Tras una rápida marcha, las tropas de Telesino, a las que se habían sumado los refuerzos enviados por Carbón, llegaron a las inmediaciones de Roma el día 1 de noviembre del año 82 y se detuvieron a poco más de un kilómetro de la puerta Colina. Recordando el espíritu de las monedas acuñadas durante la Guerra Social donde el toro samnita corneaba a la loba romana, Telesino arengó a sus hombres: «¡Ha llegado el último día para los romanos! ¡Nunca acabaremos con estos lobos que roban la libertad de Italia si no destruimos el bosque donde se cobijan!».
Así lo cuenta el historiador Veleyo Patérculo (2.27). Algunos autores ponen en duda que Telesino y los samnitas pretendieran realmente destruir Roma, ya que se habían aliado con un bando que era también romano, el de Carbón y Mario el Joven. Pero, conociendo el rencor que reinaba desde hacía generaciones entre romanos y samnitas, era seguro que si estos entraban en la urbe nada podría evitar que asesinaran, violaran, incendiaran y saquearan hasta saciar el odio acumulado durante siglos.
No obstante, por el momento, el ejército atacante se quedó a las afueras, aunque la ciudad no se hallaba bien defendida. Era comprensible: si Telesino y los demás generales daban rienda suelta a sus hombres y Sila aparecía por su retaguardia sorprendiéndolos en plena orgía de destrucción, no habría manera de reorganizar las filas para plantar batalla. Lo que pretendían para empezar era sacar a Sila de aquella guarida montañosa donde se había hecho fuerte. Después, una vez lo hubieran derrotado, ya tendrían tiempo de entregarse al saqueo.
En la ciudad cundió el pánico, como cabía esperar, y las calles se llenaron de gritos de alarma y llantos de terror. Una pequeña tropa de jinetes salió por la puerta para combatir al enemigo, pero fue rápidamente desbaratada.
En cuanto Sila comprendió el peligro en que se hallaba Roma, envió por delante un escuadrón de caballería formado por setecientos jinetes. Cuando estos llegaron junto a la muralla, se detuvieron el tiempo justo para limpiar el sudor de sus caballos y se dispusieron a combatir.
Ante tantos enemigos la suya era una misión desesperada, pero poco después de mediodía apareció el grueso del ejército silano, que venía a marchas forzadas desde el este. Sin perder tiempo, Sila se apostó delante de la puerta Colina listo para luchar. Dos de sus oficiales, Dolabela y Torcuato, trataron de disuadirlo. Argumentaron que los hombres estaban cansados y que además no iban a pelear contra soldados novatos y dispuestos a desertar al primer contratiempo: aquellos eran samnitas y lucanos, unos guerreros duros de roer que además aborrecían a los romanos.
Sila no les hizo caso. Aunque ya habían pasado cuatro horas del mediodía y se acercaba la noche, ordenó a las trompetas dar la orden de cargar contra el enemigo.
Como solía ocurrir cuando había tantas tropas implicadas, la batalla se dividió en dos. Por la parte derecha, Craso logró hacer retroceder a los enemigos. Pero el ala izquierda, que se enfrentaba con las mejores tropas del adversario, empezó a ceder. Comprendiendo que era su flanco más débil, el propio Sila combatió allí y cabalgó entre sus hombres exhortándolos a luchar. Dos enemigos lo reconocieron y le arrojaron sus lanzas. El palafrenero de Sila se dio cuenta y azotó las ancas del caballo, lo que hizo que el corcel diera un brinco adelante; ambos venablos rozaron su cola y se clavaron en el suelo.
La situación era tan grave que Sila lo vio todo perdido. Para acicatear a sus hombres en aquel trance y conseguir el favor de los dioses, sacó de debajo de su ropa una estatuilla de oro que había confiscado en Delfos y besándola rogó: «Oh, Apolo Pítico, que en tantas batallas has llevado a la grandeza y la gloria a Cornelio Sila el Afortunado, ¿vas a derribarlo ahora aquí, ante las puertas de su patria, para que perezca vergonzosamente junto con sus conciudadanos?».
Sin embargo, ni sus plegarias sirvieron para detener la huida de sus hombres. Muchos se refugiaron en el campamento, mientras que otros corrieron hacia la puerta Colina para protegerse tras la muralla. Los guardias que custodiaban esta, hombres ya veteranos, comprendieron que el enemigo podía entrar en Roma y accionaron el mecanismo que bajaba la puerta. El rastrillo, al caer, aplastó a bastantes soldados. Los demás, comprendiendo que no les quedaba otro remedio que reanudar la lucha o morir cazados como conejos contra la muralla, tomaron las armas de nuevo e hicieron cara al enemigo.
La pelea se prolongó durante toda la noche, y poco a poco los hombres de Sila consiguieron invertir el rumbo de la batalla. Espoleados por la desesperación, combatieron con tal fiereza que hicieron retroceder a los samnitas y los persiguieron hasta su campamento, que tomaron al asalto. Allí se encontró después el cadáver del general samnita Telesino. Otros jefes enemigos como Censorino o Carrinas lograron escapar.
