Roma Invicta (91 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Eso ocurrió precisamente con la nave desde cuya cubierta César dirigía la batalla. Al darse cuenta de que estaba a punto de volcar o de hundirse, saltó al agua y nadó hacia otro barco que se hallaba a unos doscientos metros. Por si fuera poco esfuerzo, Suetonio cuenta que llevaba la mano izquierda en alto para que no se le mojaran unos documentos y además sujetaba entre los dientes el manto para que el enemigo no se apoderara de él como trofeo. Apiano y Dión Casio afirman, en cambio, que soltó el
paludamentum
, ya que con su color rojo ofrecía un blanco magnífico, y que los enemigos se quedaron con él. El detalle de los documentos resulta tan llamativo y original que no creo que sea inventado. ¿Qué habría en ellos que tan valioso era?

En cualquier caso, César salvó la vida. Pero no consiguió tomar el extremo sur del Heptastadion y perdió cuatrocientos legionarios más un número ligeramente superior de marinos y remeros. No obstante, aquella derrota no desanimó a sus soldados, que siguieron lanzando ofensivas contra las defensas egipcias.

Poco después, los alejandrinos enviaron una embajada a César para decirle que estaban hartos de que Arsínoe y Ganímedes actuaran como dos tiranos. Si les enviaba a su joven rey Ptolomeo, estarían más dispuestos a llegar a una tregua. César, aunque no confiaba en la sinceridad de la propuesta, accedió. Seguramente en la decisión influyó Cleopatra, que quería estar lo más lejos posible de su aborrecido hermano. Por otra parte, Ptolomeo no era ningún genio militar, y reunirlo con Arsínoe y con Ganímedes era una buena forma de que discutieran entre ellos y su mando fuera menos eficaz.

Y así ocurrió, porque además los soldados alejandrinos se burlaban de la edad y el poco carácter de su rey. Poco después se enteraron de que venía un convoy de naves con provisiones para los romanos y enviaron barcos para interceptarlo. César también se informó de lo que ocurría y mandó toda su flota bajo el mando del legado Tiberio Nerón —padre del futuro emperador Tiberio—. La batalla se libró en la desembocadura Canópica. Venció la flota romana, pero a cambio perdió al rodio Eufranor, cuyo barco se adelantó demasiado y fue rodeado por los enemigos.

En marzo, César supo que llegaba un ejército aliado por el este. Lo mandaba Mitrídates de Pérgamo, a quien había enviado al principio del conflicto a buscar refuerzos a Siria y Cilicia. En aquel ejército había tres mil judíos mandados por Antípatro, padre del célebre Herodes el Grande.

Mitrídates logró tomar la fortaleza de Pelusio, en la frontera oriental de Egipto. Después se dirigió hacia el suroeste hasta alcanzar el punto donde el Nilo se dividía en varios ramales, pues era más cómodo avanzar así que atravesar el Delta de este a oeste cruzando las siete bocas principales del río e innumerables pantanos. Una vez allí, Mitrídates y sus tropas siguieron por la boca Canópica en dirección a Alejandría.

Cuando se enteró, Ptolomeo abandonó la ciudad para salirle al encuentro. Al mismo tiempo, César recibió un mensaje de Mitrídates. Rápidamente reunió a todos los hombres que pudo y, dando un rodeo por el lago Mareotis, logró reunirse con Mitrídates antes de que Ptolomeo lo alcanzara. Al día siguiente, el 27 de marzo, César lanzó un ataque contra el campamento egipcio. Tras una dura batalla, los romanos se apoderaron de él. Al ver que sus hombres eran derrotados, Ptolomeo huyó en un barco. Para su desgracia, le ocurrió lo mismo que había estado a punto de pasarle a César semanas antes: una multitud de refugiados intentó subir a su embarcación, el peso la hizo zozobrar y el joven rey pereció ahogado.

Con esta batalla terminó la guerra alejandrina, una trampa casi mortal en la que César se había metido por propia voluntad con muy pocas tropas, cometiendo un grave error de cálculo. Llegó a Alejandría persiguiendo a Pompeyo, se quedó para conseguir dinero y luego conoció a Cleopatra. Dejando aparte el romance, la buena sintonía que existía entre ambos significaba que, con Cleopatra como soberana, César podía convertir a Egipto en un reino vasallo igual que Pompeyo había hecho en el pasado con tantas naciones de Oriente. Para ello tenía que asegurarse de que Cleopatra, y no su hermano, prevaleciera en aquel conflicto dinástico, lo que explica que se empeñara en llevar adelante aquella guerra.

Tras la victoria, a César no se le ocurrió convertir Egipto en una provincia, sino que lo dejó en manos de Cleopatra. Ella se desposó oficialmente con su hermano pequeño, el otro Ptolomeo, que tenía solo once años y era mucho más manejable que el que había muerto en el río. Se trataba de una maniobra inteligente por parte de César. Considerando las riquezas de Egipto, cualquier senador al que nombrara gobernador sentiría tentaciones de robar a manos llenas y, tal vez, de utilizar la provincia como base para crear un núcleo de poder y desafiar al propio César. Egipto acabó convirtiéndose en provincia romana en el año 30 a.C.; pero los emperadores, que pensaban de forma parecida a César, nunca le confiaron su gobierno a miembros del senado, sino a prefectos que pertenecían al orden ecuestre.

