Eso explica la estrategia que siguió César a continuación. Lo que de verdad deseaba era cruzar el mar detrás de sus enemigos y enfrentarse a ellos. Pero Pompeyo, que era un gran organizador, se las había arreglado para llevarse todos los barcos de la costa. Reunir una flota para transportar sus tropas sería una labor larga y tediosa, de modo que por el momento renunció a ella.
En Hispania estaban las mejores legiones de Pompeyo. De momento no se habían movido, pero era de suponer que no tardarían en ponerse en marcha y amenazar la Galia desde el sur. César decidió que debía llevar aquel asunto personalmente y comentó: «Primero me encargaré de un ejército sin general y después de un general sin ejército» (Suetonio,
César
, 34).
Por otra parte, había que asegurarse el dominio de los principales graneros que surtían de trigo a Italia para evitar que sus enemigos los vencieran por hambre. Con tal fin, envió comandantes para que se hicieran con el control de Cerdeña, Sicilia y África.
Pero antes de partir para Hispania, César tenía que arreglar asuntos en Roma. Por el camino se entrevistó con Cicerón, sabiendo que se sentía decepcionado con los optimates, y le pidió que asistiera a la sesión del senado que pensaba convocar. El orador contestó que solo lo haría si César le aseguraba que no iría con un ejército a Grecia ni a Hispania, pues no quería que perjudicara a su amigo Pompeyo. No hubo acuerdo, como era de esperar, y Cicerón cruzaría más tarde a Grecia por fidelidad a quien le había hecho regresar de su exilio
Cuando César llegó a Roma, al principio no penetró en el pomerio, pues como procónsul le estaba vedado y quería respetar las normas dentro de lo posible. Convocados por los tribunos Marco Antonio y Casio, que tenían autoridad para ello, los senadores que seguían en la ciudad se reunieron en las afueras. Formaban una versión reducida del senado completo, pero había entre ellos catorce miembros que habían sido cónsules.
Ante ellos, César explicó sus razones, y pidió que el senado enviara emisarios a Pompeyo para reconciliarlos a ambos. Los senadores no se opusieron, pero nadie se presentó voluntario para la embajada. La razón era que Pompeyo había declarado traidores a todos los que se quedaran en Roma, y temían que si se aparecían ante él los ejecutara como a tales.
Tras la sesión con los padres conscriptos, reunió a la asamblea del pueblo y repitió un discurso parecido. Para ganarse el apoyo del pueblo, aseguró que iba a mantener los repartos de trigo y prometió asimismo trescientos sestercios como obsequio para cada ciudadano.
Todavía le quedaba una cuestión peliaguda, la principal que tenía en mente al pasar por Roma: el dinero. César se había convertido en un hombre muy acaudalado con la conquista de la Galia, pero había invertido buena parte de ese dinero en ganar partidarios por toda Italia. Por otro lado, aunque Craso había dicho que ningún hombre podía llamarse rico hasta que reclutara su propio ejército, seguramente no pensaba en uno con las dimensiones del de César, que entre tropas veteranas y recién alistadas tenía que encargarse de alimentar, equipar y pagar a trece legiones.
César intentó convencer al senado de que el tesoro financiara su guerra, pero el tribuno Lucio Metelo interpuso su veto. A César se le debieron llevar todos los demonios. ¿Cómo librarse de aquel estorbo cuando uno de sus principales argumentos para cruzar el Rubicón era que sus enemigos habían maltratado a dos tribunos de la plebe? Si intentaba algo contra Metelo, perdería popularidad. Pero si no conseguía dinero para pagar a sus tropas, ¿cuánto tardarían en amotinarse?
Era un dilema diabólico que César resolvió apostando por sus soldados y en contra de la constitución. Con una escolta armada traspasó el pomerio y se dirigió al templo de Saturno. Allí estaba aguardando Metelo, que demostró un gran coraje intentando impedirle el paso. César amenazó con matarlo si no se apartaba, ante lo cual el tribuno finalmente cedió. Después, al ver que las llaves no aparecían, César hizo traer cerrajeros para que forzaran la puerta. De allí se llevó quince mil lingotes de oro, treinta mil de plata y treinta millones de sestercios, más un fondo que llevaba mucho tiempo reservado para una eventual invasión gala como la del año 387. «Ese fondo ya no hace falta: yo he acabado con el peligro de los galos», se justificó César. Fue un buen pellizco de dinero del que se apropió, pero a cambio se dejó unos cuantos jirones de popularidad enganchados en la puerta de aquel templo.
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ésar dejó al pretor Emilio Lépido al cargo de Roma y a Marco Antonio como general de las tropas de Italia. Después se dirigió a Hispania. De camino pasó por Masalia, adonde llegó el 19 de abril. Allí se encontró con la desagradable sorpresa de que aquella ciudad estratégicamente situada se declaraba neutral y no le dejaba entrar.
