Roma Invicta (65 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

En cualquier caso, el error debía asumirlo el jefe, no el subordinado. Seguro que a César, que a esas alturas no era más que un general novato (su experiencia en Hispania apenas contaba), le pitaron los oídos durante unos cuantos días. Sobre todo por la parte de Tito Labieno, al que había dejado tirado en lo alto de aquella colina. Labieno, que era natural del Piceno como su patrón Pompeyo, tenía más o menos la misma edad de César y todo hace pensar que en su fuero interno se consideraba mejor militar que él.

Faltaban dos días nada más para la fecha en que se debía repartir grano a los soldados, lo que significa que a estos apenas les quedaba comida. César decidió desviarse del camino y dirigirse a Bibracte, la principal ciudad de los eduos, donde estaba seguro de que encontraría provisiones por las buenas o por las malas. Al fin y al cabo, la larga caravana de los helvecios se movía tan despacio que no le resultaría difícil alcanzarla de nuevo.

En cuanto las legiones tomaron el camino de Bibracte, unos miembros de la caballería gala desertaron y partieron al galope para informar a los helvecios de lo que ocurría. Los helvecios, que estaban ya hartos de tener tras sus espaldas a esos tábanos romanos, decidieron pagarles con su misma moneda, dieron media vuelta y emprendieron su persecución.

¿Por qué actuaron así? Es posible que ellos mismos sufrieran problemas de abastecimiento. Por otra parte, debían de sentirse confiados en sus fuerzas, puesto que César no había demostrado todavía nada como general. Cierto es que había masacrado a miles de helvecios, pero porque los que había sorprendido por la espalda a las orillas del río. A la primera ocasión que había tenido de combatir de verdad, la había pifiado por indecisión (es casi seguro que los desertores llevaban consigo la información sobre el fiasco de Considio).

Cuando César supo que el grueso de las tropas helvecias venía tras sus pasos, envió a la caballería aliada contra ellas. Los jinetes galos ya le habían demostrado que no eran muy de fiar; pero por eso mismo sus bajas no le importaban demasiado y esperaba de ellos que como mínimo refrenaran el avance del enemigo.

Protegidos momentáneamente por la caballería, los romanos tomaron una elevación cercana. Allí en lo alto, César apostó a las legiones novatas, la Undécima y la Duodécima, junto con las provisiones y el equipo, y les ordenó que empezaran a cavar una trinchera. A media ladera formó a las otras cuatro legiones en la triple línea habitual, con la Décima en el flanco derecho, el lugar de honor.

Los romanos tuvieron tiempo de desplegarse, pues los enemigos, que eran más que ellos, también necesitaban organizarse. Los helvecios improvisaron un campamento en la retaguardia con sus carros. Después de eso avanzaron, rechazaron a la caballería gala y formaron filas apretadas para avanzar contra los romanos. Al describirlas César utiliza la palabra «falange», aunque seguramente los helvecios dejaban más hueco entre guerrero y guerrero que los hoplitas griegos, pues combatían con espadas largas y necesitaban espacio para blandirlas.

De joven, César había librado escaramuzas con tropas reclutadas por su cuenta, y como propretor había ganado refriegas sin demasiada importancia en Hispania. Ahora, por primera vez, se enfrentaba a una batalla multitudinaria. Todas las miradas recaían sobre él. Estaba por ver si aquel dandi que llevaba el cinturón flojo y se depilaba el cuerpo tenía que ver con el gran Cayo Mario más allá del parentesco político. Más cuenta les traía a todos: si los helvecios los derrotaban allí, lejos de las fronteras de la Provincia, muy pocos de los legionarios regresarían vivos a casa.

Muy consciente de aquellas miradas, César decidió que era un buen momento para empezar a fabricar su leyenda como general. Ante la vista de sus hombres, desmontó y exclamó: «Solo usaré este caballo para perseguir al enemigo cuando haya vencido. Ahora, ¡carguemos contra ellos!».

Era una forma de comunicar a sus soldados, como había hecho Espartaco ante su última batalla, que su general iba a compartir su mismo destino. De la misma forma había actuado Cayo Mario en Aquae Sextiae en una situación similar, con las tropas desplegadas en la ladera. César no tenía mejor forma de convencer a los soldados de que era uno de ellos. Al combatir a pie con los demás, perdía la visión y la movilidad que le otorgaba el caballo. Pero si obtenía la victoria, estaba convencido de que los legionarios comerían en su mano a partir de ese momento.

Igual que habían hecho los teutones en Aquae Sextiae, los helvecios, confiados en su vigor y en su superioridad numérica, cargaron contra los romanos cuesta arriba. Los legionarios de César, siguiendo la mecánica habitual de combate, dispararon sus
pila
. Cierto porcentaje de venablos hirió a los enemigos y muchos más se clavaron en los escudos y los inutilizaron.