César mantuvo su promesa de devolver Chipre a la corona de Egipto, si bien le entregó la isla directamente a Cleopatra, no a Arsínoe, la princesa que tantos quebraderos de cabeza le había dado. Arsínoe se convirtió en su prisionera y con el tiempo acabaría desfilando en su cortejo triunfal en Roma.

Parecía un buen momento para que César abandonara Egipto, pues estaban surgiendo problemas por doquier para su causa. Sin embargo, todavía se quedó tres meses más en el país. Buena parte de ellos los pasó recorriendo el Nilo con Cleopatra, a la que había dejado embarazada. Conociendo al personaje, que no daba una puntada sin hilo, parece evidente que no se trataba de un simple crucero de placer. César disfrutó sin duda de la compañía de la joven reina, quizá la mujer más interesante que había conocido en su vida, y también de las maravillas de Egipto, y de paso descansó unas semanas después de tantos años de batallas. Pero el crucero sirvió también para que Cleopatra afianzara su dominio sobre el resto del país, para que sus súbditos egipcios la vieran y para que, de paso, comprobaran que la reina gozaba del apoyo de César y sus legiones.

Unas semanas después nació el hijo de Cleopatra y César. Su nombre oficial era Ptolomeo Filopátor Filométor César, pero los alejandrinos no tardaron en rebautizarlo como Cesarión, «el pequeño César». Aunque algunos historiadores intentaron desmentir la paternidad de César, lo cierto es que él permitió que llevara su nombre, lo que suponía una forma de reconocerlo como hijo. En cualquier caso, desde el punto de vista romano no era un hijo legítimo, ya que su madre era extranjera, y César ni siquiera lo mencionó en su testamento.

Según una estela del Louvre catalogada con el número 335, Ptolomeo César nació el 23 de junio del año 47. Aunque hay interpretaciones distintas de la inscripción, si aceptamos esa fecha, el embarazo no habría llegado a los nueve meses, pues César arribó a Alejandría a principios de octubre y tardó unos días en conocer a Cleopatra. Eso significa que no pudieron tardar mucho en acostarse juntos. ¿Tal vez incluso la famosa noche en que Cleopatra apareció dentro de aquel saco de cuero?

De todos modos, César no asistió al nacimiento de su único hijo varón, pues a principios de junio abandonó Egipto. A esas alturas, Cicerón comentaba en una carta que nadie había sabido nada de él durante el último medio año, lo que a muchos enemigos y también aliados les hizo pensar que había muerto (
Ad Att
., 11.17a.3).

César no tardaría en demostrarles que aquellos rumores, como diría Mark Twain, eran muy exagerados.

Veni, vidi, vici

M
ientras César luchaba por sobrevivir en las calles de Alejandría, la situación se había complicado mucho para él. Tras Farsalia y la muerte de Pompeyo podía parecer que solo había un amo en el Mediterráneo, pero se trataba de un error de diagnóstico. Aunque los optimates habían perdido a un general de gran prestigio, la principal pieza que habían utilizado en su odio contra César, mantenían intacta su enemistad. Además, la guerra egipcia les había dado tiempo de sobra para reorganizarse. Ahora sus principales líderes se hallaban en África, donde habían reunido un enorme ejército. Allí se habían congregado viejos adversarios de César. El irreductible Catón había realizado una marcha épica desde Cirene hasta la provincia romana de África. También se encontraba allí Metelo Escipión, el suegro de Pompeyo, a quien debido a su rango de consular todos trataban como comandante principal de los optimates. Les suministraba tropas y provisiones el rey númida Juba, otro que no le tenía mucho cariño a César; considerando que este le había tirado de la barba durante un juicio en Roma, resultaba comprensible. Pero quizá el más peligroso de todos sus enemigos y el más encarnizado era también el más reciente, Tito Labieno.

Esta ingente fuerza ya tenía en su poder uno de los graneros que surtían de trigo a Roma, la provincia de África. Merced a su gran flota, los optimates amenazaban también con sus incursiones otras dos regiones suministradoras de trigo, Sicilia y Cerdeña. Todavía más preocupante era que corrían rumores de que la invasión de Italia por el sur era inminente.

En Hispania las cosas tampoco marchaban demasiado bien. César se había equivocado al nombrar como administrador de Hispania a Quinto Casio Longino, como si quisiera darle la razón a Cicerón cuando le reprochaba que su facción estaba compuesta por indeseables. Como tribuno de la plebe, Casio Longino había apoyado a César en aquellos tensos días de enero del 49, y por eso había sido recompensado. Ahora, como gobernador, se dedicaba a extorsionar a los hispanos con tanta codicia que pronto estalló una sublevación contra él en Corduba. La crueldad con que la reprimió Casio no lo hizo precisamente más popular. Por su culpa, la Ulterior, una provincia que se había pasado al bando de César sin luchar, ahora se había vuelto en su contra y a no mucho tardar se convertiría de nuevo en base para los pompeyanos.

