a sus verdaderos enemigos detrás, y que lo más probable era que su propia ciudad no le enviara refuerzos ni dinero, demuestra que se hallaba muy convencido de que era un hijo predilecto de la Fortuna.

El asedio de Atenas y el Pireo

L
a situación en ambas orillas del Egeo era complicada. Sila había conseguido cruzar el Adriático en naves de transporte, pero no contaba con el apoyo de una flota digna de tal nombre y apenas llevaba consigo fondos para mantener al ejército.

Lo más urgente era recuperar el control de Grecia. Sila se puso en marcha desde Tesalia y atravesó Beocia en dirección a Atenas. Cuando se acercó a Tebas, que se había declarado a favor de Mitrídates, la ciudad cambió rápidamente de bando. Sila aceptó su alianza, pero tomó nota para el futuro de lo volubles que eran los tebanos.

Mientras tanto en Atenas, el supuesto tirano Aristión ordenó reforzar las defensas. Al mismo tiempo, el general póntico Arquelao, el mismo que había devastado la isla de Delos, se instaló con su flota en el Pireo, el puerto de la ciudad.

Cuando llegó al Ática, la comarca de Atenas, Sila decidió llevar a cabo dos cercos simultáneos. En el pasado se habría tratado de un solo asedio, puesto que en tiempos los Muros Largos, un estrecho corredor fortificado de unos seis kilómetros, unían la ciudad y el Pireo. Pero en la época de Sila las murallas se hallaban casi en ruinas y Atenas había quedado separada del mar: justo lo que quería evitar el gran Pericles cuando ordenó construirlas.

Sila empezó el doble cerco en otoño del año 87. El lugar que más le interesaba y donde concentró sus esfuerzos personales era el Pireo. La tarea se presentaba harto complicada. Las murallas medían casi veinte metros de altura, tanto como un edificio de cinco plantas, y estaban construidas en gruesos sillares de piedra. En su interior albergaban una pequeña ciudad dotada de un puerto grande y dos más pequeños, todos ellos protegidos por bocanas que podían cerrarse con cadenas en el remoto caso de que Sila hubiera tenido barcos para atacarlos.

Como era habitual al principio de un asedio, Sila intentó sorprender a los defensores o al menos tentar sus fuerzas, y apenas llegó envió a sus hombres al asalto con escalas y poco más. La ofensiva fracasó y perdió suficientes hombres como para darse cuenta de que iba a necesitar algo más que escalas para tomar aquellas enormes murallas.

Sila instaló su campamento principal en la zona de Eleusis, a unos veinte kilómetros de Atenas. Allí, lejos de posibles ataques enemigos, empezó a construir máquinas de asedio que luego remolcó a Atenas y el Pireo usando diez mil mulas. En ello le ayudó Tebas: aunque los tebanos fuesen poco fiables como aliados, siempre que se tratara de perjudicar a los atenienses estaban dispuestos a apuntarse, y en esta ocasión proporcionaron a los romanos hierro y catapultas ya manufacturadas.

Al mismo tiempo, Sila ordenó levantar terraplenes para llegar a la altura de las murallas. Como material extrajo de las ruinas de los Muros Largos sillares, vigas y tierra de relleno. Para el cerco de Atenas, además, taló los bosques sagrados de la Academia y del Liceo, donde en tiempos habían dado clases Platón y Aristóteles. (No fue la única acción que los griegos le echaron en cara como impía. Andaba tan corto de fondos que para mantener a su ejército tuvo que requisar los tesoros de los principales centros religiosos de Grecia: el oráculo de Apolo en Delfos y los santuarios de Zeus en Olimpia y Asclepio en Epidauro).

Como en todos los asedios, el ejército sitiador no podía estar constantemente reunido y alerta, por lo que los defensores realizaban salidas de cuando en cuando para pillar desprevenidos a grupos de forrajeadores o para destruir las máquinas de guerra. Por suerte para Sila, disponía de sus propios informantes dentro del Pireo: dos esclavos que, por obtener su libertad o alguna otra recompensa, grababan mensajes en bolas de plomo que lanzaban con hondas al exterior, fingiendo que defendían la muralla. Así averiguaron los romanos, por ejemplo, que la infantería de Arquelao iba a hacer una salida contra los obreros que trabajaban en el terraplén al mismo tiempo que la caballería debía atacar a las tropas por los flancos. Gracias a esa sorpresa pudieron abortar la operación y matar a bastantes atacantes.

Tras levantar el terraplén, Sila hizo transportar dos bastidas o torres de asedio cuesta arriba para acercarlas a la muralla. Arquelao, a su vez, ordenó erigir otras dos torres en el interior. Sin ser colosos de cuarenta y cinco metros como la Helépolis que construyó Demetrio Poliorcetes para expugnar Rodas, esas bastidas se levantaban a gran altura y tenían varios pisos provistos de ventanas. Desde ellas, las máquinas balísticas disparaban sin cesar sobre los trabajadores del terraplén y los operarios de las máquinas romanas.

Aunque no hubiera llegado la era de la pólvora, las armas de artillería poseían gran alcance: al hablar de César y Pompeyo, veremos cómo los barcos las usaban para castigar posiciones de infantería en la costa en auténticos bombardeos mar-tierra. Algunas de estas máquinas, como las que usó Sila en este asedio, podían disparar hasta veinte grandes bolas de plomo a la vez. Sin duda, los duelos entre estas torres debían de ser espectaculares, con enormes proyectiles silbando por los aires y dejando estelas de fuego y humo a su paso.

Arquelao recibió refuerzos por mar, y decidió aprovecharlos para sacar a sus tropas y romper el cerco. El combate estuvo indeciso durante un rato, hasta que una legión que se había alejado para cortar leña apareció como refuerzo y decidió la lucha a favor de los romanos. En esa acción destacó un legado de Sila, Licinio Murena. Por parte enemiga, el propio Arquelao, en una operación en que demostró su valentía, se quedó aislado fuera de la muralla y se salvó de ser muerto o capturado gracias a que le tiraron unas cuerdas desde el parapeto y lo izaron por los aires hasta el adarve.

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