Roma Invicta (87 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Una vez superado ese insignificante obstáculo, los jinetes pompeyanos atacarían en masa la retaguardia de César y sembrarían el caos y el terror entre sus filas. Como todo el mundo sabía, el efecto de una carga de caballería no era el mismo si se lanzaba contra el frente formado de una legión que contra sus últimas filas, siempre más desorganizadas y compuestas por efectivos de menor calidad.
[52]

Al mando de esa trascendental carga, anunció Pompeyo, estaría Tito Labieno, experto en esas lides. El antiguo legado de César tomó la palabra para explicar que el ejército que tenían frente a ellos no era realmente el que había conquistado la Galia, pues muchos de los veteranos de César habían perecido en combate, otros habían muerto de una epidemia en Italia y había muchos más que ya estaban licenciados. Así pues, iban a combatir contra legiones prácticamente bisoñas.

La realidad no era esa. Tal vez Labieno disimulaba la verdad por animar a los demás, o quizá su arenga no era más que una muestra de
wishful thinking
. En cualquier caso, estaba decidido: el ejército de Pompeyo iba a combatir. Los optimates se hallaban tan convencidos de su triunfo que hicieron preparativos para celebrarlo al día siguiente, disponiendo mesas para un gran banquete y coronando con flores y parras no solo las tiendas de los mandos, sino incluso las de los soldados rasos.

En la mañana del 9 de agosto, César dio orden de levantar el campamento. Como todos los días, observó cómo a lo lejos los hombres de Pompeyo también salían de su empalizada. Pero no hizo demasiado caso de sus movimientos, pues suponía que se iban a plantar otra vez en la ladera y no pensaba combatir allí.

A pesar de todo, al poco rato sus batidores le informaron de que el ejército de Pompeyo no se había quedado en el piedemonte, sino que había salido a la llanura y había empezado a girar a sinistrórsum —esto es, en el sentido de las agujas del reloj— para quedarse con su flanco derecho junto al río Enipeo y el izquierdo mirando hacia las colinas que cerraban la llanura por el norte.

César ordenó abortar los preparativos para la marcha y disponerse para el combate. «¡No vamos a volver a encontrar una ocasión como esta!», explicó a sus oficiales. Sobre su tienda se izó el pabellón rojo que indicaba zafarrancho de combate. César tenía tanta prisa por sacar a sus hombres —no fuera a arrepentirse Pompeyo— que hizo derribar la empalizada y rellenar la fosa de tierra en varios puntos para que sus cohortes pudieran salir ya desplegadas y no perdieran el tiempo estirándose en hileras. Tan solo dejó atrás a dos mil de sus soldados más veteranos, encargados de levantar de nuevo el vallado y proteger el campamento.

Los dos ejércitos fueron formando frente a frente, una operación laboriosa que siempre requería su tiempo. Pompeyo tenía unos cuarenta mil legionarios dispuestos en triple línea. En el flanco derecho, junto al río, había apostado a seiscientos jinetes acompañados de algunos efectivos de infantería ligera. Pero la cabeza del martillo que formaba su ejército se hallaba en el flanco izquierdo. Allí había más de seis mil jinetes entre galos, germanos y aliados de los diversos pueblos del este: gálatas, tracios, capadocios, macedonios y sirios. También a la izquierda se encontraban las mejores legiones, la Primera y la Tercera, previendo que allí se produciría el choque con la Décima de César. Cada cohorte formaba con diez filas, un despliegue más profundo de lo habitual. Era algo que se hacía a veces con tropas no muy experimentadas, pues las formaciones profundas tenían más empuje, se torcían menos al avanzar y ofrecían más seguridad a los soldados.

Frente a ellos, César disponía de unos veintidós mil legionarios. Con el fin de igualar la longitud del frente enemigo, sus cohortes formaban con seis filas de profundidad. Había dividido el frente en tres secciones. En el ala izquierda, pegada al río, había cuatro legiones, entre ellas la Octava y la Novena, que debido a las bajas sufridas en combate funcionaban combinadas como una sola unidad. Al mando de ese flanco estaba Marco Antonio. Del centro se encargaba el legado Domicio Calvino, que tenía a Publio Sila, pariente del dictador, a la derecha. Ya en el extremo se encontraba el propio César junto a la Décima legión. En el flanco formaba su caballería, apenas mil efectivos para enfrentarse a la masa de jinetes que sabía que se le iba a venir encima.

Antes de empezar la batalla, se distribuyeron las consignas para que los soldados, que iban equipados prácticamente de la misma forma en ambos ejércitos, se reconocieran durante el combate y no mataran a los suyos creyéndolos enemigos. El santo y seña de los pompeyanos era «Hércules invicto» y el de los cesarianos «Venus portadora de la victoria», como homenaje a la divina madre de la
gens
Julia.

