Una vez que lograron sacudirse de encima a sus atacantes, los hombres de César, que apenas se habían apartado unos metros de sus estandartes, rehicieron la formación y se dirigieron hacia su campamento. César les había ordenado expresamente que las cargas contra los enemigos fueran muy cortas, lo justo para espantarlos, pero sin apartarse demasiado de la formación. Probablemente, sabía lo que le había ocurrido a su joven legado Publio Craso en Carras cuando lanzó un valiente contraataque contra la caballería de Surena: al principio había conseguido rechazarla, pero cuando sus hombres se alejaron demasiado del grueso de su ejército fueron presa fácil para los enemigos, que los rodearon y mataron o apresaron a casi todos.
Mientras volvían al cuartel, apareció Petreyo, al que Labieno había dejado atrás en su impaciencia por alcanzar el primero a César. Petreyo traía consigo arqueros, honderos, mil seiscientos jinetes y seis mil soldados de infantería ligera y pesada. Con ellos, las tropas de Labieno cobraron nuevos ánimos y se dedicaron a acosar a la retaguardia de César en su retirada.
Lo que ocurrió a continuación varía según quien lo relate. El anónimo autor de
La guerra africana
, un soldado o un tribuno cesariano, habla de una retirada más o menos ordenada y de cómo en cierto momento César lanzó un contraataque para hacer recular a sus perseguidores. En cambio, según Apiano, los pompeyanos iban ganando cuando Petreyo decidió que ya era suficiente y ordenó abandonar la lucha comentando con desdén: «No vamos a robarle la victoria a nuestro general Escipión» (
BC
, 2.95). (A Labieno, muerto su caballo, lo había recogido un escolta).
A decir verdad, ambas versiones podrían armonizarse en una más o menos verosímil: las cohortes de César se retiraron a duras penas, hostigadas por la caballería enemiga y sufriendo cierto número de bajas por sus disparos. Cada cierta distancia seguramente tenían que formar filas de nuevo, dar media vuelta y amagar con una carga para ahuyentar a sus perseguidores durante unos minutos. Así debieron proceder hasta llegar a su campamento en Ruspina.
Mientras unas cohortes en retirada conservaran su cohesión, era imposible que la caballería enemiga se acercara lo bastante como para organizar una verdadera matanza. Conservar la disciplina fue un gran mérito de César, y les salvó a él y a sus hombres de ser aniquilados como le había ocurrido a Craso en circunstancias similares. También contó la buena fortuna: se encontraban a poca distancia de su campamento, y además, en aquellas fechas del año, la noche, que interrumpió la persecución, caía pronto. Si hubieran tenido que aguantar mucho más tiempo y bajo un sol ardiente como las legiones de Craso en Carras, quizá la historia del mundo habría sido muy distinta, porque César no habría salido vivo de allí.
Después de aquello, la campaña se estancó durante varias semanas, mientras César seguía adiestrando a sus reclutas y poco a poco llegaban barcos con refuerzos. Cumpliendo el encargo de César, Salustio logró tomar la isla de Cercina y apareció con víveres que fueron muy bien recibidos. Aun así, la zona de forrajeo a la que se veían restringidos los cesarianos era muy pequeña, poco más de cinco kilómetros. Para mantener a sus monturas con vida, los soldados recogían algas muertas de la playa, las lavaban con agua dulce para quitarles la sal y después de secarlas se las daban a los caballos a modo de pasto.
Entretanto, Metelo Escipión había llegado con el grueso de sus fuerzas, que ahora estaban acampadas a cinco kilómetros del campamento de César. Aguardaban también la llegada de Juba, lo que habría otorgado a los pompeyanos una aplastante superioridad numérica. Sin embargo, el rey númida tuvo que regresar a las fronteras orientales de su reino, porque Boco de Mauritania (monarca al que César había reconocido en el año 49) las había invadido junto con un aventurero romano llamado Publio Sitio. El tal Sitio, que ya tenía sus años, había sido amigo de Sila. Cuando tiempo después lo implicaron en la conjuración de Catilina, con razón o sin ella, liquidó sus propiedades en Italia, viajó a Mauritania y ofreció sus servicios como asesor militar al rey Boco.
Mientras pasaban las semanas, también se libraba una guerra propagandística. César hacía proclamar que los romanos que servían con los optimates obedeciendo las órdenes de un rey extranjero y no las del propio César, cónsul legítimo, eran muy malos patriotas. Asimismo, para sugerir que Escipión no era más que una marioneta de Juba, hizo correr el rumor de que había dejado de usar el
paludamentum
, la capa de general, porque al soberano númida no le hacía ninguna gracia. Pero el reclamo más efectivo no iba dirigido a los nobles, sino a los soldados: César prometió que perdonaría a todos los que se pasaran a su bando y que les pagaría las mismas bonificaciones que a sus hombres.
