Por fin, después de tres meses de privaciones y mal tiempo, el 10 de abril avistaron en el horizonte las velas de la flota de Marco Antonio. Pero la alegría se convirtió en alarma al observar que las naves pasaban de largo, arrastradas por el viento, y se perdían hacia el norte.
Pompeyo también las había visto, y salió de su campamento para interceptar a Marco Antonio y evitar que se reuniera con su general. Se libró una nueva carrera entre ambos ejércitos, pero esta vez ganaron los de César, que se encontraron con sus compañeros al este de Dirraquio.
César tenía ahora once legiones, dos más que Pompeyo. Pero como cada una de ellas contaba con menos efectivos, seguía hallándose en inferioridad numérica. Por otra parte, si antes le resultaba difícil alimentar a siete legiones, ahora lo tenía mucho más difícil con cuatro adicionales. Por eso decidió enviar una legión a Tesalia y cinco cohortes a Etolia. Dos legiones más mandadas por el legado Domicio Calvino tomaron la vía Ignacia hacia Macedonia para interceptar el paso al suegro de Pompeyo, que venía del este. Esas fuerzas debían asegurar líneas de aprovisionamiento, y de paso subsistir por sus propios medios lejos del Epiro, donde cada vez resultaba más difícil encontrar forraje y víveres.
L
a situación de César empeoró cuando el hijo de Pompeyo destruyó muchas de sus naves, primero en Órico y después en Liso. Necesitaba dar un golpe de mano y conseguir provisiones, de modo que levantó el campamento y se dirigió hacia el este simulando que su destino fuera Macedonia. Pero después, lejos de la vista de los hombres de Pompeyo, volvió a girar hacia el oeste y marchó a Dirraquio.
Era su segundo intento de apoderarse de aquella base. En esta ocasión logró llegar antes que su rival. Pero no pudo tomar la ciudad: Dirraquio estaba bien protegida por acantilados y marismas, y el único acceso era a través de un estrecho puente. Cuando los hombres de César estaban a punto de lanzar la ofensiva contra Dirraquio, el ejército de Pompeyo apareció por el sur.
César renunció al asalto y ordenó levantar un campamento a toda prisa al sureste de Dirraquio. Así, al menos, impedía que los enemigos se acercaran a la ciudad y pudiera utilizar sus instalaciones. Pompeyo, por su parte, escogió una zona de colinas llamada Petra para montar su
castra
a unos dos kilómetros del de César. Allí tenía acceso a una playa donde podían varar barcos de poco calado para traerle provisiones desde Dirraquio y otros puertos.
César desplegó varias veces a sus legiones para retar a Pompeyo, pero su antiguo amigo no aceptó. Con el tiempo, los optimates que lo rodeaban y formaban su plana mayor empezaron a impacientarse y a acusarlo de timorato. Pompeyo no les hacía caso. Sabía que en la situación actual era César quien más tenía que ganar con un combate decisivo. Aunque se hallara en inferioridad, la mayoría de sus hombres eran veteranos curtidos en las campañas de la Galia, mientras que los de Pompeyo estaban mucho más verdes. Por otra parte, él recibía suministros por mar de todos sus aliados de Asia, mientras que César y los suyos se veían obligados a subsistir sobre el terreno con raciones cada vez más escasas. Eso, lógicamente, estaba deteriorando la moral y la salud de sus tropas.
Algo de lo que era perfectamente consciente César. Sus hombres tenían que alejarse cada vez más del campamento para forrajear y buscar leña. Como estas partidas se veían obligadas a dispersarse, eran presa fácil de la caballería de Pompeyo, mucho más numerosa que la suya.
La solución habría sido retirarse de allí y reconocer que no había llegado a tiempo para conquistar Dirraquio. Pero César no soportaba recular o reconocer un fracaso, así que decidió una nueva huida hacia delante.
La caballería enemiga, precisamente, era la clave. Si rodeaba a Pompeyo con una empalizada como había hecho con Vercingetórix en Alesia, lograría dejar encerrada a su caballería y mataría dos pájaros de un tiro: los jinetes enemigos dejarían de acosar a sus forrajeadores, y sus caballos pronto agotarían los pastos dentro del vallado y empezarían a sufrir problemas. Además, sería un golpe de efecto cuando los aliados de Pompeyo se enteraran de que el todopoderoso conquistador de Oriente estaba cercado por un enemigo menor en número y no se atrevía a entablar batalla contra él.
Los hombres de César se pusieron manos a la obra, y empezaron a levantar una línea de fortificaciones que arrancaba desde su campamento, primero hacia el este y luego hacia el sur para rodear la posición de Pompeyo y encerrarlo contra el mar.
Cuando Pompeyo se dio cuenta —no hacía falta ser un lince—, ordenó a sus soldados que construyeran su propia empalizada hacia el sur. Eso obligó a los cesarianos a prolongar su fortificación, en una carrera entre ambos ejércitos. Mientras miles de hombres cavaban y clavaban troncos y estacas, otros luchaban en frecuentes escaramuzas en la tierra de nadie que se extendía entre ambas trincheras.