Como se solía hacer si había tiempo, César cabalgó por la línea de batalla deteniéndose en algunos puntos para arengar a la tropa y, sobre todo, para que lo vieran a lomos de su caballo y ondeando su vistosa capa roja. Después regresó a su puesto, entre la Décima y la caballería. Allí había una pequeña unidad formada por ciento veinte
evocati
, soldados licenciados que se habían reenganchado para combatir por su antiguo general. Los mandaba Cayo Crastino, que el año anterior había sido primipilo de la Décima legión; lo que es tanto como decir el centurión más prestigioso de todo el ejército.

Al ver a César, Crastino le dijo: «General, hoy voy a comportarme de tal manera que estarás orgulloso de mí, vivo o muerto». Después se dirigió a los demás
evocati
y exclamó: «¡Seguidme, vosotros que una vez servisteis bajo mis órdenes! ¡Luchad por el general al que jurasteis lealtad! Solo nos queda un último combate. ¡Cuando termine, César recuperará su dignidad y nosotros nuestra libertad!» (César,
BC
, 91).

Dicho esto, Crastino arrancó a correr el primero, adelantándose a todo el ejército. Segundos después, los ciento veinte voluntarios de su nutrida centuria lo siguieron. Para algunos expertos, esta especie de carga suicida fue en realidad una
devotio
, un antiguo ritual por el que el ejército enemigo al completo era ofrecido como víctima a los manes, los dioses infernales. El poder de este sacrificio, que era también una maldición, se basaba en que quien pronunciaba el voto de algún modo chantajeaba a los dioses ofrendándose a sí mismo. Gracias a la moral que insuflaba la
devotio
en los soldados que escuchaban las palabras del ritual convencidos de su poder mágico, los romanos habían ganado batallas tan comprometidas como la del Vesubio en el año 340 o la de Sentino en el 295. En
Roma victoriosa
ya aparecía la terrible fórmula de este voto:

Jano, Júpiter, padre Marte, Quirino, Belona y vosotros lares, novensiles e indigetes, deidades que tenéis poder sobre nosotros y nuestros enemigos; y vosotros también, divinos manes: os rezo, os reverencio y os ruego que bendigáis al pueblo romano con poder y con victoria, y que lancéis sobre sus enemigos miedo, terror y muerte. Ahora, por el bien del pueblo romano, del ejército, de las legiones y de sus aliados, ofrezco en sacrificio a los manes y a la Tierra las legiones y los auxiliares del enemigo, del mismo modo que me ofrendo a mí mismo.

Si en verdad se trató de una
devotio
, como sospecho, los dioses aceptaron la vida de Crastino, algo que era de esperar tomando en cuenta que se había adelantado a los demás de forma tan temeraria: cuando trató de romper las filas enemigas, un soldado pompeyano le clavó su espada en la boca y lo mató.

Mientras las filas de infantería de César cargaban contra el enemigo, la caballería de Pompeyo hacía lo propio. Todo debió de ocurrir muy rápido y de forma simultánea, pero como la literatura es secuencial y no multisensorial como el cine, resulta imprescindible dividir la acción por sectores para relatarla, como hace César en
La guerra civil
.

Empecemos por la infantería. Cuando las cohortes de la primera línea cesariana avanzaron contra las pompeyanas, lo normal habría sido que estas hicieran lo propio. Pero Pompeyo, siguiendo consejos de varios legados, había instruido a sus soldados para que aguantaran la posición sin mover los pies del sitio. De ese modo no se desordenarían —se ve que no confiaban mucho en su disciplina— y, además, al no correr no sumarían su velocidad a la de los
pila
enemigos y el impacto sería más débil. César critica en su texto esta decisión, porque priva a los hombres del «ardor y animosidad de espíritu que se enardece por el deseo de luchar» (
BC
, 92), un brío instintivo que los hombres poseen de forma innata y que sirve para vencer su miedo.

Al ver que el enemigo ni se movía y ellos tenían que recorrer el doble de distancia, los centuriones de César, por propia iniciativa, ordenaron a sus hombres que se detuvieran con el fin de enderezar las filas y tomar algo de aliento: una muestra de disciplina y organización que seguramente no era improvisada, sino que había sido entrenada. Más adelante, el militar anónimo que escribió
La guerra africana
comentó que César era un obseso del adiestramiento y que preparaba a sus tropas no como un general a unos veteranos, sino como un instructor de gladiadores a sus alumnos (
B. Af
., 71). Sin duda, el entrenamiento constante tenía mucho que ver con las altas prestaciones de las legiones de César.

Recobrado el resuello, los soldados de César reanudaron la embestida, lanzaron una andanada de
pila
, desenvainaron las espadas y se lanzaron al cuerpo a cuerpo, en la mayor batalla entre ejércitos romanos que se había librado hasta entonces.