Conforme pasaban los días, muchos soldados abandonaban las filas de los optimates para unirse a César, mientras que del ejército de este no desertaba nadie. En una ocasión, una nave que venía de Sicilia transportando soldados veteranos y reclutas se extravió del resto de la flota y acabó cayendo en poder de los pompeyanos. Cuando los llevaron a presencia de Escipión, este intentó ganárselos ofreciéndoles perdón y dinero si se pasaban a su bando y renunciaban a aquel criminal que tenían por general.
Un centurión de la Decimocuarta tomó la palabra en nombre de los demás y respondió que con gusto querrían seguir viviendo, pero que las condiciones les parecían inaceptables. El centurión añadió que, con el fin de demostrar el valor de los hombres de César, estaba dispuesto a que Escipión eligiera a la cohorte que él quisiera para que se enfrentara a tan solo diez de ellos. Aquella mezcla de bravuconada e insolencia sacó de sus casillas al general optimate, que ordenó a sus centuriones que mataran a aquel hombre en el acto. Después, separaron a los veteranos de los reclutas, se los llevaron del campamento y los mataron entre torturas.
Por fin, en abril, César se sintió lo bastante fuerte como para pasar a la ofensiva. Habían llegado ya dos legiones experimentadas, la Decimotercera y la Decimocuarta, y dos más que veteranas, la Novena y la Décima.
Pero él no era el único que había recibido refuerzos: tras dejar en sus fronteras un ejército para contener a los invasores, el rey Juba regresó con tres de sus legiones, miles de jinetes y sesenta elefantes.
César quería librar ya una batalla decisiva, pero en un lugar donde el enemigo no pudiera hacer valer su superioridad numérica. Tras abandonar su posición en Ruspina se movió hacia el sur, a las localidades de Uzita y Agar, donde retó varias veces a las tropas de Escipión. Pese a ello, este se negaba a aceptar el combate y todo se limitaba a escaramuzas, sobre todo de caballería y tropas ligeras.
El 4 de abril, César llegó a Tapso, un puerto clave para los enemigos, y se dispuso a asediarlo. La guarnición del lugar envió una petición de auxilio a Escipión, y este acudió, pensando que ya tenía a su enemigo donde quería.
Tapso se hallaba rodeada por el mar a un lado y una laguna de agua salada al otro. Dos lenguas de tierra, una al sur y otra al oeste, la unían al continente y eran los dos únicos accesos para llegar a la ciudad. Escipión pensó que, si lograba bloquear esos dos istmos, César no tendría forma de escapar. Si antes había sufrido problemas de abastecimiento, ahora su ejército directamente moriría de hambre.
En una marcha nocturna, Escipión llevó al grueso de sus tropas hasta el acceso situado al oeste. Mientras tanto, Juba y Afranio acamparon en el istmo sur con el resto del ejército. La idea era excavar zanjas y levantar empalizadas para encerrar a César allí.
Era lo que quería César, que había obligado a los pompeyanos a dividir sus fuerzas. Se trataba de una maniobra arriesgada, y se estaba moviendo en el filo de la navaja. Pero cuando en la mañana del 6 de abril vio a Escipión acampado al oeste, observó que sus tropas tenían el mar a su izquierda y la laguna a su derecha. Aquel terreno era relativamente estrecho y no permitía las rápidas maniobras de flanqueo y retirada que tanto le gustaban a la caballería númida.
César decidió que había llegado el momento. Dejó a dos legiones bisoñas vigilando las obras de asedio por si los defensores de Tapso intentaban una salida y avanzó con las otras ocho.
Esta vez, César recurrió al despliegue estándar y colocó a sus hombres en
triplex acies
. En las alas hizo formar a las legiones más veteranas: el lugar de honor se lo dio a la Décima y la Novena y a la izquierda puso a la Decimotercera y la Decimocuarta. Ambos flancos estaban protegidas por arqueros y honderos; pero, para reforzarlos todavía más como precaución contra los elefantes, dividió en dos a la Quinta
Alaudae
y desplegó cinco de sus cohortes detrás de cada ala. En el centro colocó a las tres legiones restantes, las menos experimentadas. La caballería formaba en el escaso hueco que quedaba a ambos lados. A César no le preocupaba demasiado, pues con gusto habría renunciado a su caballería con tal de librarse de la del enemigo.
Frente a ellos, Escipión presentaba un despliegue similar, con la diferencia de que disponía de más caballería y de que delante de cada flanco había treinta elefantes.
«Hoy es el día», pensó César. Sin apresurarse, desfiló a pie por delante de sus unidades en un paseo de dos kilómetros que en circunstancias normales le habría llevado veinte minutos, pero que le debió demorar más de una hora mientras se detenía aquí y allá para saludar y dar ánimos. En particular, cuando llegó al centro exhortó a los más novatos a emular a los veteranos para conseguir como ellos
famam
,
locum
,
nomen
: fama, estatus y reputación.