Los legionarios de César, con todo, lograron cerrar el perímetro girando de nuevo hacia el oeste a unos seis kilómetros a vuelo de pájaro del campamento de Pompeyo. El vallado, que aprovechaba el relieve natural del terreno, se extendía más de veinticuatro kilómetros, lo que suponía que cada hombre tenía que defender un metro. Estaba provisto de fortines y torreones y en algunos sectores reforzado con sillares de piedra arrancados de los edificios de la zona. Por su parte, la empalizada de Pompeyo medía unos quince kilómetros.
Pronto cada ejército empezó a sufrir sus propias privaciones. Como había previsto César, los caballos y las bestias de carga del enemigo no tardaron en agotar los pastos dentro del vallado. Los caballos deben alimentarse con una mezcla de grano y de pasto, en una proporción que varía según el esfuerzo físico que realicen. Del grano pueden prescindir, pero no así del pasto, que es su alimento natural; si les falta, pronto empiezan a sufrir cólicos y acaban muriendo.
Al poco tiempo, los equinos de Pompeyo habían agotado todo el forraje de la zona e incluso habían pelado los árboles. Aunque les trajeran heno por barco, resultaba insuficiente; además, el heno en aquellos tiempos en que no había empacadoras ocupaba mucho más sitio que ahora. Como reservaban el poco forraje que tenían para los caballos, las bestias de carga empezaron a morir. El hedor de sus cadáveres empeoró más todavía unas condiciones sanitarias que ya eran precarias por la aglomeración de más de cincuenta mil hombres en un espacio limitado. También escaseaba el agua potable: los hombres de César habían desviado o represado los arroyos cercanos, y los pozos que excavaban los pompeyanos no bastaban para abastecer a todos.
Al menos, al ejército de Pompeyo le sobraba la comida que les faltaba a sus monturas. En cambio, los hombres de César apenas tenían grano, por lo que, igual que en Avarico, se veían obligados contra su voluntad a seguir una dieta hiperproteica. Puesto que no disponían de trigo, comían cebada; si ni siquiera tenían cebada a mano, cocinaban una especie de pan machacando las raíces de una planta local llamada
khara
y mezclándola con leche. Al parecer, el resultado era cualquier cosa menos apetitoso. A veces los hombres de César arrojaban mendrugos de aquel sucedáneo de pan a los hombres de Pompeyo. Cuando le llevaron el pan de
khara
a su general y este lo probó, comentó desolado que no estaban luchando contra seres humanos sino contra bestias.
Privaciones aparte, los combates a pequeña escala eran constantes. Pompeyo disponía de muchos más arqueros y honderos, que de noche se internaban en la tierra de nadie y, al ver el resplandor de las hogueras al otro lado de la empalizada enemiga, disparaban a bulto por encima de esta. Al final, los soldados se veían obligados a montar guardia o descansar lejos del fuego para que no los alcanzaran los proyectiles.
Aunque técnicamente ambos bandos estaban empatados, a Pompeyo le humillaba verse cercado por un ejército inferior en número, y su prestigio se resentía entre los optimates y también entre sus aliados. Para mejorar su situación, a finales de junio decidió tenderle una trampa a su enemigo. Siguiendo sus instrucciones, los habitantes de Dirraquio fueron al campamento de César y le dijeron que estaban dispuestos a entregarles la ciudad la noche del 1 de julio.
César no sospechó que se trataba de una treta; al fin y al cabo, muchas ciudades caían por la traición de sus habitantes. A la hora prevista salió del campamento con un nutrido grupo de tropas. Pero cuando estaba en el puente recibió un ataque simultáneo por tres frentes: los defensores de Dirraquio le arrojaban flechas y dardos desde la muralla, los barcos de Pompeyo usaban su artillería para disparar contra él desde el mar y a su espalda lo acosaba una fuerza de infantería que había desembarcado en la playa.
César logró salir de aquella encerrona y regresar a su campamento. Pero al mismo tiempo, Pompeyo, experto en coordinar operaciones a gran escala, lanzó asaltos en otros tres puntos para impedir que los legados de César acudieran a defenderlo.
La noche fue muy agitada, aunque los fortines atacados resistieron. En uno de ellos, protegido por una cohorte, no hubo ni uno solo de sus defensores que no recibiera una herida. No era de extrañar, pues al día siguiente recogieron más de treinta mil proyectiles. Como era habitual, los centuriones, siempre en primera línea, fueron los que más sufrieron. Cuatro de ellos quedaron tuertos o ciegos (el hecho de que en latín no haya artículo hace que se pueda interpretar que perdieron «ojos» o «los ojos»).
Uno de ellos, Casio Esceva, pudo enseñar con orgullo su escudo, en el que se contaban ciento veinte impactos entre arañazos y abolladuras. Él también había recibido un flechazo en el ojo, pero en pleno combate tiró de la saeta sacándose el globo ocular y provocó una auténtica escabechina entre los atacantes, hasta que cayó desvanecido por la pérdida de sangre sobre una pila de cadáveres y sus soldados se lo llevaron de allí.
