Aparte de estos excesos, Antonio demostró ser poco eficaz como administrador. Por lo general, prefería recurrir a la violencia que a la persuasión, lo que no contribuía a hacerle buena propaganda a César.
Las ocasiones para recurrir a ella no tardaron en presentarse. Durante el año 47, el tribuno Publio Dolabela, yerno de Cicerón, decidió resucitar la propuesta de Celio de abolir las deudas, lo que obviamente reavivó los conflictos entre quienes debían dinero y quienes lo habían prestado y deseaban recuperarlo. Además, al presentar esa ley estaba contradiciendo abiertamente una moción del senado que prohibía introducir nuevas normas hasta que regresara César.
A este le crecían los enanos en su ausencia. Al mismo tiempo que la agitación volvía a la urbe, el descontento de las legiones de César estalló finalmente en Campania. Cuando la violencia de los soldados llegó tan lejos que asesinaron a dos senadores de rango pretoriano llamados Galba y Cosconio, Antonio se vio obligado a abandonar la ciudad. Mientras él se ocupaba de este asunto, Roma quedó en manos de bandas rivales que luchaban por las calles, dirigidas por Dolabela y por un tribuno rival llamado Trebelio, como en los tiempos de Clodio y Milón.
El senado volvió a aprobar el decreto de emergencia. Marco Antonio, sin haber solucionado el motín de las legiones veteranas, regresó de Campania con tropas que no habían abandonado la disciplina. Puesto que el
SCU
le autorizaba expresamente a entrar en la ciudad con ellas, reprimió los disturbios con mano de hierro, irrumpiendo en el Foro con sus soldados y arrojando por la Roca Tarpeya a cientos de partidarios de Dolabela. No contento con eso, hizo destruir las tablas de bronce donde se habían inscrito los decretos del tribuno.
Así estaba el panorama cuando César salió de Egipto: Hispania al borde de la rebelión, los pompeyanos preparando la invasión de Italia, sus legiones amotinadas en Campania y dispuestas incluso a avanzar contra Roma, y Marco Antonio echando a perder su prestigio en Roma.
Puesto que toda situación es empeorable, a César le llegaron malas noticias también de Asia. La principal amenaza procedía una vez más del Ponto. Allí reinaba Farnaces, que en el año 63 se había rebelado contra su padre Mitrídates y le había forzado a suicidarse. Para demostrar sus intenciones de someterse a Roma, Farnaces había llegado al extremo de enviarle a Pompeyo el cadáver de Mitrídates. En agradecimiento, el conquistador de Oriente lo había confirmado como soberano del Bósforo Cimerio, parte del antiguo gran reino de su padre.
A río revuelto, ganancia de pescadores, debió de pensar Farnaces al contemplar cómo los romanos guerreaban entre ellos. Aprovechando que Pompeyo había muerto y que su vencedor se encontraba sitiado en Alejandría por fuerzas muy superiores en número, Farnaces se apresuró a invadir Capadocia, la Armenia Menor y la Cólquide.
En Asia César había dejado como legado a Domicio Calvino con tres legiones. Pero Calvino había enviado dos de ellas a Alejandría, de modo que solo le quedaba la Trigésima Tercera, formada por antiguos pompeyanos. Sumándole a esta tropas gálatas bastante neófitas mandadas por su rey Deyotaro, una legión reclutada a toda prisa en el Ponto y una reducida fuerza de caballería, Calvino se enfrentó a Farnaces en Nicópolis, una ciudad situada en el Ponto y fundada por Pompeyo. La batalla, que se libró en diciembre del 48, no duró demasiado: Calvino había desplegado en el centro a los gálatas, que a la primera embestida del enemigo emprendieron la huida. Al menos, él consiguió retirarse con la Trigésima Tercera legión casi intacta y se refugió en la provincia de Asia, desde donde envió a César una carta con las malas noticias.
