Para evitar ulteriores motines entre sus tropas, César licenció a los soldados veteranos más conflictivos y les concedió tierras en dos nuevas colonias, Clúpea y Cúrubis. Después nombró a Salustio gobernador de la provincia de África Nova, recién creada con los territorios arrebatados a Juba. En junio, por fin, zarpó de nuevo hacia Italia.
C
ésar regresó a Roma a finales de julio del año 46. El senado batió todas las marcas anteriores decretando cuarenta días de acción de gracias, algo nunca visto, que duplicaba los que le habían concedido tras someter la rebelión de Vercingetórix. También se le otorgó, por fin, el triunfo que tanto tiempo llevaba esperando y al que había renunciado la primera vez que tuvo ocasión a cambio de presentarse a las elecciones a cónsul.
En realidad, no fue un triunfo, sino cuatro seguidos, por derrotar a los galos, a los egipcios, a Farnaces del Ponto y a Juba de Numidia. Este último era un triunfo concedido por sus victorias en la guerra civil; pero, como se trataba de un conflicto entre romanos y celebrarlo podía resultar doloroso, el nombre de Juba lo disfrazaba un poco.
La concesión de cuatro triunfos también suponía un récord, pues los de Pompeyo a lo largo de toda su carrera habían sido tres. De esta manera, César dejaba bien claro quién era el romano más grande de su época y de todos los tiempos.
Los triunfos duraron del 21 de septiembre al 2 de octubre, aunque hubo algunos días intermedios sin desfiles. El primero empezó con un mal presagio cuando el eje del carro de César se partió al pasar por delante del templo de la Fortuna y tuvieron que traerle uno de repuesto. Como expiación o por demostrar su humildad, César subió más tarde las escalinatas del templo de Júpiter Capitolino de rodillas.
Ese triunfo fue el más fastuoso: el público romano estaba hambriento de celebraciones, y además César había conseguido aquellas victorias sobre los temidos galos, la pesadilla ancestral de los romanos. Cientos de celtas altos y pálidos desfilaban como prisioneros. El más llamativo de todos era Vercingetórix, que llevaba seis años prisionero. En los otros triunfos se vio asimismo a cautivos importantes, como Arsínoe, la hermana de Cleopatra, o el pequeño Juba, hijo del rey de Numidia, que solo tenía tres años.
A Juba con el tiempo le devolvieron el trono y se casó con una hija de Marco Antonio y Cleopatra. Arsínoe también sobrevivió al desfile, aunque unos años después fue asesinada en un templo por orden de Marco Antonio. Quien corrió peor suerte fue Vercingetórix: terminado el desfile, lo condujeron a la lóbrega celda del Tuliano y lo estrangularon de forma ritual.
Los cortejos triunfales mostraban, además de cautivos, carros llenos de monedas y lingotes arrastrados por bueyes. Buena parte de ese dinero se distribuyó entre los soldados: veinte mil sestercios por cabeza, el equivalente a más de veinte años de servicio para un legionario de César, y eso teniendo en cuenta que había doblado la paga a sus hombres. A los centuriones les correspondieron cuarenta mil sestercios y ochenta mil a los tribunos y prefectos.
No es de extrañar que los soldados desfilaran tan contentos por las calles, con sus cotas de malla y sus cascos relucientes, sintiéndose el blanco de todas las miradas. Mientras sus cáligas claveteadas resonaban sobre el pavimento, ellos demostraban que tenían una relación especial con su general y podían decirle lo que querían, y lo mismo cantaban «¡Esconded a vuestras mujeres, que viene el conquistador cabeza de calabaza!», que unos versos que ya mencionamos y que a César no le hacían tanta gracia:
César conquistó las Galias, pero Nicomedes conquistó a Cesar.
¡Mirad cómo ahora triunfa César por someter a las Galias,
mientras que no triunfa Nicomedes, que sometió a César!
Como buen líder popular, César no se olvidó de la plebe urbana: más de trescientas mil personas recibieron aceite y trigo gratis, más una bonificación de cuatrocientos sestercios. Así, el pueblo de Roma recibía parte de los frutos del imperio. Por supuesto, se puede discutir si había algo de demagogia u oportunismo en estas medidas. Pero aunque César era un genuino miembro de la élite, convencido de su superioridad innata, todos los indicios sugieren que se compadecía de los ciudadanos pobres. Si no era así, al menos comprendía intelectualmente que la excesiva miseria en una ciudad gigantesca como Roma suponía un caldo de cultivo para la violencia, y que por tanto había que paliarla. En cualquier caso, a los beneficiarios de su generosidad les daban igual sus motivos.
La celebración no se redujo a las cuatro paradas militares. Entre desfile y desfile, César organizó banquetes públicos, con veintidós mil mesas repartidas por la ciudad en las que, como diría un hobbit, llovía bebida y nevaba comida. También hubo obras teatrales, certámenes deportivos, carreras de carros y, cómo no, luchas de gladiadores.
