Roma Invicta (73 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Quinto se multiplicaba animando a sus hombres, aunque en aquellos días se encontraba enfermo. Al mismo tiempo, no dejaba de enviar mensajeros para pedir ayuda a César. Pero todos eran interceptados, y los nervios los llevaban delante del campamento para matarlos entre torturas delante de sus compañeros y aterrorizar así a futuros emisarios. En un momento determinado, los caudillos nervios intentaron engañar al legado recurriendo a la misma argucia que Ambiórix, pero Quinto no picó el anzuelo y se negó a abandonar el campamento por muchos dioses que le pusieran por testigos.

Tras siete días de asedio, se levantó un fuerte viento. Los nervios aprovecharon para disparar al interior del campamento flechas incendiarias y bolas de arcilla calentadas al fuego que, al caer sobre los techos de paja, les prendían fuego. Al ver que el incendio se extendía, los nervios lanzaron un ataque general contra la empalizada. Pero a pesar de las llamas, los romanos lograron rechazarlos y les infligieron muchas bajas mientras a sus espaldas buena parte de sus pertenencias ardían.

En este punto, César vuelve a acordarse de sus centuriones, a los que tanto mima en sus
Comentarios
, y narra las hazañas de dos de ellos que rivalizaban en valor. En esta ocasión, esos dos centuriones saltaron fuera de la empalizada para combatir entre los asaltantes y zanjar de una vez por todas la cuestión de cuál de los dos era el más valiente. La historia, que demuestra el talante un tanto bravucón de estos dos hombres, quedó en empate, porque uno acabó salvando al otro y ambos regresaron al amparo de la empalizada sanos y salvos. Sus nombres eran Lucio Voreno y Tito Pulo. En realidad, este último debería transcribirse «Pulón» en español, pero a los espectadores de la serie
Roma
, cuyos protagonistas se basan en estos dos centuriones, les sonará más como Pulo.

Por fin, un esclavo galo fiel a los romanos logró eludir el cerco y escapar del campamento con una carta enrollada en el interior de una lanza.

Cuando el mensajero llegó a Samarobriva, donde se hallaba César, este reaccionó al instante. Sin perder tiempo, el procónsul envió un mensaje a su cuestor Marco Craso, hijo mayor de su aliado en el triunvirato. En él le ordenaba que saliera a marchas forzadas de su campamento, situado a más de treinta y cinco kilómetros de allí, y se reuniera con él. También despachó un segundo mensaje al legado Fabio para que avanzara con su legión hacia el territorio de los atrebates, por donde pensaba pasar de camino hacia el fuerte de Cicerón, y un tercero a Labieno para que acudiera con sus tres legiones si le parecía posible.

En cuanto Craso llegó a Samarobriva, César lo dejó allí a cargo de los almacenes de provisiones, los rehenes, el dinero con que pagaba a la tropa y los archivos. Después se puso en marcha con cuatrocientos jinetes y una legión sin apenas impedimenta.

Por el camino se reunió con Fabio, y le llegó un mensaje de Labieno en el que este le informaba del desastre sufrido por la legión y media acampada en territorio eburón con Cota y Sabino. Labieno, que conocía los hechos porque los supervivientes se los habían contado, informaba asimismo de que no podía abandonar su posición: tenía a pocos kilómetros de su propio campamento a miles de tréveros rebeldes junto con su caudillo Induciomaro.

Eso significaba que César solo disponía de dos legiones, una fuerza claramente insuficiente contra un enemigo mucho más numeroso. No obstante, continuó su camino sin vacilar: si como procónsul tenía que defender a los pueblos aliados de Roma, como general les debía una fidelidad mucho mayor a sus hombres, y su obligación era salvarse o perecer con ellos. Además, si después de haber perdido quince cohortes los nervios aniquilaban a otra de sus legiones, nada podría impedir que la rebelión se extendiese por toda la Galia como un incendio entre las mieses. Tras jurar que no se cortaría la barba ni el cabello en señal de duelo hasta que vengara la muerte de sus hombres, César reemprendió el camino.

Mientras las dos legiones avanzaban sin descanso por los bosques, un mensajero galo cabalgaba a galope tendido hacia el fuerte de Cicerón con un mensaje. César dice que estaba escrito en letras griegas; según algunos autores, esto implica que lo había redactado en latín utilizando caracteres helenos para que los enemigos no pudieran leerlo. En mi opinión,
Graecis litteris
en este contexto significa directamente que el mensaje estaba en griego, un idioma que tanto él como Cicerón dominaban a la perfección, y así lo interpreta también el historiador Dión Casio.
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En cualquier caso, el mensaje de César animaba a su legado a resistir, pues la ayuda ya venía en camino. Cuando el emisario llegó a las inmediaciones del campamento, se hizo pasar por un atacante más, que era lo que había pretendido César recurriendo a un nativo del país. Pero llegar hasta allí era una cosa y entrar al fortín sorteando a atacantes y defensores otra muy distinta. Tras pensárselo, ató el mensaje a la correa propulsora de una lanza y la arrojó contra la empalizada con tanta fuerza que consiguió que se clavara en una torre de defensa.

