Roma Invicta (70 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Sin su flota, a los vénetos no les quedó otro remedio que rendirse. Pero como se habían rebelado después de intercambiar rehenes y además habían retenido como prisioneros a oficiales romanos, César decidió darles un escarmiento ejemplar. Todos sus líderes —los miembros de un consejo equivalente al senado romano— fueron decapitados, y a los
reliquos
, «los restantes», se los vendió como esclavos. No está claro si el término se refiere a toda la población o a los varones en edad de combatir. En cualquier caso, se trató una represalia muy dura, que autores como Luciano Canfora encuentran «muy poco edificante». Como señala este mismo autor en su biografía de César (p. 105), la victoria sobre los vénetos y el final de su flota cambiaron el equilibrio geopolítico de toda esa zona del Atlántico e hicieron posible que César empezara a pensar en ir todavía un paso más lejos para invadir Britania.

El año acabó bien para los intereses romanos: Craso sometió Aquitania y Sabino acabó con la rebelión más al norte, en Normandía. El mismo César terminó la campaña anual sojuzgando a los morinos y los menapios, que habitaban en la costa belga y el paso de Calais.

A estas alturas, las intenciones de conquista de César no eran un secreto para nadie. Sus campañas los habían llevado a él y a sus legados a rodear toda la Galia. Tan solo habían perdonado el centro, más poblado y próspero, seguramente con la esperanza de que tribus tan importantes como los carnutos o los arvernos pidieran alianza a Roma sin recurrir a la guerra.

El cruce del Rin

E
l 55 era, como ya hemos visto, el año del segundo consulado de Pompeyo y Craso. Para esa campaña, César había previsto cruzar el canal de la Mancha y actuar contra los britanos, con el pretexto de que habían enviado ayuda a los galos en sus luchas contra Roma.

Pero en invierno, mientras planeaba la expedición desde la Galia Cisalpina y de paso mantenía un ojo puesto en Roma, le llegaron malas noticias del norte. Dos tribus germanas, los téncteros y los usípetes, acababan de invadir la Galia. Era la vieja historia de las migraciones forzosas: los suevos los habían echado de sus tierras y ellos habían cruzado el Rin para expulsar a su vez a los menapios.

Cuando llegó la primavera, César se dirigió a la Galia y convocó una reunión de los principales caudillos celtas con el fin de pedirles grano y tropas de caballería. Después reunió a sus tropas y se dirigió al norte para abortar la invasión, que se había extendido al territorio de los eburones. Estos eran vasallos de los romanos, así que César ya tenía su
casus belli
.

Por el camino le llegaron enviados de los germanos para explicarle que habían cruzado el Rin por obligación. También le solicitaron tierras para instalarse y se ofrecieron como aliados.

César contestó que no estaba en su mano permitir que se quedaran en la Galia, pero que a cambio podía ayudarlos a asentarse en la orilla oriental del Rin, en los territorios de la tribu germana de los ubios. Juntos, los dos pueblos tal vez podrían resistir el acoso de los suevos.

Los enviados germanos pidieron tres días para regresar con sus tribus y reflexionar. En el ínterin, le rogaron que se quedara donde estaba y no siguiera avanzando. César se negó, según él mismo explica, porque sabía que el grueso de sus jinetes estaban lejos de allí, saqueando el territorio de los menapios, y sospechaba que los embajadores únicamente querían ganar tiempo a la espera de que su caballería regresara.

Las legiones siguieron su marcha hasta detenerse a unos veinte kilómetros del campamento principal de los germanos. Allí se encontraron con los mismos enviados, que volvieron a pedir a César que se quedara allí y les concediera tres días de plazo mientras despachaban embajadores a los ubios. César volvió a desconfiar, pero les respondió que avanzaría tan solo seis kilómetros más para tener acceso a agua potable.

Poco después, la caballería de César, formada por cinco mil galos, tuvo un encontronazo con los ochocientos jinetes que guardaban el campamento germano. Pese a tal desproporción, los germanos mataron a más de setenta galos y pusieron en fuga a los demás.

Cuando vio llegar a su caballería en desbandada, César comprendió que no le quedaba más remedio que luchar, pues era evidente que los germanos tan solo querían ganar tiempo, y así se lo explicó a sus oficiales. «Evidente» desde su punto de vista, claro está. Los críticos de César alegan que los germanos querían realmente un acuerdo y que la supuesta derrota de su caballería no había sido más que una pantomima destinada a disponer de un pretexto para atacar.

Es difícil o imposible saber la verdad. Como ya hemos comentado, por alguna razón, la caballería germana sembraba el terror entre los galos pese a que sus monturas tenían menos alzada. Lo cierto es que César confió en ella para su escolta personal: germanos eran los jinetes que combatieron en Farsalia años más tarde y también los que se llevó a Egipto.