Unos días más tarde, Domicio Ahenobarbo apareció en un barco y los masaliotas lo acogieron en su puerto. Eso demostraba que la ciudad, lejos de mantenerse neutral, se había pasado al bando de Pompeyo. El responsable en buena medida era el propio Ahenobarbo, cuya familia tenía clientes en Masalia desde hacía generaciones y podía argüir que el senado lo había nombrado legítimo gobernador de la Galia Transalpina.
Aunque César debió de preguntarse por qué habría permitido escapar tan tranquilo a Ahenobarbo cuando le echó las manos encima en Corfinio, no le quedó más remedio que resignarse. Las murallas de Masalia habían aguantado muchos ataques durante siglos, pero César no podía dejar una ciudad tan importante a sus espaldas sin tomar medidas. Él mismo emprendió las obras de asedio y ordenó construir una flota en Arelate (Arlés), junto a la desembocadura del Ródano. Cuando verificó que el cerco estaba bien encarrilado, dejó a dos oficiales con tres legiones sitiando la ciudad y prosiguió su camino hacia el oeste con una escolta de novecientos jinetes germanos.
En Hispania lo aguardaban siete legiones enemigas. Cinco se hallaban en la provincia Citerior, al mando de los legados Lucio Afranio y Marco Petreyo. Las otras dos estaban en la Ulterior, con el gran erudito Marco Terencio Varrón, autor del célebre tratado
Sobre la lengua latina
, y no llegaron a participar en el conflicto.
A César, por su parte, le esperaban en Ilerda (Lérida) seis legiones que había enviado por delante con su legado Fabio. Los legados de Pompeyo controlaban la ciudad y dominaban el puente de piedra sobre el río Segre, que bajaba muy crecido por el deshielo de los Pirineos. Gracias a eso los pompeyanos podían pasar a la orilla oriental para que los caballos forrajearan, algo que resultaba imprescindible porque la ribera occidental había quedado prácticamente pelada.
Por su parte, Fabio había hecho construir dos puentes de madera, que servían para que sus hombres cruzaran todos los días con los caballos al otro lado; pero al hacerlo, sufrían el acoso constante del enemigo, que gozaba de una posición mucho más cómoda.
Cuando comprobó lo difícil que resultaba aprovisionar a sus tropas y sus caballos, César intentó precipitar las cosas provocando a sus enemigos al combate. Además, tenía prisa: cuanto más tiempo pasara, más legiones alistaría y adiestraría Pompeyo en Grecia. Por eso planeó tomar una posición estratégica entre Ilerda y el campamento pompeyano, pensando que los legados de Pompeyo no lo permitirían y se enfrentarían a sus hombres. En eso acertó, pero la jugada no le salió bien: los soldados enemigos cargaron cuesta arriba contra los suyos y durante horas se libró una feroz batalla en la que no logró imponerse. Al final, frustrado, César no tuvo más remedio que abandonar la posición.
Días después vino una crecida que se llevó por delante los dos puentes de madera. César y sus hombres se quedaron encerrados entre dos ríos, el Segre y el Cinca. Allí les resultaba imposible recibir suministros por la ruta que llegaba de la Galia. Intentaron reconstruir los puentes, pero resultó inútil: las aguas bajaban demasiado fuertes y derribaban los pilares, y para empeorar la situación los enemigos no dejaban de acosarlos disparando con su artillería desde la otra orilla.
Así transcurrieron diez días. Las provisiones escaseaban tanto que César se vio forzado a recortar las raciones. Como no podían continuar de ese modo, ordenó a sus soldados que construyeran coracles, un tipo de bote que había visto en Britania y que consistía en una sencilla armazón de madera recubierta de cuero.
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Por la noche, una caravana de carros transportó los coracles remontando la orilla del Segre más de treinta kilómetros. Lejos de los enemigos, una legión entera logró cruzar el río en aquellas peculiares embarcaciones. Una vez dominadas ambas orillas, los hombres de César se las ingeniaron para construir un nuevo puente en tan solo dos días.
Gracias al puente y a que había traído más caballería que los pompeyanos, a partir de ese momento fue César quien se dedicó a acosar a las patrullas de forrajeo enemigas. Asimismo, puso a sus hombres a excavar grandes zanjas al norte de Ilerda con el fin de canalizar el Segre y convertirlo en vadeable.
Afranio y Petreyo decidieron que la posición se había vuelto insostenible y se retiraron hacia el Ebro. César los siguió, hostigándolos sin cesar con su caballería. Por fin, los pompeyanos no tuvieron más remedio que detenerse y acampar en una posición en la que apenas disponían de provisiones. Los oficiales y los soldados de César le instaron a atacar y destruir al enemigo de una vez, pero él se negó, previendo que podía conseguir una victoria sin derramamiento de sangre.
Durante los días siguientes, ambos ejércitos se dedicaron a construir las fortificaciones habituales. La cercanía hizo que los hombres de los dos bandos empezaran a confraternizar, algo que ocurriría más de una vez durante esta guerra civil. Poco a poco se acercaron más, y llegó un momento en que muchos cesarianos visitaron el cuartel de los pompeyanos y viceversa.