A continuación, los legionarios desenvainaron y cargaron colina abajo. Después de una breve refriega, los helvecios, cuyas filas se habían descompuesto por las andanadas de
pila
, no pudieron aguantar y empezaron a retroceder hacia el valle, hasta toparse con una ladera ascendente situada a kilómetro y medio. Los romanos continuaron presionando tras ellos sin desorganizarse demasiado.

En ese momento, el flanco derecho de César recibió el ataque de quince mil boyos y tulingios, pueblos aliados que se habían unido a la migración de los helvecios. Venían frescos, seguramente por pura casualidad, no porque se hubieran mantenido a la espera. En cambio, los romanos, siguiendo su doctrina táctica habitual, mantenían como reserva las cohortes de la tercera línea, que formaron rápidamente una línea para enfrentarse a aquellos nuevos enemigos.

La batalla, que había empezado pasado el mediodía, se prolongó durante horas. Cuando empezó a oscurecer, los helvecios no aguantaron más y rompieron filas. Muchos de ellos, los que no perecieron en el sitio, huyeron a los bosques. Otros se retiraron a los carromatos, donde se desató una lucha tan fiera como la que se había librado en circunstancias similares en la batalla de Vercelas. Pero al final el campamento cayó en poder de los romanos. Allí hicieron prisioneros al hijo y a la hija del difunto Orgetórix.

Fue una victoria importante, pero nada fácil. Aunque se ignora cuántas bajas sufrió César, no debieron de ser pocas. Había tantos heridos que, en lugar de perseguir a los helvecios, las legiones se quedaron en aquel sitio tres días para atenderlos y también para enterrar a los muertos.

Al menos ciento treinta mil helvecios, entre combatientes, ancianos, mujeres y niños huyeron hacia el norte, a las tierras de los lingones. César envió mensajeros a esa tribu para advertir que si daban cobijo a los helvecios los consideraría como enemigos. Tras la demostración de fuerza de sus legiones en la reciente batalla, los lingones decidieron que no les convenía malquistarse con César y obedecieron.

Los supervivientes helvecios, que habían dejado atrás todas sus posesiones, enviaron embajadores. Al llegar ante César, se arrodillaron y le pidieron clemencia. Él les exigió que entregaran sus armas y también un buen número de rehenes, y que después regresaran al valle del que habían salido.

Fue en el campamento helvecio donde los romanos encontraron tablillas grabadas en caracteres griegos que contenían un censo completo de la tribu. Gracias a ellas averiguó César que en la migración habían participado trescientas sesenta y ocho mil personas; cifra que, por muy exagerada que parezca, es la única que nos ofrecen las fuentes. Según el mismo César, de toda aquella gente únicamente regresaron a sus hogares ciento diez mil.

Ariovisto y los germanos

E
sta fue la primera gran batalla que libró Julio César. Quien había sido conocido hasta entonces más como político populista y abogado, y también como vividor y mujeriego, dedicó desde entonces tanto tiempo a la milicia que acabaría pasando a la posteridad principalmente como general. Según Plinio, César mandó a sus tropas en cincuenta combates. En cambio, su tío Mario tan solo había llegado a dirigir dos combates de envergadura en la guerra de Yugurta y otros dos en la lucha contra los cimbrios y teutones.

Tras esta gran victoria, César informó al senado de que la Provincia e Italia ya no corrían peligro. Por su parte, la batalla le reportó un buen botín y, sobre todo, esclavos con los que pudo hacer caja: a partir de entonces, no volvería a pasar estrecheces financieras personales.

Después de su triunfo, César recibió embajadas de diversas tribus. En aquel momento, muchos galos debían de sentirse satisfechos al ver cómo los helvecios supervivientes regresaban a su valle y dejaban de merodear por sus tierras. Todavía no podían sospechar que César empezaba a albergar planes de conquista. Al fin y al cabo, los romanos siempre se habían mantenido cerca del Mediterráneo, en tierras más luminosas donde se bebía vino al calor del sol. ¿Qué se les había perdido en los fríos bosques del corazón de la Galia?

Confiados en que los romanos no tenían intereses más allá de la Provincia, diversos notables galos recurrieron al druida Diviciaco para que ejerciera de mediador ante César. En una reunión secreta, esos líderes le pidieron ayuda contra Ariovisto, rey de la tribu germana de los suevos.

Aquella historia se remontaba a unos años atrás. En las luchas constantes por la supremacía en el centro de la Galia, los arvernos y los secuanos se habían unido contra los eduos, que en aquel momento eran los más poderosos. Para derrotarlos, habían buscado refuerzos allende el Rin. Atendiendo a su llamada, Ariovisto había acudido con miles de guerreros y les había ayudado a derrotar a los eduos y sus aliados.

