Sila había comprendido que mientras las tropas de Mitrídates dominaran el mar no tendría nada que hacer: ni podía asegurar sus vías de comunicación y suministro, ni le era posible asaltar el Pireo ni, por supuesto, reconquistar las islas del Egeo o pasar a Asia Menor.
Rodas sufría sus propias dificultades y no podía enviar barcos, de modo que Sila decidió mandar a uno de sus legados, Lúculo, en una arriesgada misión para reunir naves. Lúculo, que más tarde destacaría como general en aquellas mismas tierras, partió con una flotilla compuesta por seis naves ligeras griegas. Cambiando de barcos de cuando en cuando para no ser descubierto, llegó primero a Creta, y después viajó a Cirene y Alejandría.
L
legó el invierno del año 87, y con él malas noticias de Roma. Como era de esperar, Cinna se había dedicado a desmantelar todo lo que Sila había intentado construir. Para empezar, repartió por las treinta y cinco tribus a los nuevos ciudadanos itálicos tal como había propuesto el difunto Sulpicio.
La violencia regresó a las calles, en esta ocasión entre los partidarios de ambos cónsules, Octavio y Cinna. Tras varios combates callejeros y mucho derramamiento de sangre, Cinna se vio obligado a huir de la ciudad. El senado lo declaró enemigo del Estado y nombró cónsul a Lucio Cornelio Mérula, el
flamen dialis
o sacerdote principal de Júpiter.
Cinna se dirigió a Campania, donde Apio Claudio seguía al mando de la legión que había dejado Sila para tomar Nola. Por el camino se le unió Quinto Sertorio, antiguo legado de Mario y uno de los militares más dotados de su tiempo. Cuando ambos llegaron a Nola, los hombres de Apio Claudio se pasaron en masa a su bando. Como cónsul depuesto, Cinna imitó a Sila y marchó contra Roma con un ejército que se fue engrosando por el camino gracias a miles de voluntarios que se sumaban a sus filas, muchos de ellos antiguos aliados itálicos y ahora nuevos ciudadanos a los que sus medidas favorecían.
Al mismo tiempo, un viejo conocido apareció en liza. Al enterarse de lo que estaba ocurriendo en Italia, Mario y sus seguidores abandonaron su retiro en África y desembarcaron en tierras etruscas. Allí, Mario ofreció la libertad a todos los esclavos que abrazaran su causa y emprendió el camino hacia Roma, que ahora se veía amenazada simultáneamente desde el norte y desde el sur. El antiguo salvador de la República, lleno de un odio salvaje por sus enemigos, llevaba ropas raídas y no se había cortado el cabello ni la barba desde que lo expulsaron de Roma, lo que le confería un aspecto aterrador.
Cinna y Mario se aliaron de nuevo, pero Mario demostró enseguida que las operaciones militares corrían a su cargo. Tras tomar Ostia y apoderarse de las naves cargadas de grano, avanzó hasta el Janículo, el monte que dominaba la margen oeste del Tíber, y asedió Roma. El hambre obligó a los sitiados a capitular, y enviaron una delegación a Cinna y a Mario proponiéndoles abrirles las puertas siempre que mostraran clemencia con los ciudadanos.
Cinna pareció aceptar, pero no sirvió de gran cosa. La entrada de ambos en la ciudad se convirtió en un baño de sangre. Durante cinco días y cinco noches, los invasores dieron rienda suelta a su furia y saquearon la ciudad, dando muerte a los enemigos de Mario y de Cinna. Al cónsul Octavio, que se había negado a abandonar la ciudad, le cortaron la cabeza y se la llevaron a Cinna. Este la clavó a la Rostra, el estrado de los oradores en pleno Foro, una bárbara costumbre que se repetiría desde entonces en varias ocasiones.
No fue Octavio el único noble romano que encontró la muerte. También cayeron el célebre orador Marco Antonio, Publio Craso y Lucio César, todos ellos excónsules. Mario no respetó tan siquiera a su colega en el mando en la batalla de Vercelas, Lutacio Catulo, quien al saber que le esperaba la muerte llenó una habitación de carbones encendidos, cerró las ventanas y murió asfixiado por los gases. Sila se salvó porque estaba en Grecia, pero se le declaró enemigo público, sus propiedades fueron confiscadas y los seguidores de Mario incendiaron su casa. A esas alturas, su esposa Metela había huido ya de la ciudad con sus dos hijos.
Los desmanes más terribles los cometían los llamados «bardieos», esclavos liberados que servían como guardaespaldas de Mario y que asesinaban obedeciendo sus órdenes o, a veces, un simple cabeceo de su barbilla. Pero sus tropelías no se limitaban a esto, sino que entraban a asaltar casas, asesinaban a los hombres y violaban a sus mujeres delante de sus hijos. Finalmente, el propio Cinna decidió tomar cartas en el asunto y mandó a Sertorio con tropas que sorprendieron a los bardieos durmiendo en el campamento y acabaron con aquella plaga.