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Se sacrificaron cuatrocientos leones, por primera vez se vieron jirafas en Roma y cuarenta elefantes lucharon en una pequeña batalla.
En fin, sería fatigoso proseguir con tanto festejo. Desde un punto de vista más práctico, César fue elegido dictador por tercera vez. En esta ocasión se le concedió un plazo sin precedentes, diez años, con la misión de poner en orden la República (
rei publicae constituendae
). Como muestra de honor, podía sentarse en el senado en una silla curul junto a los cónsules y tomar la palabra el primero, antes incluso que el
princeps senatus
. Otro símbolo que debía halagar a esa
dignitas
por la que tanto había luchado era el de los lictores: doce escoltaban a los cónsules y veinticuatro a los dictadores, pero a César le concedieron setenta y dos en atención a que era dictador por tercera vez.
También se le nombró
praefectus morum
o guardián de las costumbres durante tres años, una especie de censor sin colega. Como tal, podía expulsar del senado a aquellos miembros que considerara inmorales.
Ciertamente, era como para tener una indigestión de
dignitas
y olvidar aquella frase que supuestamente un sirviente susurraba al general durante el triunfo: «Recuerda que eres mortal». Porque incluso el Estado encargó una estatua de bronce de César dominando el mundo conocido, con una inscripción que lo definía como semidiós.
Al menos, César hizo borrar esa inscripción. Y en un discurso en el senado, al darse cuenta de que la gente temía que llevado por su orgullo se comportara como algunos de sus predecesores en el pasado, declaró que él no era como Mario, Cinna, ni Sila. Cada uno de ellos antes de derrotar a sus adversarios había mostrado piel de cordero para convertirse en un lobo tras la victoria. Él no pensaba hacer eso, pues su única intención era devolver a Roma la prosperidad y el orden del pasado.
Conociendo la famosa —aunque calculada— clemencia de César, podían pensar que no mentía. Había perdonado a viejos rivales, como Cicerón, Bruto o Casio, e incluso a encarnizados enemigos como Marco Marcelo.
Sin embargo, no todos sus enemigos habían muerto ni se habían pasado a su bando. En Hispania todavía coleaban las últimas brasas de la guerra civil, avivadas por Cneo y Sexto Pompeyo, que mantenían viva la memoria de su padre. Pasada la euforia de las celebraciones, César no tuvo más remedio que pensar de nuevo en dejar la toga y colgarse el manto de general.
L
os problemas de Hispania eran en buena parte culpa de César. Ya comentamos que había nombrado gobernador al antiguo tribuno Casio Longino, y que este, con su codicia y su crueldad, se había granjeado los odios de todo el mundo. Debido a ello, Hispania había vuelto a caer en manos de los pompeyanos.
Al principio, César, que debía encontrarse exhausto después de tantos años de guerra incesante (tan solo había descansado de las armas durante el crucero del Nilo), no le dio mucha importancia a lo de Hispania y pensó que sus subordinados podrían encargarse del problema. Pero Cayo Trebonio primero y Fabio Máximo y Pedio después no cosecharon más que reveses.
En otoño del año 46, Cneo Pompeyo el Joven había congregado bajo su mando una fuerza impresionante formada por hispanos y veteranos de su padre. En número, equivalía a trece legiones. Por si fuera poco, se había unido a él Labieno, que estaba dispuesto a seguir combatiendo contra el odiado César hasta la muerte.
Comprendiendo que la amenaza era grave, César pensó que o se encargaba él mismo del problema o no dejaría de crecer como una bola de nieve. En noviembre, César, que aquel año también era cónsul además de dictador, dejó a su colega Lépido encargado de gobernar Roma y partió hacia Hispania. En menos de cuatro semanas recorrió más de dos mil doscientos kilómetros con su celeridad habitual. En esta ocasión viajaba en carruaje. Como era típico en él, en lugar de dejarse adormecer por los traqueteos siguió escribiendo cartas y resolviendo asuntos diversos, e incluso encontró tiempo para escribir un poema titulado «Iter» o «El viaje». Un título apropiado: sin duda de viajes entendía mucho.
César contaba en esta campaña con ocho legiones, pero únicamente dos de ellas eran veteranas: la Quinta
Alaudae
y la Décima, de la cual se habían licenciado muchos soldados. Por muy buen general que fuese, las guerras las ganaban los soldados, y muchos temían que con legionarios tan bisoños César corría peligro de que esta vez se le agotara la suerte. Por temor a que eso ocurriera incluso alguien que no era nada partidario de César como Casio, futuro conspirador de los idus, escribió a Cicerón criticando la estupidez y la crueldad de Cneo Pompeyo y preguntándose si no convendría más quedarse con el amo antiguo y clemente; esto es, César (
Ad Fam
., 15.19.4).
