Las listas de proscripciones siguieron publicándose hasta el 1 de junio del año 81, fecha que Sila había puesto como límite. En aquel día, todos aquellos que se habían salvado respiraron con alivio. Según ciertas fuentes, murieron cuatro mil setecientas personas, entre ellas noventa senadores y dos mil seiscientos équites (una desproporción que se debe a que había muchos menos miembros del orden senatorial). Expertos como Arthur Keaveney, autor de una biografía sobre Sila, rebajan la cifra a mil o dos mil, todos pertenecientes a las clases altas. En cualquier caso, las proscripciones quedaron como una mancha imborrable en el recuerdo de Sila.
D
urante un breve tiempo tras su victoria en la puerta Colina, Sila mantuvo el cargo de procónsul. En noviembre del año 82, el senado decretó que todos sus actos como cónsul primero y como procónsul después quedaban ratificados. También se le concedió un honor poco usual: una estatua suya bañada en oro que lo representaba montado a caballo. Se hallaba en el Foro, delante de la Rostra de los oradores, y no muy lejos de otra imagen ecuestre de Marco Furio Camilo, el «segundo fundador de Roma». (Por supuesto, las estatuas de Mario, «el tercer fundador», habían desaparecido).
En la estatua de Sila una inscripción rezaba
Cornelio Sullae Imperatori Felici
, pues por voluntad suya el senado le otorgó el
cognomen
de
Felix
, «Feliz», certificando de forma oficial que era un hijo predilecto de la Fortuna. También en esa época adoptó el sobrenombre de Epafrodito, «el protegido de Afrodita».
Los honores estaban bien, pero Sila quería algo más: un poder institucional que le permitiera hacer las reformas políticas que llevaba tiempo meditando. Siguiendo sus instrucciones, el senado nombró un
interrex
, un cargo de origen muy antiguo al que se recurría cuando ambos cónsules morían o quedaban incapacitados. Así acababa de suceder ahora: Mario el Joven había perecido intentando huir de Preneste y Papiro Carbón ajusticiado por Pompeyo en Sicilia.
El elegido como
interrex
en este caso fue Lucio Flaco, que poseía un gran prestigio por ser el
princeps senatus
y gozaba de las simpatías de Sila por haber intentado mediar con él antes de la guerra civil. Pero en lugar de designar nuevos cónsules, como se hacía en otras ocasiones, el
interrex
nombró a Sila dictador.
El dictador era un magistrado al que se concedían poderes extraordinarios en situaciones especiales. Su mandato duraba seis meses, un periodo durante el cual todos los demás cargos quedaban subordinados a él, cónsules inclusive. Externamente esto se manifestaba en que al dictador lo escoltaban veinticuatro lictores, tantos como a ambos cónsules juntos.
Los últimos dictadores databan de finales del siglo
III
. En general, se había recurrido a ellos
comitiorum habendorum causa
, esto es, para poder convocar las elecciones. A veces el motivo podía sonar más exótico para nuestros oídos, como los dictadores
clavi figendi causa
, nombrados «para clavar un clavo», ritual religioso que servía para aplacar a los dioses y alejar una pestilencia de la ciudad, tal como se había hecho en varias ocasiones entre los años 363 y 263.
El carácter de la dictadura de Sila era distinto, único en la historia de Roma. Su nombramiento se hizo
legibus scribundis et rei publicae constituendae
, lo que significa «para dictar leyes y poner en orden la República». Una tarea ingente para la que no se le puso límite temporal: su dictadura era indefinida. Con el fin de que nadie obstaculizara a su labor, se le confirieron atribuciones casi ilimitadas. Todos sus decretos se convertirían automáticamente en leyes —otra cosa era que él decidiera refrendarlos ante la asamblea—. Tendría poder de condenar a muerte y confiscar propiedades —poder que llevaba ejerciendo un tiempo, dicho sea de paso—, y también la potestad de declarar la guerra o la paz, de fundar colonias y de destruir ciudades.
Por tradición, cada dictador nombraba un lugarteniente denominado
magister equitum
o jefe de la caballería, título simbólico que desde hacía mucho tiempo no guardaba relación con el mando efectivo de tropas. Para ese puesto Sila confió de nuevo en Flaco, el
princeps senatus
.
Una vez nombrado dictador, Sila se puso manos a la obra enseguida. Un rasgo que llamaba la atención en este hombre al que tanto le gustaba divertirse de parranda con sus amigos de la farándula era su gran capacidad de trabajo. Recordando el comentario ya mencionado de Salustio, Sila no era alguien que procrastinara: «Si no tenía nada que hacer era un disoluto, pero nunca dejó que el placer lo retrasara a la hora de actuar» (
Yugurta,
95).
En más de una ocasión hemos comentado que la supuesta «constitución» romana consistía, como el derecho, en un complicado entramado de normas, leyes y costumbres que se habían ido acumulando con el tiempo y que a menudo se contradecían. Esas normas solían responder a necesidades concretas y eran fruto del momento, lo que ahora los políticos denominan «legislar en caliente» cuando lo hace alguien de la oposición.