Mientras inspeccionaba y arengaba a sus unidades, observó que reinaba cierto desorden en las filas enemigas, como si los hombres de Escipión estuvieran inquietos o asustados, o se hubiera producido algún problema de organización en el despliegue. Los oficiales cesarianos y los
evocati
, los veteranos reenganchados, urgieron a César a dar la orden para atacar. ¡Aquella era una señal que les enviaban los dioses y no había que desaprovecharla!
Por alguna razón, tal vez porque no se hallaba del todo satisfecho con su formación, César no quería cargar todavía y trataba de contener a sus hombres. De pronto, en el ala derecha, donde formaban los más veteranos, resonaron unas penetrantes notas metálicas. Eran los soldados de la Décima, o quizá de la Novena, que habían obligado al
cornicen
a tocar la señal de ataque.
Obedeciendo las órdenes de César, los centuriones se plantaron delante de la primera fila y trataron de refrenar a los más impacientes empujándolos hacia atrás a golpe de pecho. Pero era en vano. El movimiento que había empezado en la derecha se contagiaba a toda la primera línea.
César debió de pensar lo mismo que dejó escrito al relatar Farsalia: «Todos los hombres poseen de forma innata cierto ardor y animosidad de espíritu que se enardece por el deseo de luchar» (
BC
, 92). Decidido a desatar aquella furia, indicó el santo y seña para sus hombres, uno que podría habérsele ocurrido a Sila:
Felicitas!
, «¡Buena suerte!».
Desencadenados como una fuerza de la naturaleza, los hombres de César se abalanzaron sobre los de Escipión. En el flanco derecho, los honderos y arqueros se adelantaron a los demás y descargaron andanadas de proyectiles sobre los elefantes. Estos, demostrando, como decía Apiano, que merecían el calificativo de «el enemigo común», se asustaron con los silbidos de los proyectiles y los impactos, dieron media vuelta, aplastaron a los suyos y huyeron por las puertas de la empalizada, que aún estaba a medio construir. A los paquidermos los siguió la caballería, y en cuestión de minutos toda el ala izquierda de Escipión se desmoronó.
El miedo se contagió a todo el ejército, que se retiró en tropel al campamento. Pero este no podía servirles de protección, puesto que apenas habían empezado a fortificarlo. Muchos se quitaron las armaduras para huir más ligeros, y otros que se retiraron a una pequeña elevación abatieron las armas en lugar de rendición.
Aquella campaña se había enconado tanto que los soldados de César no estaban dispuestos a ser tan misericordiosos como en Farsalia. Mataron por igual a los que empuñaban las armas y a los que seguían resistiéndose. El furor llegó a tal punto que cuando algunos oficiales cesarianos intentaron contener a sus soldados, estos los asesinaron también, en parte porque los veían como aristócratas que por sus rencillas internas habían provocado aquella larga guerra.
Diez mil soldados pompeyanos murieron ese día. A lo largo de este libro he puesto muchas veces en duda las cifras de bajas en las batallas de los romanos, pero este número tiene todos los visos de ser verosímil. En cuanto a los mandos, la mayoría de los que escaparon acabaron mal. Metelo Escipión intentó huir a Hispania en barco; pero cuando las naves del mercenario Sitio lo interceptaron, se clavó su propia espada y se arrojó al mar. Afranio cayó en manos de este mismo Sitio, y César lo condenó a muerte: una cosa era perdonar a un enemigo una vez y otra hacerlo dos veces.
[59]
El rey Juba y Petreyo huyeron a Zama. Para su desgracia, no pudieron entrar en ella, pues al enterarse de la victoria de César la guarnición les cerró las puertas. Ambos se batieron en un extraño duelo a muerte para que el enemigo no los capturara con vida; Petreyo ganó y después ordenó a un esclavo suyo que lo matara con un cuchillo. (En otras versiones gana Juba).
Labieno consiguió escapar hasta Hispania. Allí se reunió con los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, dispuesto a mantener viva la llama de la causa optimate.
Cuando Catón, que seguía en Útica, conoció la noticia de la victoria de César, comunicó a sus allegados: «No quiero estar en deuda con un tirano por sus obras ilegales. Cuando perdona a hombres de los que no es el amo, César quebranta la ley». Después se suicidó. Con esta última decisión se ganó para la posteridad la fama de hombre íntegro e incorruptible, un romano de una sola pieza. Pero también había llamado tirano a Pompeyo antes de que le resultara útil, y en el fondo no era más que el representante de una oligarquía bastante xenófoba que se creía depositaria única de las prístinas virtudes romanas.
Tras la batalla de Tapso, César convirtió en provincia parte del reino de Juba. El resto de su territorio se lo entregó al reino de Mauritania y al renegado Sitio, que tanto le había ayudado. También impuso multas y confiscó propiedades a los individuos y comunidades que habían ayudado a los pompeyanos. Con ello, como siempre, mataba dos pájaros de un tiro: castigaba a los adversarios y hacía caja.