La lanza se quedó allí hincada dos días sin que nadie reparara en ella; a esas alturas del asedio, todo el perímetro del campamento debía de parecer un alfiletero erizado de lanzas y flechas. Por fin, un centinela se percató de que había una carta colgando del astil, de modo que arrancó la lanza y se la llevó a Cicerón.

Cuando el legado leyó el mensaje, hizo formar a sus tropas y se lo repitió en voz alta. Al saber que su idolatrado general venía en su ayuda, los soldados prorrumpieron en gritos de júbilo. La moral se reduplicó en el momento en que los centinelas avistaron en lontananza altas columnas de humo negro, la señal de que César se acercaba incendiando poblados a su paso.

Los nervios también observaron el avance de César y salieron a su encuentro. De nuevo, Cicerón se las arregló para enviar un mensajero que se anticipó a ellos y avisó al procónsul de que se le venían encima decenas de miles de enemigos. El emisario llegó a medianoche. En cuanto César leyó las noticias, se las comunicó a sus hombres. También les infundió ánimos, algo muy necesario sabiendo que dos legiones algo cortas de efectivos iban a tener que enfrentarse a un enemigo muy superior en número.

Al día siguiente, al amanecer, los hombres de César levantaron el campamento. Tras marchar seis kilómetros, divisaron al enemigo al otro lado de un valle por cuyo fondo corría un arroyo. Atacarlos no parecía sensato, ya que los nervios se habían apostado en lo alto de una ladera. Por otra parte, César ya no tenía tanta prisa: el mensaje de Cicerón dejaba claro que el grueso de los guerreros enemigos habían abandonado el asedio del campamento para dirigirse contra él.

Aunque valor no les faltaba a sus hombres, César debió pensar, como el general espartano Lisandro, que donde no alcanzaba la piel de león había que coser un poco de piel de zorro. Puesto que tanto ellos como los nervios se hallaban en los extremos opuestos de un valle, quien primero atacara al otro tendría que hacerlo cargando cuesta arriba y combatiría en desventaja. Eso era el abecé de la táctica y lo sabía cualquier guerrero.

César tenía que convencer a los adversarios de que esa desventaja la iban a compensar de sobra con una apabullante superioridad numérica. Por eso, aunque el campamento que necesitaban para siete mil legionarios sin impedimenta no era demasiado grande, hizo que sus hombres lo construyeran incluso más pequeño estrechando muchísimo las calles que separaban las tiendas de cada unidad. De ese modo esperaba convencer a los nervios de que allí había como mucho una legión.

Durante ese día se produjeron algunas escaramuzas de caballería junto al río, como solía ocurrir cuando coincidían partidas de aguadores. Pero la cosa no llegó a más, porque los nervios también estaban aguardando refuerzos. Según César, eran sesenta mil; pero su forma de actuar sugiere que debían de ser bastantes menos, probablemente entre quince y veinte mil guerreros.

Al día siguiente, apenas amaneció, los jinetes de ambos bandos entraron en liza otra vez. César ordenó a sus jinetes que retrocedieran para subir la moral de los nervios, que, como ya comentamos hablando de la batalla del Sabis, no destacaban precisamente por su caballería. Además, ordenó a sus hombres que levantaran la empalizada más alta de lo habitual y que cerraran las puertas con barricadas, todo ello entre ajetreo y gritos de nerviosismo para dar la impresión de que estaban aterrorizados.

La añagaza funcionó. Los nervios, por fin, se decidieron a abandonar su posición y acercarse al campamento romano. Cuando empezaron a disparar flechas y lanzas contra la empalizada, los defensores se retiraron del parapeto por orden de César.

Los belgas veían tan claro que tenían la victoria al alcance de la mano que sus heraldos anunciaron que todo el que quisiera salir sin armas del campamento antes de la tercera hora salvaría la vida, fuera galo o romano. Al no obtener respuesta, rellenaron varios puntos del foso defensivo para atravesarlo y llegar al terraplén y la empalizada, que empezaron a arrancar con las manos.

En ese momento, cuando más desordenados estaban los enemigos, César ordenó atacar. Sus hombres, que estaban perfectamente formados dentro del campamento, salieron al mismo tiempo por las cuatro puertas. Las supuestas barricadas que las bloqueaban no eran más que terrones de suelo con hierba y saltaron a la primera patada. Legionarios y jinetes cayeron al mismo tiempo sobre los enemigos. Al verse atacados por varios flancos a la vez, los nervios huyeron despavoridos. Muchos de ellos murieron sin presentar batalla, pero César impidió que sus hombres los persiguieran demasiado lejos, temiendo que se perdieran en la espesura y cayeran en una emboscada.