En cambio, las reformas de Sila obedecían a una filosofía común y constituían un
corpus
completo y coherente, algo mucho más parecido a lo que entendemos por una constitución. Además, promulgó esas normas en un periodo muy reducido, lo que indica que ya las tenía pensadas desde hacía mucho tiempo como remedio para los males de los que, según su diagnóstico, adolecía la República. De hecho, algunas de ellas las había intentado introducir durante su primer consulado.
¿Cuál era el espíritu que animaba las leyes de Sila? Si nos atenemos a nuestro concepto de dictador, podríamos pensar que intentaba legitimar su asalto al poder para quedarse en él de por vida y crear una especie de monarquía. Pero no era así. Él había vivido desde niño las convulsiones políticas que sucedieron al tribunado de Tiberio Graco, y quería ponerles fin para regresar a un pasado que, a su entender y al de tantos, había sido mucho mejor.
¿Qué había cambiado en los últimos tiempos? Que el senado había perdido poder y prestigio, en buena parte por culpa de políticos que pertenecían a sus propias filas, pero que habían decidido que resultaba más fácil triunfar recurriendo a las asambleas del pueblo que tratando de convencer a sus iguales en la Curia.
Así pues, lo primero que hizo Sila fue devolver todo el poder posible al senado. Para empezar, quería recuperar el monopolio de la justicia, de tal manera que los senadores juzgasen a los senadores.
Sila mantuvo los tribunales permanentes que ya existían, y les añadió otros especializados en casos de falsificación, asesinato y envenenamiento, injurias o desfalco. Para que cada uno estuviera presidido por un pretor tuvo que aumentar el número de estos magistrados a ocho. Pero, sobre todo, necesitaba más senadores. Las guerras constantes habían dejado muchos escaños vacíos, y para colmo, él mismo había eliminado a noventa miembros de la cámara con sus proscripciones.
¿De dónde sacó a los nuevos senadores? Muchos de ellos provenían de las filas del ejército, tal como había ocurrido después del desastre de Cannas. Aquellos que se habían destacado en acciones bélicas, conseguido altas condecoraciones o despojos del enemigo entraron en la cámara rellenando las vacantes. Según Salustio, este meteórico ascenso de soldados a senadores fue la causa de que en años venideros muchos jóvenes ambiciosos buscaran provocar grandes conflictos civiles para progresar con tanta rapidez como aquellos a los que ahora veían sentados en la Curia.
De esta manera, Sila completó los trescientos escaños del senado. Aun así, con eso no bastaba para la gran cámara que tenía en mente. Por eso eligió a trescientos miembros más que procedían del orden ecuestre; no solo de Roma, sino también de muchos otros municipios de Italia. Además, todos los cuestores se convirtieron a partir de ese momento automáticamente en senadores, con lo que cada año entraban veinte miembros nuevos aportando sangre joven a la cámara.
El aumento de cuestores a veinte y de pretores a ocho era una nueva adaptación a los tiempos. Sila había comprobado en persona que la administración del imperio se hacía cada vez más compleja y quería que, en lo posible, dependiera del senado y de los magistrados que pertenecían al orden senatorial, por lo que tuvo que aumentar su número.
El dictador también reglamentó las edades mínimas para las magistraturas y los intervalos entre cada una de ellas. En realidad, lo que hizo fue revivir leyes anteriores, como la
Villia Annalis
, que en los últimos tiempos se saltaba a la torera demasiado a menudo, tal como había ocurrido con los cinco consulados consecutivos de Mario o los cuatro de Cinna. Según las normas establecidas por Sila, a partir de entonces, la edad mínima sería de treinta años para los cuestores, treinta y seis para los ediles curules, treinta y nueve para los pretores y cuarenta y dos para los cónsules. Una misma persona podía ser cónsul dos veces, pero a condición de que respetara un lapso de diez años entre ambas magistraturas.
Esta regulación del
cursus honorum
afectó también a los cargos provinciales. Ahora, en lugar de asignar provincias a los cónsules y a los pretores, todos desempeñarían su cargo en Roma. Al terminar su mandato se convertirían en procónsules o propretores y se les asignarían provincias. A los procónsules les corresponderían las mayores o aquellas donde se producían más conflictos militares y, por tanto, hacían falta más legiones. En cambio, los propretores se encargarían de gobernar provincias más pequeñas y pacificadas.
Todos los gobernadores tenían prohibido rebasar las fronteras de su provincia si no se lo autorizaba el senado, por lo que ya no podrían organizar guerras fuera de su territorio para sacar provecho personal como tantas veces se había hecho. Si alguien actuaba así, sería culpable de traición, del mismo modo que lo sería cualquier gobernador que tardara más de treinta días en abandonar su provincia tras ser relevado del mando.