En Roma, donde siempre había problemas, estos se habían recrudecido durante el año 48. El motivo era uno de los pretores nombrados por César, Celio Rufo. Este individuo era un pragmático o un cínico, según quiera interpretarse. En realidad, había muchos como él, pero a Celio se le juzga más porque gracias a la correspondencia que intercambiaba con Cicerón se conocen más sus opiniones. En una de sus cartas al orador afirmaba que en cualquier guerra civil había que irse con el más fuerte, y que en esta guerra en concreto la mayoría del senado se iría con Pompeyo, mientras que se unirían a César los que tuvieran más temor por su pasado o menos esperanzas por su futuro, ya que su ejército era mucho mejor (
Ad Fam
., 8.11.3). Y eso era precisamente lo que había hecho Celio.

Sin embargo, ahora no estaba contento. César lo había nombrado pretor peregrino, por detrás en jerarquía del pretor urbano Cayo Trebonio, el legado que había conquistado Masalia. Para aumentar su popularidad, Celio propuso una ley que abolía las deudas e incluso el pago de rentas para los inquilinos. Pensaba así en ganarse a todos aquellos que no habían quedado satisfechos con la medida anterior de César, cuando este se había limitado a rebajar los intereses de los préstamos y a revaluar los bienes inmuebles.

El senado se opuso a esta medida tan radical, como era de esperar. Mordiendo la mano que le había dado de comer, Celio promovió entonces una revuelta contra César y buscó el apoyo de Milón, el mismo que había provocado tantos disturbios en Roma en sus luchas contra Clodio. Irónicamente, el senado cesariano aprobó el
SCU
, el mismo decreto de emergencia que dirigido contra César había desencadenado la guerra civil. En las luchas que siguieron, Milón murió en Apulia y Celio asesinado en el Brutio.

Al año siguiente, el 47, el hombre más poderoso de Roma era Marco Antonio, a quien César había ordenado regresar a Italia con el grueso de sus legiones después de la victoria de Farsalia.

Aquella decisión acarreó dos problemas; uno de ellos por causa de las legiones más veteranas, como la Novena y la Décima, que aguardaban el regreso de su general sin desmovilizarse, ya que debían formar parte de su cortejo triunfal. Mientras les llegaban noticias contradictorias sobre la suerte de su comandante y se hablaba de una posible campaña en África contra los pompeyanos, los legionarios, que se hallaban acuartelados en Campania mano sobre mano, empezaron a dedicarse a lo habitual en la soldadesca ociosa: a quejarse y organizar peleas. Querían saber si se licenciarían y, sobre todo, si recibirían las bonificaciones y las tierras que César les había prometido. Si su general había muerto allá por Oriente, ¿quién se encargaría de su futuro?

El mismo Marco Antonio era el segundo problema. Poco después de Farsalia, en septiembre del 48, Servilio Isáurico, colega en el consulado de César, propuso que este fuera nombrado dictador por un año, el doble de los seis meses constitucionales. Tradicionalmente al dictador lo acompañaba un lugarteniente conocido como
magister equitum
o jefe de la caballería. Esto se debía a un antiguo tabú: el dictador, nombrado en situaciones de emergencia, tenía que compartir el destino de los legionarios y por eso se le prohibía montar a caballo, de modo que el
magister equitum
mandaba en su nombre a los jinetes.

A finales de la República, el cargo tenía poco que ver con la caballería y simplemente ocupaba un peldaño por debajo del dictador. Pero como César se hallaba lejos de Roma, su
magister equitum
, que no era otro que Marco Antonio, se había convertido de hecho en el amo de Roma.

Como militar, Antonio había destacado al lado de César lo suficiente como para que este le encomendara el mando del ala izquierda en Farsalia. Pero como gobernante podía ser un desastre si lo dejaban a sus anchas, pues su temperamento desmesurado y agresivo salía a la luz. Su conducta privada, o no tan privada ya que la exhibía sin pudor, era el escándalo de Roma. Como en sus tiempos de juventud loca, Marco Antonio asistía casi a diario a fiestas en las que bebía sin parar. En una ocasión, en la boda de un mimo llamado Hipias, pasó toda la noche empinando el codo. Al día siguiente debía presentarse en el Foro para dirigirse a la asamblea del pueblo, y lo hizo tan borracho que tuvo que interrumpir su discurso para vomitar en su propia toga mientras un amigo se la levantaba a modo de delantal.

A los más viejos del lugar, Marco Antonio les debía de recordar a Sila, porque frecuentaba la compañía de actores como el tal Hipias o Sergio, otro mimo. También era amante de una actriz llamada Citeris, a la que hacía transportar en una lujosa litera cuando salía de Roma para visitar las ciudades cercanas. En general, el lujo y la ostentación le encantaban, por lo que no resulta extraño que años después Cleopatra lo conquistara exhibiendo ante él todo el fasto de Alejandría.

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