En las últimas horas de la noche, Sila recibió un mensaje de Craso con buenas noticias: había derrotado por completo a los enemigos y los había perseguido hasta Antemnas, una aldea situada tres kilómetros al norte de Roma, donde el río Anio se une al Tíber.
Al amanecer del 2 de noviembre, Sila se dirigió a Antemnas. Un emisario salió de la aldea para negociar en nombre de un grupo de enemigos encerrados en la población. Sila prometió perdonarles la vida si entregaban al resto de la guarnición.
Aquellos hombres, que eran tres mil, obedecieron y mataron a sus compañeros. Después salieron de Antemnas, arrojaron las armas y se entregaron. Sila ordenó que los llevaran junto con los demás prisioneros al Campo de Marte y los encerraran en la Villa Pública, el lugar donde se alojaban los huéspedes distinguidos de la ciudad.
En total, los hombres de Sila reunieron a seis mil cautivos, muchos de los cuales eran samnitas. Más tarde, el procónsul convocó una reunión del senado en el templo de Belona, que estaba situado a poca distancia de la Villa Pública. Mientras se dirigía a los padres conscriptos para informarles sobre el resultado de la campaña contra Mitrídates, sus soldados empezaron a ejecutar a los prisioneros. Los gritos de agonía y terror de miles de hombres muriendo llegaron a oídos de los senadores. Sila siguió hablando un rato como si nada. Luego, al advertir que sus oyentes palidecían —un efecto que sin duda había previsto—, les ordenó que no se distrajeran y que atendieran sus palabras. «No tenéis por qué preocuparos por lo que estáis oyendo. Lo único que ocurre es que mis soldados están castigando a unos cuantos criminales en las inmediaciones».
Aquella fue la primera pista de que el simpático y encantador Sila, el hombre que se corría juergas con actores y cortesanas y escribía divertidas farsas, escondía en su interior un corazón implacable. Dejar rienda suelta a sus hombres durante unas horas al tomar Atenas entraba dentro de lo habitual al asaltar una ciudad enemiga: Escipión Africano y su nieto Emiliano lo habían hecho en el pasado. Pero aquella ejecución a sangre fría, traicionando la palabra que había dado a los cautivos de Antemnas y planeándolo todo para que los gritos llegaran a oídos de los senadores, demostró que Sila era capaz de una crueldad inhumana.
Después de esto, Sila se dirigió hacia Preneste, donde ya había enviado por delante las cabezas decapitadas de varios cabecillas enemigos. Cuando su oficial Afela las exhibió bajo las murallas, los defensores comprendieron que toda resistencia era fútil y se rindieron.
Mario el Joven intentó huir por los túneles de drenaje que llevaban a las afueras de la ciudad. Pero sus enemigos habían previsto ese movimiento y tenían vigiladas las salidas. Desesperado, Mario y su acompañante de fuga, el hermano pequeño de Telesino, se dieron muerte con sus espadas. La cabeza de Mario, cortada, acabó exhibida en la Rostra del Foro, donde Sila se burló de él con un verso de Aristófanes: «Aprende primero a empuñar el remo antes de manejar el timón».
En Preneste los hombres de Sila hicieron doce mil prisioneros. Cuando llegó el procónsul, perdonó a unos cuantos que le eran útiles y organizó a los demás en tres grupos: romanos, samnitas y prenestinos. A los primeros les dejó vivir, no sin recordarles que merecían la muerte, y a los samnitas y los prenestinos los hizo ejecutar. Al menos las mujeres y los niños que estaban en la ciudad pudieron irse con vida.
Poco a poco, enclaves enemigos como Norba y Capua fueron cayendo en poder de Sila. Nola se rindió en el año 80 y la fortaleza etrusca de Volaterrae en el 79. Pero fuera de Italia se mantuvieron diversos focos: en Hispania, en el norte de África y en Sicilia.
Sila encargó a Metelo Pío que acabara con la resistencia de Sertorio. A Pompeyo lo envió con título de procónsul para que se encargara de Papirio Carbón y sojuzgara Sicilia y África. Pero antes de eso todavía corrió mucha sangre en la ciudad.
L
a victoria de Sila en la puerta Colina supuso el pistoletazo de salida para una auténtica orgía de muerte que afectó a Roma y a toda Italia. Puesto que el vencedor consideraba que sus adversarios lo eran también de la República, cualquiera que hubiese estado en su contra se convertía automáticamente en enemigo público y se le podía dar caza impunemente.
Sila había advertido al senado de que pensaba vengarse por lo que le habían hecho —confiscarle sus propiedades, quemar sus casas, declararlo fuera de la ley—. Quienes temían que, llevado por su rencor, pudiera cometer tantas atrocidades como Mario cuando entró en Roma con sus bardieos se quedaron cortos. El ansia de venganza de Sila llegaba hasta tal punto que ordenó desenterrar el cadáver de Cayo Mario y arrojarlo al río Anio. No contento con eso, hizo asimismo que derribaran los trofeos y monumentos que conmemoraban las victorias de Mario en la guerra de Yugurta y las campañas contra los cimbrios y teutones. Igual que tantos gobernantes han hecho a lo largo del tiempo y siguen haciendo, Sila quería borrar de la memoria a su adversario y reescribir la historia a su manera.