Por el momento, el combate se trabó escudo contra escudo. Entretanto, la caballería mandada por Labieno había cargado contra la de César y, como era de esperar, la había puesto en fuga en cuestión de minutos o segundos. A continuación, según el guión programado, los jinetes pompeyanos hicieron una variación derecha para sorprender por detrás a la tercera línea de cohortes de César.

Pero los sorprendidos fueron ellos.

Conociendo la superioridad en caballería del enemigo, César había previsto la maniobra de Pompeyo. Por muy feroces que fueran sus germanos, no confiaba en que con tan solo mil efectivos pudieran detener la carga, de modo que les había dado instrucciones para que resistieran de forma casi simbólica hasta oír su señal y después se retirasen.

Todo era una trampa. Antes de la batalla, César había sacado de la reserva situada en la tercera línea seis cohortes. Con ellas había formado una cuarta línea que, en lugar de quedarse atrás, constituía una especie de bisagra en un ángulo de cuarenta y cinco grados con el resto de las unidades. Las legiones situadas al frente y, sobre todo, la caballería habían ocultado a los ojos del enemigo la posición de estas seis cohortes. Es probable, incluso, que estuvieran aguantando rodilla en tierra a que llegara su momento.

Y llegó.

En su primer choque contra la caballería enemiga, la de Labieno había perdido impulso. En cualquier caso, las galopadas frenéticas contra una línea enemiga al estilo de los Rohirrim en
El retorno del rey
eran imposibles, por muy estéticas que puedan quedar en el cine. Cuando los jinetes pompeyanos se disponían a cobrar velocidad de nuevo, se encontraron de cascos a boca con una línea de escudos y
pila
perfectamente formada.

En esta ocasión no hubo descarga de jabalinas, pues César había ordenado expresamente a sus soldados que en lugar de soltarlas las usaran a modo de lanzas.

Según Plutarco, los legionarios de César levantaron sus
pila
y amenazaron con sus puntas los rostros de los jinetes, que apartaban la cara para que no los desfiguraran, ya que eran poco menos que unos petimetres presumidos (
César
, 45). Es un comentario bastante absurdo, porque los soldados de caballería formaban parte de una élite guerrera y no iban a asustarse tan fácilmente por algo así. Otra cosa bien distinta debió de ocurrirles a los corceles, que al verse ante una muralla de escudos de la que brotaban aguzados pinchos metálicos que se agitaban, se espantaron y empezaron a recular.

Allí estuvo la clave de la batalla. Tras una breve pugna, se desató tal caos entre la caballería pompeyana que los jinetes empezaron a huir en desbandada. Al despejar el terreno, dejaron al descubierto a los arqueros y honderos que venían detrás dispuestos a lanzarse sobre los soldados de la Décima legión y disparar contra sus costados derechos, siempre más desprotegidos. Al verse vendidos, aquellos soldados de infantería ligera emprendieron la huida, y muchos de ellos fueron aniquilados por las cohortes de la cuarta línea.

Mientras tanto, el combate entre las dos grandes líneas de infantería continuaba. Pasados unos minutos y viendo que la caballería enemiga había huido, César decidió mandar más efectivos a la refriega y dio la señal de avanzar a la tercera línea. Al mismo tiempo, ordenó a las cohortes de la cuarta, las mismas que habían abortado la carga de los jinetes de Labieno, que dejaran de perseguir a los arqueros enemigos y se cobraran una pieza más valiosa: el flanco izquierdo de la infantería pompeyana.

Cuando empezó a cerrarse aquella pinza, los soldados de Pompeyo aguantaron todavía unos minutos, pero él no. Al ver que las cosas se ponían feas, hizo que su montura volviese grupas y se retiró a uña de caballo. Abandonados por su general, los restos de su ejército se dieron a la fuga también o se rindieron. Como señala F. E. Adcock, «En Dirraquio César había sido el último soldado de su ejército que resultó derrotado; en Farsalia, Pompeyo fue el primero».
[53]

Cicerón, que había visitado el campamento pompeyano tiempo antes, pero no estuvo presente en la batalla, lo expresó de otra forma. Para él, la culpa de lo ocurrido era de la victoria de Dirraquio, que había hecho a Pompeyo confiarse demasiado.

Desde aquel día aquel varón insigne dejó de ser un general. Con un ejército de novatos reclutado a toda prisa se atrevió a combatir contra las legiones más poderosas de todas. Una vez derrotado, para su gran vergüenza abandonó el campamento y huyó solo. (
Ad Fam
., 7.3.2).

La victoria de César fue casi total. Entre aquel día y el siguiente, más de veinte mil soldados enemigos se rindieron ante él, que perdonó la vida a la mayoría. Entre aquellos que recibieron su clemencia se hallaba Marco Junio Bruto, hijo de su amante Servilia y uno de los principales protagonistas de los idus de marzo.

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