Petreyo intentó impedirlo y ordenó matar a los enemigos infiltrados en su campamento, pero sus propios soldados los escondieron en sus tiendas y les dejaron huir por la noche. César, maestro de la propaganda, hizo todo lo contrario, anunciando que los pompeyanos que estaban en su campamento podían irse o quedarse con él, como prefirieran.
A buen seguro, los cesarianos comentaron a sus adversarios que César, amén de otras ventajas, los retribuía con el doble de sueldo. Lo curioso es que, pese a que se había apoderado del tesoro, cuando César llegó a Hispania no le quedó otro remedio que pedir dinero prestado a sus propios centuriones para pagar a los soldados. Aquello tenía su lógica: los soldados estaban contentos con la bolsa llena y los centuriones luchaban con más denuedo por su general para que este sobreviviera y les devolviera la deuda.
Con un ejército muy reducido por las deserciones, Afranio y Petreyo consiguieron romper el cerco y regresaron a Ilerda. A esas alturas ya no les quedaba más remedio que comerse a sus propias bestias de carga, que de todos modos empezaban a morir porque llevaban cuatro días sin pastar. Los hombres de César volvieron a perseguirlos y a cercarlos, esta vez en una posición donde los pompeyanos tampoco tenían agua. Por fin, Afranio se entrevistó con César y le pidió que perdonara a sus hombres; habían combatido porque tenían un compromiso con Pompeyo, pero consideraba que habían quedado libres de él, porque habían sufrido más privaciones de las que un ser humano podía tolerar.
Tras escucharle, César lo censuró por haberse opuesto unos días antes a una paz que sus hombres querían negociar. De paso, le recordó por qué estaba haciendo la guerra: a todos los demás generales de éxito se les permitía regresar a casa con honores o al menos sin ignominia. Únicamente a César se le negaba ese derecho. Pero él no pensaba tratar a los demás del mismo modo. Ni siquiera pretendía quitarles su ejército para quedarse con él: tan solo quería que lo disolvieran y que ninguno de esos soldados volviera a luchar contra él.
A
sí, sin demasiado derramamiento de sangre, César venció al primer ejército de Pompeyo, muchos de cuyos soldados se pasaron a sus filas. En cuanto a Afranio y Petreyo, regresaron con Pompeyo para seguir luchando contra César.
César continuó su camino hacia el oeste, ofreciendo el perdón a todos los que se pasaran a su bando. Varrón, que estaba al mando de la Ulterior, no tardó en rendirse. En apenas dos meses, César se había apoderado de toda Hispania. Tras organizar algunas cosas, dejó al tribuno Casio Longino como gobernador y regresó a Italia.
Durante el viaje, en octubre, César llegó a tiempo de aceptar la rendición de Masalia, que había capitulado después de siete meses. Sin embargo, no todas las noticias eran buenas. Curión, que tanto le había apoyado como tribuno, había empezado bien su labor como legado expulsando a Catón de Sicilia y asegurando el suministro de cereal que provenía de aquella isla. Cumplida esa primera misión, cruzó el mar hasta África, donde cosechó una victoria sobre los pompeyanos. Pero después el rey númida Juba, aliado de Pompeyo, le tendió una emboscada en la que pereció. África, así pues, quedaba en manos del enemigo.
De camino a Roma informaron a César de más contratiempos. Una de sus flotas, formada por cuarenta naves de guerra, había sido capturada por los pompeyanos. Empeorando las cosas, las quince cohortes que acudieron desde Iliria para rescatarlas también habían caído en poder de Pompeyo.
Todo eso, con ser grave, no fue lo que más preocupó a César. Estando todavía en Masalia recibió un despacho que le hizo acudir a toda prisa a la ciudad de Placentia, a orillas del Po. Por primera vez desde el año 58, una de sus legiones se había amotinado. Y no una de las nuevas, sino la Novena, que llevaba combatiendo con él desde la primera campaña gala.
Ya en Placentia, los soldados le presentaron una lista de reivindicaciones. Algunos habían cumplido con el periodo por el que se habían alistado y querían licenciarse ya. Pero lo que exigía la mayoría era dinero: cuando estuvieron a punto de dar caza a Pompeyo en Brindisi, César les había prometido una bonificación de dos mil sestercios que a esas alturas todavía no les había pagado. El botín tampoco les compensaba, porque César estaba siendo demasiado clemente y no les permitía saquear las poblaciones que tomaban.
Un motín era una cosa muy seria. Por mucha autoridad que tuviese César y por muchos germanos que lo escoltaran, los soldados que lo rodeaban eran muchos más que ellos. Varios generales romanos habían muerto en esas revueltas, y otros se habían salvado transigiendo con las condiciones que les exigían o relajando la disciplina. Los soldados de la Novena, sabiendo que su general no era excesivamente duro ni ordenancista, debieron de pensar que cedería. Al fin y al cabo, todavía quedaba lo más duro de la guerra, enfrentarse al mismísimo Pompeyo, y su general dependía de ellos para conseguirlo.