Durante el invierno del 46-45, César mantuvo con sus adversarios una guerra de desgaste en la que poco a poco les comió el terreno. Fue un conflicto brutal. Tanto César como los pompeyanos poseían vastas redes clientelares en la península, por lo que la lucha entre romanos se convirtió también en una guerra civil entre hispanos extremadamente cruel.
Como siempre en estas campañas, hubo una batalla decisiva, que se libró el 17 de marzo del 45 cerca de Munda, una población cuyo emplazamiento exacto se discute, pero que estaba situada en la Bética. Las tropas de Cneo Pompeyo y Labieno se hallaban desplegadas en una colina. Bajo esta se extendía una amplia llanura perfecta para maniobras de infantería y caballería, y fue allí donde formó César a sus tropas, pues estaba deseando acabar con aquella guerra de una vez por todas. Pero los pompeyanos no parecían dispuestos a bajar. Quizá Cneo estaba siguiendo algún consejo de Labieno, que conocía bien a César y pudo decirle algo así: «El viejo es impaciente y, si esperas, te atacará».
Y el viejo —tenía cincuenta y cuatro años por entonces, pero era evidente que se conservaba en forma— decidió atacar. Aunque cargar ladera arriba siempre era una maniobra arriesgada, César observó de nuevo que sus hombres deseaban luchar y los envió de frente contra el enemigo. Convencido de que aquella iba a ser la batalla final de la guerra, el santo y seña que eligió fue «Venus», en homenaje a la diosa de la que procedía su linaje.
La batalla fue muy larga y dura, un combate de frente, sin grandes sutilezas tácticas. Los hombres mataban y morían en aquella ladera sin apenas ceder terreno. Durante largo rato la línea de combate se mantuvo en el mismo sitio, pero luego ocurrió lo que hasta entonces nunca había pasado, algo impensable.
Los veteranos de la Décima empezaron a retroceder.
Cuando vio que se estaba abriendo una brecha en sus líneas y que el ala derecha podía ser derrotada, César, tal como comentó después a algunos amigos, se dio cuenta de que estaba en peligro de perderlo todo y barajó la idea de arrojarse sobre su espada. Pero luego pensó que podía tener un final más glorioso que, de paso, le ofrecía un resquicio de esperanza.
Levantando las manos al cielo, César rogó a los dioses que no mancillaran su gloriosa hoja de servicios con un último desastre. Después desmontó del caballo, se quitó el casco para que lo reconocieran, le quitó el escudo a un soldado y se puso en la primera fila, en el hueco que habían dejado los legionarios de la Décima reacios a combatir.
Como ni así conseguía animar a sus hombres, exclamó: «¡Muy bien! ¡Este será el final de mi vida y de vuestro servicio en las legiones!». Dicho esto, corrió solo hacia el enemigo y no se detuvo hasta llegar a tres metros de su primera línea.
Cuando vieron que las jabalinas de los pompeyanos golpeaban el escudo de César y algunas se quedaban clavadas en él, la vergüenza y la devoción por su general pudieron más que el miedo, y los tribunos y centuriones de las primeras filas corrieron en su ayuda. Siguiendo su ejemplo, los hombres de la Décima recordaron sus glorias pasadas y decidieron dar un último esfuerzo por el hombre que les había hecho conquistar la Galia y vencer en Tapso y Farsalia.
La carga renovada de la Décima abrió una brecha en el ala izquierda enemiga. Al verlo, Cneo mandó tropas de refuerzo desde su ala derecha. Era el momento que esperaba el rey Bogud de Mauritania, jefe de la caballería aliada de César que se mantenía en reserva. Al observar que las filas pompeyanas raleaban en aquella zona, se lanzó por allí aprovechando el hueco y asaltó el campamento enemigo.
Cuando se percató, Labieno envió refuerzos al campamento; es de suponer que se trataba de escuadrones de caballería, aunque el relato de Dión Casio no lo deja muy claro, y también pudieron ser algunas cohortes. En cualquier caso, esas tropas pasaron por detrás de las demás unidades de su propio ejército. Al verlas, los pompeyanos que formaban en las últimas filas malinterpretaron el movimiento y pensaron que o bien eran compañeros suyos que huían o cesarianos que los habían sorprendido por la retaguardia.
El malentendido les hundió la moral y provocó una desbandada general. En la persecución que vino a continuación los hombres de César concedieron incluso menos cuartel que en la batalla de Tapso, y según se cuenta dieron muerte a treinta mil pompeyanos. Entre ellos cayó Labieno, cuya cabeza le llevaron a César como trofeo. En cuanto a los hermanos Pompeyo, Cneo logró huir pese a estar malherido. Unos días después, no obstante, lo capturaron y decapitaron, y su cabeza también le fue enviada a César. Sexto, en cambio, llegó hasta el mar, se convirtió en pirata y durante un tiempo convirtió Sicilia en su base de operaciones contra Octavio y Marco Antonio, los herederos de César.