Todo ello resultaba más chocante y estremecedor porque hasta entonces Sila no se había mostrado especialmente cruel: desde que desembarcó en Brindisi, había acogido a todos aquellos que quisieron pasarse a sus filas, aunque en el pasado hubieran sido adversarios políticos suyos. Como ya se contó, al apresar al cónsul Escipión y a su hijo no solo no les hizo daño ninguno, sino que incluso los dejó en libertad. Pero o bien llevaba todo ese tiempo frotándose las manos y pensando en el momento en que podría quitarse la careta y emprender una venganza que no se olvidaría durante siglos, o bien algo se había roto dentro de él durante el terrible trance de la batalla de la puerta Colina.
Como suele ocurrir en situaciones similares, muchos de los seguidores de Sila aprovecharon para ajustarles las cuentas a enemigos con los que mantenían rencillas personales, aunque no tuviesen nada que ver con la política. La situación se descontroló hasta tal punto que en una reunión del senado uno de sus miembros más jóvenes, Cayo Metelo, preguntó a Sila si pensaba poner fin a esa masacre. «No te pedimos que se libren de castigo aquellos a los que has decidido matar. Tan solo queremos que aquellos a los que piensas perdonar salgan de esta incertidumbre».
La respuesta de Sila hizo que todos los presentes notaran cómo un sudor frío resbalaba por sus espaldas: «Todavía no he decidido a quiénes voy a perdonar la vida». «Está bien —repuso Metelo—. Al menos haznos saber a quiénes vas a castigar». «Eso sí puedo hacerlo», contestó Sila.
Al día siguiente se publicó la primera de las tristemente célebres «proscripciones», una lista con ochenta nombres, entre los cuales se encontraban los cónsules de los años 83 y 82.
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Copias de esa lista se repartieron por toda Italia. Los que aparecían en ella eran declarados enemigos de la República, por lo que cualquier ciudadano de bien podía matarlos con toda impunidad. Quienquiera que trajese la cabeza de un proscrito para demostrar que le había dado muerte recibiría por ella dos talentos; esto es, cuarenta y ocho mil sestercios. Quien, por el contrario, cobijase en su casa a uno de los proscritos sería condenado a muerte.
Aquello desató una cacería humana, pero el terror no había hecho más que empezar. Al día siguiente, Sila hizo publicar una lista con doscientos veinte nombres más, y un día después una tercera con otros tantos. La cosa no se iba a detener ahí: en un discurso público comunicó que estaba proscribiendo a todos aquellos enemigos de los que se acordaba; pero que, si ahora le fallaba la memoria, seguro que luego recordaría más nombres.
Toda seguridad jurídica había desaparecido. Por favorecer a sus amigos, Sila permitía que se inscribieran nuevos nombres en las listas, a veces con el puro fin de enriquecerse. Pues no le bastaba con matar a sus enemigos: también les confiscaba sus bienes, y se prohibía a sus hijos e incluso a sus nietos que desempeñaran cargos públicos en el futuro.
La cifra de represaliados pasó de los cientos a los miles. Muchos no fueron ejecutados porque tuvieran enemistades políticas, sino porque poseían propiedades demasiado golosas para sus asesinos, que incluso comentaban entre ellos con toda desfachatez: «A este lo ha matado su enorme mansión, a este otro su jardín y a aquel de allá sus termas». Plutarco cuenta el caso de un hombre llamado Quinto Aurelio que nunca se metía en ningún lío, y que cuando fue al Foro y encontró su nombre apuntado en la última lista exclamó: «¡Ay de mí! Mi finca en Alba me ha matado». Antes de que pudiera alejarse demasiado, un tipo que le había seguido los pasos lo asesinó (
Sila
, 31).
En esos días se amasaron fortunas, porque las propiedades confiscadas se subastaban luego a precios ridículos para que las compraran amigos y partidarios de Sila (aunque las arcas públicas, que estaban casi vacías, también se beneficiaron). Por ejemplo, un liberto de Sila llamado Crisógono compró por ocho mil sestercios los bienes de Sexto Roscio, que estaban tasados en seis millones. Otro de los seguidores de Sila que se enriqueció así fue Marco Licinio Craso, que en Brutio hizo proscribir por su cuenta y riesgo a un hombre para apoderarse de su patrimonio. Curiosamente, entre los amigos beneficiados se hallaban también los viejos compañeros de juerga de Sila, los actores y cómicos, cuya alegre compañía seguía frecuentando en aquellos meses sombríos.
Uno de los casos más comentados fue el de Sergio Catilina, que tiempo antes había asesinado a su cuñado Quinto Cecilio y que consiguió que Sila incluyera a posteriori el nombre del muerto en las proscripciones con el fin de obtener impunidad. Después, para devolver el favor a Sila, torturó y mató a Mario Gratidino, sobrino de Cayo Mario, y le llevó su cabeza, por la que obtuvo su debida recompensa.
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Y, en fin, otro que estuvo a punto de perder la vida en este baño de sangre fue el mismísimo Julio César, pero esa es una historia que explicaremos en su momento.