En cuanto a Farnaces, aprovechando su victoria, no tardó en reconquistar los territorios que habían pertenecido a su padre. Fue especialmente cruel al tomar la ciudad de Amiso, donde ordenó ejecutar a todos los varones en edad de llevar armas y castrar a los niños. Esta última idea le debió gustar, porque hizo lo mismo con todo comerciante romano que cayó en sus manos.
Aunque la información que le llegaba de Italia y otros lugares del Mediterráneo occidental se antojaba más que inquietante, César pensó que la prioridad más urgente era arreglar los asuntos de Asia. La amenaza no era únicamente Farnaces, sino el imperio parto, que permanecía al acecho.
César dejó tres legiones en Egipto para garantizar la seguridad de Cleopatra, y partió únicamente con su escolta y con la Sexta, de la que después de tantas batallas apenas quedaban mil hombres. Por el camino fue arreglando diversos asuntos administrativos y recompensando a quienes lo habían ayudado durante su guerra en Alejandría. Entre ellos estaba Antípatro, al que nombró gobernador de Judea y concedió la ciudadanía romana. En cuanto a las comunidades que habían apoyado a Pompeyo, les ofreció su perdón, pero a cambio de que le entregaran todo el dinero que habían recaudado para la causa de su rival.
Cuando llegó a la ciudad de Tarso, en la costa de Cilicia, hizo llamar a los principales ciudadanos de la región y también a antiguos pompeyanos a los que ofreció su perdón. Uno de ellos era Cayo Casio Longino, que tres años después participaría en la conjura de los idus de marzo junto con Bruto.
Desde Tarso, César se dirigió hacia el norte, atravesando el corazón de la actual Turquía. En Galacia, el rey Deyotaro se le presentó sin corona, vestido como un suplicante para pedirle perdón por haber apoyado a Pompeyo. César dejó en suspenso su castigo a cambio de que le prestara tropas de infantería y toda su caballería. Sin detenerse apenas, prosiguió su viaje hacia el norte, directo al reino del Ponto. Por el camino se le unió Calvino con la Trigésima Tercera y los restos más o menos reconstituidos de las dos legiones que se habían venido abajo en la batalla de Nicópolis. Muchos de esos hombres habían sido derrotados ya por Farnaces, pero el hecho de servir con César, el vencedor de Farsalia, les sirvió para recuperar su moral.
Cuando Farnaces supo que César venía contra él, le despachó emisarios para negociar. Amén de recordarle que él no había ayudado a Pompeyo, le mandó como presente coronas de oro e incluso le ofreció a su propia hija como esposa. Al principio, César entretuvo a los mensajeros con largas para ganar tiempo mientras continuaba su avance. Pero cuando recibió una tercera embajada, la despidió con cajas destempladas y un recado para Farnaces: no podía haber perdón para alguien que había castrado a ciudadanos romanos como si fueran cochinos.
Cuando Farnaces quiso darse cuenta, ya tenía a César acampado a menos de ocho kilómetros. El rey del Ponto estaba acantonado en Zela, una ciudad fortificada y situada en lo alto de un monte bastante escarpado. La noche del 1 al 2 de agosto, César decidió sorprenderlo, salió con sus tropas del campamento y tomó una colina situada a apenas mil quinientos metros de Farnaces.
Al amanecer, cuando vio cómo los enemigos cavaban zanjas tan cerca de él que casi podía distinguir sus estandartes, Farnaces pensó que si César podía usar la sorpresa para derrotar a sus adversarios, él no tenía por qué ser menos. Sin perder tiempo, desplegó a sus tropas, incluyendo una fuerza de carros falcados, y cargó contra los romanos y sus aliados.
César no se podía creer lo que estaba viendo. Miles de enemigos bajaban por la ladera de Zela hasta el valle y se desplegaban. Pensando que Farnaces lo hacía para retarle a una batalla allí abajo, mantuvo únicamente su primera línea de soldados protegiendo las obras mientras el resto del ejército seguía atareado cavando trincheras.
