Roma Invicta (43 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Los cónsules elegidos para el año 83 fueron Escipión Asiático y Cayo Norbano, el mismo que había conseguido el destierro de Servilio Cepión por el desastre de Arausio y el supuesto robo del oro de Tolosa. Ambos eran de la facción «antisilana», lo que no auguraba precisamente una reconciliación con Sila.

En la primavera de ese año, por fin, las tropas de Sila se concentraron en Dirraquio, un puerto situado en la actual Albania. Al mando de Asia había dejado a su legado Murena con dos legiones. Él llevaba consigo cinco legiones, seis mil jinetes y diversos contingentes aliados que había reclutado en Grecia. En total, contaba con cuarenta mil soldados.

Eso le dejaba en inferioridad numérica ante sus adversarios. La mayoría del senado, por temor a la venganza de Sila, había decretado el
senatus consultum ultimum
, y con él en la mano, los dos cónsules y Carbón —que conservaba un mando proconsular en Italia— habían reclutado más de cien mil hombres en Italia.
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Pero Sila gozaba de una gran ventaja sobre sus enemigos. Todos sus soldados poseían experiencia de combate, tanto en escaramuzas como en asedios y grandes batallas campales, mientras que la mayoría de las legiones que lo aguardaban en Italia estaban compuestas por reclutas bisoños.

La diferencia fundamental era que, en una época en que cada vez se producían más motines, los hombres de Sila le eran leales hasta la muerte. Olvidadas las privaciones de los primeros meses de campaña, para ellos la estancia en Asia Menor y la segunda visita a Grecia habían supuesto una recompensa. Los mismos soldados que al empezar el asedio de Atenas habían amenazado con insubordinarse sentían ahora tal devoción por su general que no solo le prestaron un juramento de fidelidad, sino que incluso se ofrecieron a dejarle dinero para la inminente campaña en Italia. Sila, conmovido, aceptó el juramento y se negó a recibir el dinero; cierto es que a esas alturas fondos no le debían faltar.

Cuando Sila y sus hombres desembarcaron en Brindisi, el principal puerto del tacón de la bota italiana, no encontraron ninguna oposición. Pese a su superioridad numérica, los dos cónsules y Papirio Carbón le entregaron voluntariamente el sur de Italia.

Desde Brindisi, Sila se dirigió hacia el norte. Como ya había anticipado —las cartas cruzaban el mar sin cesar—, pronto se unieron a él nuevos aliados. Entre ellos se hallaba el hijo de Cecilio Metelo Numídico, conocido como Metelo Pío por el afán que había puesto en que su padre regresara del destierro. Venía de Liguria, procedente de África, con tropas y rango proconsular.

De África llegó también Marco Licinio Craso, que llevaba consigo dos mil quinientos hombres reclutados en Hispania. Craso, de quien hablaremos con más detalle en el capítulo sobre Espartaco, llegaría a convertirse en el hombre más rico de Roma gracias en parte a su apoyo a Sila. Otro noble que se unió a sus filas fue Lucio Sergio Catilina, famoso por los discursos acusatorios que le dedicó Cicerón y por la monografía de Salustio
La conjuración de Catilina
. Si atendemos a estas dos fuentes, se trataba de un tipo siniestro, aunque no se le podían negar la inteligencia y el valor militar.

Pero de todos los personajes que se unieron a Sila, el que más brillante carrera haría en el futuro era un joven de solo veintidós años. Se llamaba Cneo Pompeyo, a secas; dos nombres nada más, como Cayo Mario, aunque él mismo se añadiría más tarde el epíteto de
Magnus
, «grande».

Cneo Pompeyo era hijo de Pompeyo Estrabón, del cual había heredado una inmensa red de clientes en la región del Piceno. Gracias a ella había reclutado por su cuenta la legión que aportaba a la causa de Sila. Se trataba de un hecho insólito: un ciudadano privado, un jovenzuelo que apenas tenía edad para ser tribuno militar, se permitía el lujo de autoproclamarse general.

Como tantos otros estrategas de la Antigüedad, Pompeyo debía de poseer un carisma que irradiaba a su alrededor como un halo, porque los hombres corrían a alistarse bajo sus estandartes. Curiosamente, esos soldados lo amaban a él tanto como habían odiado a su padre: cuando Pompeyo Estrabón murió víctima de una epidemia, sus legionarios no solo no le rindieron honras fúnebres, sino que despedazaron su cadáver y lo arrastraron por las calles.

A Sila le venían bien todos los aliados que pudiera reclutar. En el caso de Pompeyo más todavía, puesto que su padre Estrabón le había sido hostil. De hecho, Sila no debía de ignorar que durante un tiempo el joven Pompeyo había dudado qué bando escoger e incluso había estado en el campamento de Cinna cuando se desató el motín que le costó la vida al cónsul.