Al día siguiente llegó una nueva embajada germana a pedir disculpas por el ataque. En esta ocasión venían en ella los principales caudillos de los téncteros y los usípetes. César se frotó las manos al ver que todo el alto mando enemigo se ponía a su merced, y ordenó a sus hombres que aprisionaran a los germanos. Aquella era una violación del derecho de gentes equivalente a la que habían cometido los vénetos el año anterior. Pero César se sentía indignado por la doblez de los germanos, o al menos eso dijo a todo el que le quiso oír o leer. Además, aunque no lo reconociera abiertamente, no dejaba de pensar que no era lo mismo detener a unos embajadores romanos que a otros bárbaros.

A continuación, César hizo formar a sus legiones en tres columnas y se dirigió a marchas forzadas contra el campamento enemigo, que ni de lejos estaba tan fortificado como un
castra
romano. Aquello no fue una batalla, sino una masacre, pues los germanos estaban desprevenidos y sin jefes. Los que no quedaron tendidos en el terreno huyeron, dejando atrás todas sus pertenencias.

La noticia no tardó en llegar a Roma, y no precisamente por la versión de César. Cuando se supo en el senado, Catón se levantó y dijo que César había cometido un crimen de guerra al detener a los embajadores. La única forma de evitar que los dioses castigaran a Roma por ese sacrilegio era entregar a César a los germanos para que hicieran con él lo que quisieran, igual que se había obrado con el cónsul Mancino en Numancia en tiempos de sus bisabuelos.

Para los historiadores críticos con César, aquella fue una villanía que manchó para siempre su historial. Luciano Canfora resume algunas posturas en su obra
Julio César. Un dictador democrático
, desde las que lo inculpan por aquella matanza a las que la pasan por alto o, desde un punto de vista nacionalista italiano, defienden a César por «inculcar en estas regiones un sano temor a las armas romanas». El propio Canfora, aunque también sea italiano, es bastante crítico aquí con César, como en otros pasajes.

Según Plutarco, en aquella masacre murieron cuatrocientos mil germanos. La cifra, como suele ocurrir en estos casos, no se sostiene. Calculando rápidamente, cada soldado del ejército de César habría tenido que matar al menos a diez personas, algo más que improbable en una época en que se daba muerte en general con armas blancas, tan cerca que uno podía ver las pupilas de su víctima. Incluso los
Einsatzgruppen
de Hitler (los comandos que buscaban y asesinaban a judíos durante la Segunda Guerra Mundial), pese a que utilizaban armas de fuego, acababan sufriendo tal desgaste psicológico por su infame tarea que los nazis tuvieron que buscar otras soluciones más eficaces, como las tristemente célebres cámaras de gas.

Por otra parte, es imposible, por muchas razones, que cientos de miles de germanos se hacinaran en un solo campamento. Lo más que podemos asegurar, así pues, es que César descabezó literalmente a los usípetes y téncteros al detener a sus cabecillas, que atacó uno de sus campamentos causando una gran mortandad y que el resto de los germanos debieron de dispersarse y regresar al otro lado del Rin.

Tras esta victoria moralmente tan cuestionable, César decidió cruzar el Rin. Los ubios, el pueblo germano aliado con los romanos, propusieron al procónsul llevarlo al otro lado del río con sus barcos. Pero él se negó, pues, aparte de que no acababa de fiarse, no le parecía apropiado para «su dignidad ni la del pueblo romano» (
BG
, 4.17), y decidió construir un puente.

César se extiende durante un par de capítulos en la descripción de aquel puente, pues en su obra considera tan importantes las proezas de sus ingenieros como las de sus soldados: estos domaban a los enemigos y aquellos a la misma naturaleza, un adversario aún más poderoso. Se cree que el puente se construyó en el curso medio del Rin, al norte de Coblenza y al sur de Andernach, en una zona donde el río medía entre trescientos y cuatrocientos metros de ancho.

En tan solo diez días los pontoneros lograron terminar la obra. El ejército romano cruzó por primera vez el Rin, dejando guarniciones de defensa en ambos extremos del puente. Al otro lado se extendían las tierras de los sigambros, donde se habían refugiado las tropas de caballería de los usípetes y téncteros que no habían llegado a entrar en combate. César había exigido a los sigambros que les entregaran a aquellos jinetes, y ellos habían respondido con algunas bravatas. Ahora, al ver que las legiones eran capaces de cruzar el río, todos pusieron pies y cascos en polvorosa.

César se dedicó durante unos días a saquear las tierras de los sigambros, quemar sus aldeas y apoderarse de sus cosechas (es de suponer que no le habrían dejado demasiado que rapiñar antes de huir). Después viajó al territorio de los ubios, a los que prometió ayuda si volvían a verse presionados por los suevos. Fueron los ubios quienes le informaron de que precisamente los suevos habían convocado a todos sus guerreros en el corazón de los bosques, dispuestos a librar una batalla decisiva contra los romanos.