La paradoja salta a la vista: con estas leyes, Sila intentaba impedir que alguien imitara su propio ejemplo cuando marchó contra Roma en el año 88 primero y después en el 83. Si algo parece intuirse con cierta claridad en su compleja y contradictoria personalidad, es que se consideraba por encima de los demás. No tanto por pura soberbia cuanto porque estaba convencido de que él era el único lo bastante clarividente para saber lo que de verdad le convenía a Roma.
En cierto modo, Sila creía que sus iguales no eran los demás senadores, sino la República en su conjunto. Al encontrarse en paralelo a ella y a su mismo nivel, no podía estar al mismo tiempo dentro, por lo que las normas que afectaban a los demás no tenían por qué servir para él. Por decirlo en las palabras del cura del chiste: «Haced lo que yo diga, no lo que yo haga».
Dentro de las magistraturas no hemos mencionado a los tribunos de la plebe. ¿Qué pasó con ellos? Para Sila, eran el principal origen de los males de la República. Tribunos habían sido los grandes aliados del odiado Mario, como Saturnino y, sobre todo, Sulpicio, que le había arrebatado el mando del ejército de Asia convirtiéndolo en un enemigo público y obligándole así a marchar contra Roma.
Sila no abolió el tribunado, pero sí metió la tijera a sus atribuciones con el fin de «domesticar» de nuevo la institución. De ahora en adelante, se prohibía a los tribunos promulgar leyes nuevas presentándolas directamente ante la asamblea: previamente tendrían que someterlas a debate ante los senadores y conseguir su aprobación. Por supuesto, los tribunos ya no podían convocar sesiones del senado por su cuenta.
Con esa medida, la mecha de los tribunos, que tantos estallidos había provocado, se convertía en pólvora mojada. Así y todo, Sila no se conformó con eso. El puesto de tribuno había servido en los últimos tiempos como atajo para que muchos aristócratas ambiciosos emprendieran su carrera política de una manera más rápida, usando un camino paralelo para ascender mediante la aprobación del pueblo y no la del resto de la élite senatorial.
A partir de ahora, quien fuera elegido tribuno de la plebe ya no podría desempeñar ninguna otra magistratura durante el resto de su vida. Eso significaba que el tribunado se convertía en una estación de fin de trayecto y no de principio. La consecuencia lógica era que los individuos con aspiraciones elevadas dejarían de presentarse a un cargo que cercenaría sus futuras carreras, y el colegio de tribunos se convertiría en un pequeño rebaño fácil de manipular.
Aunque quizá se le pasó por la cabeza, Sila no se atrevió a abolir la institución en sí. Lo que hizo fue retrasar las manecillas del reloj de la historia, poniendo a los tribunos prácticamente en la hora cero con las mismas atribuciones que tenían cuando se fundó el cargo en el siglo
V
. Sus personas seguían siendo inviolables y mantenían su derecho de veto contra las actuaciones de otros magistrados, pero no en cualquier circunstancia, sino tan solo para proteger los derechos de ciudadanos individuales.
Debemos mencionar una medida que produjo más resultados materiales que cualquier otra. Sila necesitaba buscar acomodo a sus veteranos; no solo a los que se había llevado a Grecia, sino a los que se habían pasado a su bando y los ejércitos que habían servido con legados y oficiales como Craso o Metelo. Según Apiano, en total eran veintitrés legiones, más de cien mil veteranos a los que repartir tierras. ¿De dónde iba a sacarlas Sila?
Muchas habían quedado abandonadas por culpa de las guerras constantes, pero no eran suficientes. Aquí Sila de nuevo recurrió a su sistema de premios y castigos. Las comunidades itálicas que habían abrazado su causa desde el principio, como Apulia, Calabria o el Piceno —este último gracias a la influencia que ejercía allí Pompeyo— no sufrieron represalia ninguna. Pero en las que se habían opuesto a él, como Campania, el Lacio, Umbría y Etruria, se produjeron confiscaciones de tierras en masa para entregárselas a los veteranos.
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Los castigos afectaron a ciudades enteras, como Nola o Pompeya, que vieron cómo su estatus respecto a Roma se rebajaba.
La idea de aquel masivo reparto era crear estabilidad social y de paso tener repartida por toda Italia una enorme reserva de veteranos en deuda con Sila y leales a él. No obstante, las cosas no acabaron de funcionar como él quería. Las parcelas que se entregaban a los soldados licenciados seguían perteneciendo al Estado y, por tanto, no estaba permitido venderlas. A pesar de todo, en la práctica, muchos se deshacían de ellas por motivos diversos. Algunos necesitaban invertir un dinero que no tenían para recuperar terrenos abandonados. A otros los habían timado en el reparto entregándoles una ciénaga o un pedregal y se desembarazaban de su terreno. Había quienes, simplemente, se habían acostumbrado a las ventajas de la vida militar y no les apetecía trabajar de sol a sol en el campo doblando el espinazo. Quienes compraban todas esas tierras se convertían poco a poco en grandes propietarios, si es que no lo eran ya antes.