Pompeyo traía consigo, además, oficiales tan valiosos como Tito Labieno, que tiempo después combatiría con Julio César en la Galia. Para demostrar cuánto apreciaba su aportación, cuando Pompeyo apareció ante él, Sila se bajó del caballo y lo saludó como
imperator
. Conociendo el talante de Sila, quizás había algo de zumba en aquel título. Pero si había algo que le sobraba al joven Pompeyo y que le siguió sobrando toda su vida era vanidad, y los vanidosos no suelen distinguir los halagos irónicos de los auténticos.

Para organizar la campaña contra sus enemigos, Sila nombró como legado a Pompeyo, que partió al Piceno para reclutar otras dos legiones más aparte de la que traía. También le otorgó ese rango a Cornelio Cetego, un noble que hasta entonces había sido enemigo suyo. Él mismo compartió nominalmente el mando con Cecilio Metelo, ya que ambos tenían rango de procónsul. Al menos, afirmaban tenerlo: sus enemigos en Roma les habían privado de ese título.

Durante unas semanas, el ejército de Sila recorrió Calabria y Apulia sin causar daño en los campos ni las poblaciones por orden expresa de su general. Al entrar en la región de Campania, se libró la primera gran batalla en las faldas del monte Tifata. Allí, Sila infligió una dura derrota al ejército consular de Norbano, que perdió seis mil hombres y tuvo que retirarse a Capua.

Sila no perdió tiempo asediando la ciudad y prosiguió hacia el norte por la vía Latina. Allí lo aguardaba el segundo ejército consular, mandado por Escipión Asiático. Sabiendo que la moral de sus tropas era baja, Sila despachó emisarios para parlamentar, con la esperanza de alcanzar un acuerdo o de que los hombres del cónsul desertaran. Mientras tanto, los soldados que escoltaban a esos enviados se reunieron con los del cónsul y empezaron a confraternizar con ellos, explicándoles que las condiciones en el ejército de Sila eran mucho mejores.

Sila y Escipión se reunieron en un lugar neutral, donde parece ser que pactaron algunas reformas políticas. Pero el acuerdo se estropeó cuando Quinto Sertorio, legado del cónsul y declarado antisilano, rompió la tregua y tomó la ciudad de Suesa, que se había pasado previamente al mando de Sila.

Los soldados de Escipión consideraron que la acción de Sertorio había sido una imprudencia y empezaron a negociar en secreto con Sila. Poco después este se aproximó al campamento de Escipión como si fuera a presentar batalla. Era todo una pantomima: antes de que se llegara a entablar combate, las cuarenta cohortes del cónsul desertaron y se sumaron a Sila en masa, de modo que los únicos prisioneros que terminó haciendo aquel día fueron el propio Escipión y su hijo Lucio, que ni siquiera habían visto venir la jugada. La astucia demostrada por Sila hizo que Carbón comentara que era medio león y medio zorro, pero que la mitad zorruna era con mucho la más peligrosa.

Satisfecho con aquella victoria incruenta, Sila dejó ir a Escipión y su hijo; una magnanimidad que no mostraría en muchas más ocasiones. Luego intentó repetir la misma artimaña con el otro cónsul, pero Norbano no contestó a sus propuestas y se retiró con sus tropas al norte, instalándose en la formidable fortaleza de Preneste, a treinta y cinco kilómetros de Roma.

Entretanto, en Roma, Carbón declaró enemigos de la República a Metelo y a los demás senadores aliados con Sila. Poco después, el 6 de julio —mes conocido todavía como quintil—, el templo de Júpiter Capitolino, el más importante de Roma, fue destruido por un incendio, lo que significaba un pésimo augurio. Durante mucho tiempo se discutió si había sido un accidente o alguien lo había provocado, bien fueran los partidarios de Sila o bien sus enemigos.

Durante unos meses las hostilidades se aletargaron, como si los contendientes acopiaran fuerzas. Además, aquel invierno fue especialmente crudo y el mal tiempo impedía las operaciones. Los cónsules elegidos para el año 82 fueron Papirio Carbón, que ejercía el cargo por tercera vez, y el hijo de Mario, conocido como Cayo Mario el Joven, que no tenía más que veintiséis años. Un nombramiento irregular, pero desde hacía tiempo las instituciones romanas se hallaban sumidas en el caos, así que a nadie le extrañó demasiado. Si había algo que quedaba claro siendo cónsules Carbón y Mario era que no habría pactos ni componendas con Sila.

A finales de año, Quinto Sertorio abandonó Roma por discrepancias con Carbón y sobre todo con Mario, cuyo puesto esperaba alcanzar. En teoría, suponía una pérdida importante para el bando antisilano, ya que era su general más capacitado con diferencia. Sertorio se dirigió a Hispania Citerior, la provincia que se le había asignado al final de su mandato como pretor, y usándola como base de operaciones causó a partir de entonces muchos quebraderos de cabeza a sus enemigos. Pese a ello, seguramente Sila pensó que prefería tenerlo lejos de Italia.