Ese mismo día, las dos legiones entraron en el campamento de Quinto Cicerón. Allí César comprobó que más del 90 por ciento de sus legionarios habían recibido heridas. No obstante, al día siguiente todos estaban listos para que su general les pasara revista y los felicitara por su valor, al igual que hizo con el legado Cicerón. (Muchos autores sospechan, por cierto, que tal vez el papel de Quinto Cicerón no fue tan brillante como lo pintan los
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. Pero por esas fechas César quería ganarse el favor de su hermano, así que es posible que exagerara un poco).

Las represalias

A
quel invierno César no regresó a Italia. Tras llevarse a Cicerón y sus hombres a su propio cuartel en Samarobriva, mandó instrucciones a la Cisalpina para reclutar dos legiones más: una nueva Decimocuarta para reemplazar la que había sido destruida por Ambiórix y una Decimoquinta. También le pidió prestada a Pompeyo una legión que este había formado en la Galia Cisalpina para llevársela a Hispania y a la que había numerado como Primera. (En aquella época todavía no existían legiones permanentes como ocurriría en época imperial, aunque es cierto que algunas unidades permanecían movilizadas muchos años).

Cuando estas tropas se pusieron en camino hacia la Galia, César disponía ya de diez legiones, unos cincuenta mil hombres. Llegaba el momento de las represalias. Gracias a aquel ejército tan numeroso, César pudo librar la campaña contra los rebeldes en varios frentes simultáneos. En el nordeste, Labieno derrotó a los tréveros y acabó con su caudillo Induciomaro, el mismo que había incitado a la revuelta a Ambiórix y la tribu de los eburones.

De estos y sus aliados los nervios se encargó el propio César. Empezó antes que otros años, en los últimos días del invierno, cuando todavía quedaba nieve en los caminos. Con cuatro legiones se dirigió al territorio de los nervios a marchas forzadas y lo devastó, quemando campos, granjas y poblados, y apoderándose de un gran número de esclavos y cabezas de ganado que repartió entre sus tropas.

Después, César convocó a una reunión a los principales caudillos galos. Algunos no vinieron, lo que él interpretó como una señal de insumisión. Aunque tampoco se fiaba de algunos de los que acudieron. Únicamente le parecían aliados seguros los eduos y los remos, una tribu belga que le había ayudado en campañas anteriores.

Entre los que no habían asistido se hallaban los senones y los carnutos; estos, además, habían asesinado a su caudillo títere nombrado por los romanos. César se dirigió a su territorio a tal velocidad que ambas tribus se rindieron sin combatir. Por intercesión de los eduos, y también porque no habían llegado a atacar a ninguna de sus legiones como sí habían hecho los nervios, les perdonó y no asoló sus tierras.

Los siguientes en recibir sus represalias fueron los menapios, que tenían relaciones con Ambiórix y los germanos y que nunca habían aceptado someterse a Roma. Los menapios habitaban al norte de los nervios, en una zona pantanosa cerca de la desembocadura del Rin, y hasta entonces cada vez que César enviaba tropas contra ellos las burlaban refugiándose en pequeños islotes de tierra firme en el corazón de las ciénagas. En esta campaña, César estaba decidido a vencerlos sin que nada lo detuviera, e hizo que sus soldados tendieran puentes sobre los pantanos. Después llevó a sus legiones por ellos y se dedicó a incendiar las aldeas de los menapios y robarles el ganado hasta que se rindieron.

A continuación, César cruzó por segunda vez el Rin construyendo un segundo puente no muy lejos del primero que había destruido un par de años antes. Su intención era internarse en Germania para escarmentar a las tribus que habían enviado ayuda a los rebeldes galos, y en particular a los suevos. Tras devastar la zona sin llegar a librar ninguna batalla, regresó a la Galia. En esta ocasión, en lugar de destruir el puente por completo solo derribó los últimos setenta metros que llegaban a la orilla germana. En la ribera gala levantó una torre de vigilancia de cuatro pisos y dejó doce cohortes de guarnición.

Todavía faltaba vengarse del traidor Ambiórix y de los eburones, cuyo territorio se hallaba en el corazón de la comarca boscosa de las Ardenas, tan conocida por la batalla de la Segunda Guerra Mundial. Primero César atravesó su territorio con dos columnas de tres legiones cada una arrasando todo a su paso. Después, no contento todavía, proclamó que todas las tribus galas que lo desearan podían acudir a las tierras de los eburones y llevarse lo que quisieran como botín. Ante una oportunidad así no había vínculos étnicos que valieran. Muchos guerreros acudieron encantados para apoderarse de los cultivos y el ganado de aquella tribu, que no era precisamente la más poderosa, y para esclavizar a sus miembros.

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