Lo malo era que después el rey suevo se había negado a regresar a Germania y se había instalado en territorio secuano. Desde entonces, no dejaban de llegar más y más germanos a la Galia. Ariovisto, según le explicaron a César, se había convertido en un tirano opresor que exigía rehenes al resto de las tribus. Si alguna no obedecía sus órdenes, mataba a esos rehenes con espantosas torturas. Incluso los secuanos, que eran quienes habían invitado a Ariovisto, estaban hartos de aquellos fastidiosos huéspedes.

Todavía era verano. Había tiempo de sobra para una segunda campaña y una nueva victoria. El problema para César era que Ariovisto y sus germanos se encontraban muy al nordeste, lejos de la frontera que se le había asignado como procónsul. Ya la había traspasado para luchar contra los helvecios, pero en ese caso cabía aducir que lo hacía por defender las fronteras de la Provincia. ¿Qué podía argumentar ahora? Como ironía, se daba la circunstancia de que Ariovisto había sido nombrado «amigo y aliado del pueblo romano» precisamente cuando César era cónsul.

Pese a todo, César estaba decidido a emprender esa nueva campaña. Sabía que sus enemigos en Roma, con Catón al frente, lo acusarían de extralimitarse. Por eso en sus
Comentarios
se encuentran más argumentos para justificar la guerra contra Ariovisto que en cualquier otra de sus campañas. En primer lugar —razona César—, él tenía que defender a sus aliados los galos, y sobre todo a los eduos, que le habían pedido ayuda. Por otra parte, no podía permitir que miles y miles de germanos siguieran cruzando el Rin, pues eso provocaría movimientos masivos de galos hacia el sur, lo que supondría para Italia una amenaza tan grave como la de los cimbrios y teutones.

¿Se trataba de una guerra justa? Depende del punto de vista de cada historiador. Los detractores de César piensan que sus argumentos eran cínicos y propios del imperialismo más descarnado. Sus defensores encuentran que tenía razón en atender las peticiones de los eduos y en hacer retroceder a los germanos más allá del Rin.

Antes de ponerse en marcha, César envió embajadores a Ariovisto para pedirle un encuentro a mitad de camino, en territorio neutral. El rey germano contestó que si César quería pedirle algo, debía acudir él a su encuentro. El procónsul respondió a su vez con otra carta en la que exigía a Ariovisto tres condiciones: que dejara de traer germanos del otro lado del Rin, que devolviera a los rehenes que retenía en su poder y que no declarara ninguna guerra más a los galos, y en particular a los eduos.

El tono de aquella conversación a distancia iba calentándose. Ariovisto respondió que él era tan conquistador como los romanos y que no estaba dispuesto a que César se entrometiese en sus asuntos. Que los romanos regresaran a sus dominios y le dejasen a él gobernar los suyos como mejor le pareciese. En cualquier caso, que César no olvidase que sus guerreros germanos nunca habían sido derrotados.

Al mismo tiempo que la carta de Ariovisto le llegó a César una noticia preocupante. Según informaba la tribu de los tréveros, que habitaba cerca del Rin, un enorme número de germanos, hasta cien clanes completos, se estaba congregando al otro lado del río para cruzar.

César se puso en camino hacia el norte con sus hombres, no sin antes asegurarse de que tenía una línea de suministro segura. Al saber que Ariovisto quería apoderarse de la importante ciudad de Vesontio —la actual Besançon—, se dirigió hacia ella a marchas forzadas. Se trataba de una fortaleza casi inexpugnable donde había grandes reservas de provisiones. La descripción que hace César de ella es muy interesante, porque se reconoce perfectamente en fotos aéreas de Besançon, salvando que el monte no parece tan alto como él dice.

Está tan fortificada por la naturaleza del terreno que ofrece una magnífica base para dirigir la guerra. El río Dubis rodea prácticamente la ciudad entera, como si lo hubieran dibujado con un compás. En el hueco que el río no cierra, de unos quinientos metros, se levanta un monte de gran altura, cuyas laderas llegan hasta la orilla del río por ambos lados. Alrededor de este monte hay una muralla que lo convierte en ciudadela y lo conecta con la ciudad. (
BG
, 1.38).

Allí en Vesontio, César se encontró por primera vez en problemas con sus tropas. Durante los días de descanso, empezaron a correr rumores escalofriantes. Los germanos, aseguraban, eran gigantes invencibles, y tan extraordinariamente feroces que incluso su mirada dejaba paralizados a sus enemigos, como la de las Gorgonas.

Curiosamente, quienes propalaban esas historias no eran los soldados, sino los tribunos militares y otros miembros de la aristocracia que habían venido de Roma a adquirir experiencia militar, como había hecho el mismo César de joven en la isla de Lesbos.

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