Las operaciones del 82 fueron más complicadas que las del año anterior, con escenarios bélicos que se extendieron desde Útica, en África, hasta Etruria y la Galia Cisalpina. Una de las batallas más importantes se libró en Sacriporto, un lugar no identificado con exactitud, pero que estaba situado cerca de la actual Segni, en el Lacio. Allí se enfrentaron en campo abierto Mario el Joven y Sila. El primero tenía un ejército muy numeroso, ochenta y cinco cohortes, y buscó forzar el combate pese a que se acercaba la noche y llovía con fuerza. Pero cuando su flanco izquierdo empezó a flaquear, cinco cohortes de infantería y dos unidades de caballería dejaron caer los estandartes y se pasaron en plena batalla al bando de Sila.

Aquello decidió el combate. Mario, desmoralizado, huyó al galope a Preneste. Los defensores de esta fortaleza, al ver que los hombres de Sila venían en persecución del joven cónsul, cerraron las puertas de la muralla para evitar que entraran. Después arrojaron una cuerda desde el parapeto; Mario se la ató a la cintura y lo izaron.

Otros no tuvieron tanta suerte como él, pues los hombres de Sila los alcanzaron al pie de la muralla y dieron muerte a muchos de ellos. Sobre todo samnitas, de los que no se molestaron en tomar ni un solo prisionero vivo. No sería la última vez que Sila actuaría con extrema dureza contra ellos.

Sila dejó a uno de sus oficiales, Lucrecio Ofela, encargado de asediar Preneste, una plaza que sabía que tardaría mucho en caer. Sin embargo, un mensajero de Mario logró burlar el cerco de Ofela. Cuando llegó a Roma, el emisario le entregó al pretor urbano, Bruto Damasipo, las instrucciones del joven cónsul, que se resumían en matar a todos los sospechosos de congeniar con Sila.

La manera de ejecutar a aquellos hombres demostró que desde hacía tiempo en Roma ya no se respetaba ninguna norma: el suegro de Pompeyo fue asesinado directamente en el senado, mientras que el
pontifex maximus
Quinto Escévola y Domicio Ahenobarbo, cónsul en el año 94, murieron mientras intentaban escapar. Como ulterior ultraje, sus verdugos arrojaron sus cadáveres al río Tíber.

Si lo que quería Mario era que aquellas muertes reforzaran el espíritu de resistencia de Roma, no lo consiguió. Cuando se supo que Sila se acercaba, todos los defensores pusieron pies en polvorosa y los habitantes abrieron las puertas de la urbe.

Sila acampó en el Campo de Marte, sin entrar todavía en el recinto sagrado del
pomerium
. Al menos en eso estaba respetando las normas que él mismo se había saltado en su primera marcha contra Roma. Aprovechó su estancia para confiscar las propiedades de sus enemigos, venderlas y hacer caja, que buena falta le hacía. También convocó una asamblea y declaró ante los ciudadanos que asistieron que lamentaba mucho lo que estaba ocurriendo, pero que todo acabaría pronto. Luego dejó una guarnición y se dirigió hacia la ciudad de Clusio, en territorio etrusco.

Allí libró una batalla contra Carbón que concluyó en tablas. A cambio, Pompeyo y Craso cosecharon varias victorias más al sur. La más importante la consiguió Pompeyo. Carbón había enviado ocho legiones para romper el cerco de Preneste y liberar a su colega Mario, pero Pompeyo les tendió una emboscada en un desfiladero. Los supervivientes quedaron aislados en una colina y poco después abandonaron las armas y se dispersaron por pequeñas unidades, salvo una legión que desertó entera y se dirigió a Arimino.

La batalla de la puerta Colina

T
odo parecía ir viento en popa para Sila. Pero la situación aún se le complicaría. Cuando los samnitas se enteraron del destino que habían sufrido sus compatriotas bajo las murallas de Preneste, la indignación prendió como pólvora por la región del Samnio y se contagió a sus vecinos del sur, los lucanos. El general Poncio Telesino reclutó una fuerza de setenta mil hombres y se dirigió hacia Preneste, dispuesto a liberar la fortaleza.

Al comprender la magnitud de la amenaza, Sila se olvidó de Carbón y se apresuró a marchar a Preneste. Llegó a tiempo para tomar una posición estratégica entre las estribaciones de los Apeninos y los montes Albanos. Desde aquellas alturas dominaba el acceso a la fortaleza, gracias a lo cual pudo impedir el paso al enemigo. Su localización era tan ventajosa que también bloqueó el avance de dos legiones más que acudieron desde el norte como refuerzo, enviadas por Carbón.

Aquello fue demasiado ya para el cónsul, que acababa de enterarse de que también había perdido la Galia Cisalpina. Desmoralizado, Carbón decidió marcharse de Italia y huir a África para continuar allí la lucha. Abandonados y derrotados de nuevo por Pompeyo, los restos de su ejército en Clusio abandonaron las armas y regresaron a sus lugares de origen.

Entretanto, los jefes del ejército samnita y lucano, viendo que era imposible acercarse a Preneste para liberarla, decidieron atacar directamente Roma. Era una forma de sacar a Sila de la posición inexpugnable donde se había hecho fuerte, y si las cosas salían bien, podrían saquear la ciudad y obtener un jugoso botín.

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