Por el momento, César no tenía intención de enfrentarse a ellos ni entretenerse más allá del Rin. Había cumplido sus objetivos, que eran limitados. Además, estaba pensando en dar otro golpe de efecto con Britania antes de que el tiempo empeorara demasiado e impidiese la navegación. Por eso, tras dieciocho días en Germania volvió a cruzar el río y ordenó destruir el puente para que ningún invasor pudiera utilizarlo.

¿Por qué había cruzado César el Rin? No se trataba de una expedición de conquista, sino de una exhibición de poderío, destinada a demostrar a los germanos que era mejor para ellos quedarse en sus tierras y no entrar en la Galia, ya que César podía invadirlos cuando le viniera en gana. También era un golpe de efecto publicitario destinado a sus conciudadanos: mal que le pesara a Catón, aquella campaña de castigo contra los germanos tuvo buena prensa en Roma. César había sido el primer general romano en penetrar en el territorio del enemigo más temido, ¡y justo durante el consulado de Pompeyo y Craso!

Para comprender cómo veían los romanos lo que estaba ocurriendo en el norte, es revelador este fragmento del discurso de Cicerón
Sobre las provincias consulares
(34), que el gran orador pronunció en la época en que su relación política con César era buena:

Hasta ahora, padres conscriptos, de la Galia solo poseíamos el camino de entrada. Todo el resto de ella estaba en poder de pueblos que o bien eran hostiles a nuestro imperio, o traicioneros, o
desconocidos
, o a todos los efectos salvajes, bárbaros y belicosos. […] Mas por causa del poder y el número de esas tribus nunca antes habíamos guerreado contra todas. Siempre nos hemos limitado a reaccionar cuando nos atacan. Ahora por fin se ha conseguido que el límite de nuestro imperio y el de aquellas tierras sea el mismo.

He puesto en cursiva el adjetivo «desconocidos»,
incognitis
, para subrayar su lugar entre otros claramente negativos como «traicioneros» o «salvajes». Nosotros, que hace muchas generaciones que no vemos
Terra ignota
escrito en ningún mapa, no podemos comprender la inquietud que siembra en el espíritu la amenaza de lo que no se conoce, ese umbral oscuro del que puede brotar cualquier cosa, y que para los romanos se identificaba con los bosques y ciénagas del norte. Ahora que César y sus legiones cruzaban el Rin, por primera vez la luz iluminaba aquella zona sumergida en la niebla de guerra, que dejaba de ser desconocida y, por tanto, podía empezar a ser controlada.

La aventura de Britania

S
egún cuenta César, quedaba poco para que acabase el verano, y además en aquellas latitudes el invierno llegaba antes. No obstante, quizá crecido por sus éxitos, decidió seguir adelante con su plan y cruzar a Britania. El motivo que alegaba era que los britanos habían colaborado con los galos más levantiscos y había que castigarlos. Sin embargo, da la impresión de que al llegar al Atlántico le había invadido el mismo
póthos
que a Alejandro, un término que los griegos utilizaban para referirse al anhelo de llegar a algo que parece inalcanzable, de pisar allí donde nadie lo ha hecho antes. Si César llevaba las águilas romanas a Britania, podría mirar cara a cara a Pompeyo, o incluso por encima del hombro.

Por otra parte, no hay que olvidar que César había conseguido que le prorrogaran un mandato que todavía no había agotado. Si la Galia estaba pacificada, ¿de qué pretexto podía servirse para seguir siendo procónsul con tantas legiones bajo su mando? La conquista de Britania, o al menos de parte de ella, podía ser un buen proyecto para ocupar unos cuantos años. Es probable que en su mente lo complementara con una campaña en Dacia que, debido a las circunstancias, nunca pudo llevar a cabo.

Britania era un país prácticamente desconocido para los romanos, hasta el punto de que algunos afirmaban que se trataba de un lugar fabuloso que ni siquiera existía. Entre los pocos marinos griegos que había visitado la isla estaba Piteas de Masalia, que en el siglo
IV
viajó hasta Britania, Irlanda y probablemente Islandia.

Cuando César se reunió con mercaderes galos para recabar información, comprobó que incluso ellos únicamente conocían la costa y la región del sureste opuesta a la Galia. Por eso no pudo averiguar el tamaño de la isla ni cuántas tribus la poblaban o qué nombres tenían. Decidido a averiguar por sí mismo todo lo que pudiera con vistas a una expedición mayor, a finales de agosto embarcó a la Séptima y la Décima en ochenta transportes y zarpó.

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