En cuanto a Mario, estaba decidido a cumplir la profecía y convertirse en cónsul por séptima vez, de modo que se hizo elegir con Cinna como colega. A estas alturas, la mente del vencedor de los cimbrios se había desquiciado; quién sabe si por las privaciones sufridas durante su huida, por el odio, por la edad o por una mezcla de todo. Según Plutarco, empezó a sufrir pesadillas y terrores nocturnos, y pensando en que Sila pudiera regresar oía en sus sueños un hexámetro que repetía: «Temible es la guarida del león aunque esté ausente» (
Mario
, 45).
El miedo y la obsesión le impedían dormir bien, de modo que bebía y se emborrachaba en juergas poco apropiadas para un septuagenario; algo de lo que dio testimonio el gran filósofo y científico Posidonio, que a la sazón visitaba Roma y se entrevistó con él.
Durante uno de esos banquetes, Mario se dedicó a repasar su vida delante de sus amigos. Tras reflexionar sobre las grandes mudanzas que había sufrido su fortuna, les dijo que no le parecía sabio confiar por más tiempo en la suerte. Después se metió en cama para no levantarse más, y murió siete días más tarde. El término que utiliza Plutarco para su enfermedad es «pleuritis», una inflamación de la pleura. Considerando su edad, los abusos cometidos y la prolongada inmovilidad en la cama, es muy verosímil que se le encharcaran los pulmones.
Un final triste para el hombre que había salvado a Roma. Si se hubiera retirado de la política después de su victoria en Vercelas, el veredicto de la historia sobre Cayo Mario habría sido mucho más positivo. Como político, no supo estar a la misma altura que como general. O no le dejaron: si sus colegas senadores lo hubieran respetado como tanto deseaba, si hubieran admitido que aquel
homo novus
se convirtiera en censor o incluso en
princeps senatus
, tal vez Mario se habría conformado con mantenerse en el honroso segundo plano de una vieja gloria y la República se habría ahorrado muchas vidas.
O no. Los posibles futuros del pasado son tan imprevisibles como nuestro propio porvenir.
E
n invierno del año 87, aunque era una época peligrosa para la navegación, Metela y sus dos hijos cruzaron el mar junto con otros partidarios de Sila para reunirse con él.
Para Sila debió de ser un momento muy amargo cuando supo que se había convertido en enemigo público, que su casa era un montón de escombros y cenizas y que muchos amigos y seguidores suyos habían sido asesinados. El doble asedio, además, se prolongaba, y para mantenerlo necesitaba unos fondos que Roma no le iba a enviar. No sería de extrañar que en las largas noches de invierno Sila se dedicara a rumiar su venganza.
Pero había asuntos más urgentes que atender. Decidido a acabar con Sila, Mitrídates envió desde Asia un gran ejército que atravesó Tracia y Macedonia para luego dirigirse hacia el sur. Por suerte para los romanos, su general, un hijo de Mitrídates llamado Ariarates, murió en Tesalia, y el ejército se demoró mientras se nombraba a su sustituto Taxiles.
Entretanto el cerco de Atenas empezaba a rendir sus frutos, aunque fuera en la siniestra forma de la hambruna. Si bien Arquelao se esforzaba por llevar provisiones a la ciudad desde el Pireo y en ocasiones lo conseguía, las tropas de Sila abortaban la mayoría de sus intentos. Pronto el escaso trigo que quedaba en Atenas empezó a venderse a precios desorbitados. Algunos hervían sus propios zapatos para comerse el cuero, otros intentaban sustentarse con los hierbajos que crecían en la Acrópolis y los más desesperados incluso cayeron en el canibalismo.
La gente empezó a murmurar contra Aristión. Este intentó negociar la paz, pero Sila se negó, sobre todo cuando los oradores de la comitiva pretendieron darle una lección de historia. De creer a Plutarco, había algo personal en el rechazo de Sila, ya que Aristión se dedicaba a lanzarle pullas desde las murallas, metiéndose con las manchas rojas que le salían en la cara y comparándolo con un pastel de harina salpicado de moras. Aunque no suene demasiado convincente como motivo, resulta un pasaje interesante por la descripción física de Sila.
A finales de febrero del año 86, a los romanos les llegó información de que había un punto débil en la muralla de Atenas, la zona del Heptacalcón, entre la puerta Sagrada y la del Pireo. Sin perder tiempo, el 1 de marzo Sila envió hombres con escalas mientras otros atacaban la muralla. Los defensores se hallaban tan debilitados por el hambre que apenas pudieron oponer resistencia.
Los romanos entraron con gran estruendo de trompetas y mataron y saquearon a su antojo hasta el punto de que, en un tono algo hiperbólico, Plutarco cuenta que por el barrio del Cerámico corrían ríos de sangre. Muchos atenienses se dieron muerte a sí mismos por temor a los romanos. No es de extrañar si conocían aquel pasaje de Polibio en que explicaba cómo los romanos, cuando tomaban una ciudad enemiga, despedazaban incluso a los perros.