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César recompensó a los defensores de aquel fuerte, que eran un ejemplo para todos sus soldados. Les duplicó la paga, les dio ropa nueva y, sobre todo, una ración doble de trigo. Esceva, que era centurión de octava categoría, fue ascendido a primipilo y recibió una bonificación de doscientos mil sestercios, que para un militar suponía una pequeña fortuna.
La añagaza de Pompeyo no había funcionado, pero pocos días después se le presentó la oportunidad de atacar de nuevo. Dos nobles galos llamados Ego y Roscilo que eran hermanos y servían con César habían sido acusados de quedarse con la paga destinada a sus soldados. Temiendo las represalias, se fugaron llevándose el dinero y doscientos jinetes y, sobre todo, con información valiosa.
En el extremo sur de la fortificación de César había un punto débil. Allí, para protegerse de posibles ataques lanzados desde el sur, se había construido una segunda empalizada. Entre ambas quedaba un espacio abierto en la playa de unos doscientos metros que aún no había terminado de reforzarse.
Ego y Roscilo se lo contaron a Pompeyo, que decidió lanzar otro ataque masivo. Él mismo bajó desde el campamento principal con seis legiones y atacó el lado sur de la empalizada en un punto defendido por la Novena legión (la misma que se había amotinado). Antes había instruido a sus hombres para que rodearan los yelmos con protecciones de mimbre: era una manera de evitar reflejos delatores y de amortiguar los impactos de las piedras lanzadas desde lo alto de las empalizadas. Por otra parte, envió a miles de arqueros y honderos en botes para que desembarcaran en la playa. Simultáneamente, sus barcos batieron la zona disparando catapultas y escorpiones para obligar a los defensores a permanecer parapetados, en una operación de barrido que, a pequeña escala y sin armas de fuego, recuerda otras maniobras anfibias como el desembarco de Normandía.
El triple ataque coincidió con el alba. Los hombres de la Novena no pudieron resistirlo y abandonaron la posición después de sufrir muchísimas bajas. Si su campamento principal no cayó fue porque Marco Antonio y después César acudieron al ver señales de humo. La propia águila de la Novena estuvo a punto de ir a parar a manos del enemigo. Solo se salvó porque el portaestandarte que la custodiaba la lanzó por encima de la empalizada antes de morir, librando así a César de la vergüenza de perder el emblema de una legión.
Pompeyo había logrado apoderarse del extremo meridional de la fortificación de César, y aprovechó para levantar un campamento al otro lado, fuera del circuito vallado. Al mismo tiempo, otras tropas suyas ocuparon un
castra
que había un poco más al norte. Lo habían empezado a levantar los soldados de la Novena, pero después se habían dado cuenta de que no era un sitio adecuado para la defensa y lo abandonaron.
César empezaba a sospechar que su posición era indefendible. Se encontraba ante el mismo dilema que en Gergovia: tenía que renunciar a cercar a su enemigo, pero si se retiraba sin más, su prestigio como general sufriría un gran menoscabo. Necesitaba asestar al menos un golpe brillante para marcharse con la moral alta.
Fue entonces cuando recibió el informe de que una unidad, al parecer una legión entera, se había instalado en el fuerte abandonado. Si la Novena había renunciado a él era porque estaba rodeado de árboles que podían ocultar a un enemigo que se acercara. ¿Por qué no aprovechar esos árboles para lanzar un ataque nocturno? Si se apoderaba de aquel fuerte, podría derrotar a una legión entera y hacer prisioneros a los hombres que no perecieran en el asalto. Acabar con toda una legión del enemigo (y quizá sumarla a sus propias filas) compensaría de sobra el revés anterior.
Después del ataque de Pompeyo, César había hecho levantar un gran campamento en la zona sur para controlar mejor los movimientos del adversario. Ahora, de noche, dejó a dos cohortes vigilándolo y salió con otras treinta y tres, casi tres legiones y media.
Como era habitual, las tropas se dividieron en dos grandes grupos. El que iba por la parte izquierda, con el mismo César al mando, llegó con sigilo al fuerte y tomó la empalizada al asalto después de una breve lucha. Sin embargo, al entrar se dieron cuenta de que dentro del campamento había otra valla, un fuerte dentro del fuerte, y la guarnición de Pompeyo se había refugiado en aquel reducto.
A esas alturas, las tropas del ala derecha ya tendrían que haber llegado. Pero, como ocurre a veces en las operaciones nocturnas, simplemente se habían perdido. Desde el campamento salía una empalizada que no formaba parte del recinto, sino que llevaba a un río cercano. Creyendo que era un lateral del fuerte, los soldados la siguieron en la oscuridad. Cuando se dieron cuenta del error, en lugar de volver atrás rellenaron la zanja y arrancaron parte del vallado.