Los indicios arqueológicos señalan que Atenas sufrió enormes daños en aquel asalto final. En el año 480 había conocido una gran destrucción material cuando la tomaron los persas; pero en aquella ocasión la ciudad se hallaba prácticamente desierta y únicamente murieron los testarudos defensores de la Acrópolis. Después, en 404, cuando se rindió tras un largo asedio, sus habitantes se salvaron de la matanza indiscriminada que proponían los tebanos y los corintios gracias a la generosidad de los espartanos, que alegaron que una ciudad que había combatido contra el invasor persa no merecía ser destruida.
Eso mismo salvó ahora a Atenas de una masacre peor. Cuando varios senadores y exiliados griegos rogaron a Sila que detuviera la carnicería, el procónsul contuvo a sus hombres y declaró que, en honor de los antiguos atenienses y de sus grandes gestas, perdonaba a los vivos a cuenta de los muertos. En cualquier caso, Atenas nunca se recuperó de aquel golpe ni volvió a actuar como estado independiente.
En cuanto a Aristión, él y unos cuantos seguidores se refugiaron en la ciudadela de la Acrópolis, que era prácticamente inexpugnable. Por si acaso, antes de subir, Aristión ordenó quemar el Odeón, un monumento de los tiempos de Pericles, con el fin de que los romanos no aprovecharan sus vigas para construir máquinas de asedio. Sila encargó a uno de sus oficiales, Curión, que cercara la Acrópolis, y se concentró a partir de ese momento en la segunda presa, el Pireo, mucho más difícil de conquistar y más importante estratégicamente.
Allí, en la muralla, se habían producido combates constantes que Apiano narra de una forma casi cinematográfica, basándose con toda probabilidad en las memorias de Sila. Cuando el terraplén llegó por fin a la altura del muro, los romanos llevaron encima las máquinas de asalto. Pero los defensores no se quedaron mirando mano sobre mano, sino que abrieron galerías por debajo de su propia muralla y se dedicaron a sacar tierra de debajo del terraplén enemigo.
El gran talud empezó a hundirse de repente. Los romanos, percatándose de lo que sucedía, retiraron las máquinas y rellenaron de nuevo el terraplén. Después imitaron a los enemigos y perforaron túneles hacia la muralla. Llegó un momento en que los hombres que excavaban por ambos bandos se encontraron bajo tierra. En aquellas galerías angostas y oscuras como toperas se libró un siniestro combate a punta de lanza y espada.
Entretanto, los romanos habían vuelto a acercar las máquinas y empezaron a batir las murallas con los arietes, hasta que un lienzo se desplomó. Por la brecha se colaron asaltantes que dispararon andanadas de proyectiles incendiarios contra la torre enemiga más cercana, al mismo tiempo que los soldados más valientes trepaban a las alturas con escalas. Pese a la enconada defensa de los soldados de Arquelao, la torre acabó ardiendo.
Bajo tierra, los hombres de Sila habían logrado minar parte de los cimientos de la muralla, que ahora se sostenía únicamente sobre vigas de madera atravesadas en el vacío. Los zapadores romanos llenaron los huecos con estopa, azufre y brea y prendieron fuego a la mezcla. La conflagración hizo que la pared se derrumbara en varios puntos, arrastrando en su caída a los hombres que combatían sobre ella. El estrépito asustó al resto de los defensores; temiendo que la parte de muro bajo sus pies pudiera colapsarse también, muchos de ellos abandonaron sus posiciones.
No obstante, al acercarse la noche, Sila comprobó que sus hombres se hallaban agotados y ordenó toque de retirada. Los defensores repararon los daños, y al día siguiente los romanos se encontraron ante un nuevo muro construido a modo de media luna. Aprovechando que el mortero estaba húmedo, decidieron atacarlo enseguida. Pero la forma cóncava de aquella especie de baluarte invertido permitía que los defensores concentraran sus disparos desde tres puntos a la vez sobre los soldados de Sila, por lo que estos tuvieron que retirarse.
Toda esta escena que Apiano narra como si hubiera ocurrido una sola vez debió de repetirse en más de una ocasión. Después, en marzo, la caída de Atenas permitió a los romanos redoblar sus esfuerzos contra el Pireo concentrando más recursos. Sila volvió a lanzar un asalto general, con andanadas de proyectiles que barrían los muros para obligar a los defensores a agazaparse o huir del adarve, mientras los arietes protegidos por manteletes golpeaban la pared sin cesar.
El entrante en forma de media luna, que seguía húmedo, fue el primero en caer. Pero cuando los romanos penetraron por la brecha, descubrieron que al otro lado se alzaba un segundo muro, y detrás de este aún más bastiones, de modo que tomarlos se convirtió en un trabajo interminable.
Sila, no obstante, estaba decidido a culminar aquel asalto y se multiplicó entre sus hombres, animándolos a insistir en la ofensiva. Arquelao, dándose cuenta de que aquella ofensiva era propia de locos —
maniode
la llama Apiano—, decidió abandonar su posición y se retiró con sus hombres a Muniquia, un reducto incluso más inexpugnable dentro del propio Pireo y que además estaba rodeado por mar, de modo que Sila no podía atacarlo.