Minutos después, observó con asombro cómo el ejército del rey emprendía la subida de aquella ladera, que era bastante empinada. Aquella temeridad, que iba en contra de todos los manuales de táctica y de cualquier lógica, sorprendió tanto a César que durante unos instantes no supo cómo reaccionar. Pero enseguida ordenó a los soldados que soltaran los picos y las palas, tomaran las armas y formaran una línea de batalla.
El problema era que la mayoría de esas tropas eran novatas y además habían sido ya derrotadas por el enemigo que cargaba contra ellos cuesta arriba. Hubo unos momentos de pánico, que los carros falcados aprovecharon para penetrar entre las filas romanas y desorganizarlas. Pero, evidentemente, llevaban muy poco impulso por culpa del terreno, e incluso el poco que traían lo perdieron cuando empezaron a caerles andanadas de
pila
.
Tras el primer momento de desconcierto, los hombres de César empezaron a hacer retroceder a los de Farnaces ladera abajo. La Sexta, situada en el ala derecha como era de esperar, fue la primera en romper las filas del enemigo. La lucha prosiguió en el valle durante varias horas, hasta que al final las tropas del Ponto emprendieron la huida y fueron masacradas.
Satisfecho, César permitió a sus hombres que saquearan el campamento real y se apropiaran de todo el botín. Farnaces logró huir, pero fue por poco tiempo. Cuando llegó a la ciudad de Sínope, un gobernador rebelde llamado Asandro lo hizo asesinar.
La campaña había sido tan fulminante que, en una carta dirigida a su amigo Cayo Macio, César acuñó su famoso aforismo:
Veni, vidi, vici
, «Llegué, vi, vencí». Era una forma de menospreciar las victorias de Pompeyo, de quien comentó a partir de entonces que había tenido una suerte increíble ganando su fama contra adversarios tan débiles. Esta frase la repitió sobre todo en Oriente, donde pretendía sustituir la leyenda del conquistador Pompeyo por la suya propia.
César llevaba razón en que sus campañas en la Galia habían sido mucho más duras que la conquista de Oriente por Pompeyo. Como ya hemos comentado varias veces, luchar contra estados más desarrollados suponía una ventaja, pues para que se rindieran bastaba con derrotar a sus gobernantes en una sola batalla decisiva; algo que César solo pudo conseguir en la Galia, paradójicamente, cuando la mayoría de las tribus galas decidieron unirse contra él.
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espués de la batalla de Zela, César recompensó a Mitrídates de Pérgamo concediéndole el Bósforo Cimerio y algunas otras zonas de Galacia que le arrebató a Deyotaro. A este, sin embargo, acabó perdonándolo gracias a la mediación de Bruto, que tenía negocios con el rey. Ahora bien, no se privó de cobrarle una suculenta indemnización.
Desde la costa de Asia, César navegó hasta Grecia, y de ahí a Tarento, donde desembarcó el 26 de septiembre. De camino hacia Roma se encontró con Cicerón, que había salido a su encuentro. El orador temía la reacción de César por su pasado apoyo a Pompeyo, pero no se había atrevido a salir de Italia, pues una orden escrita del todavía dictador a los pompeyanos les prohibía abandonar suelo italiano.
Para sorpresa de Cicerón, cuando César lo vio, desmontó de su caballo, se acercó a saludarlo con una sonrisa y lo estrechó en un cálido abrazo. Después, caminaron juntos y conversaron durante un rato. Al parecer, en aquella plática César le dijo a Cicerón que era libre de ir donde quisiera y que no tenía nada que temer de él. Aparte de ser un nuevo ejemplo de su famosa clemencia, todo sugiere que César, pese a sus diferencias, sentía una sincera admiración intelectual por el mayor orador de Roma.
Cuando llegó a la urbe en octubre, una de las primeras cosas que hizo César fue nombrar cónsules, aunque fuese para unos pocos meses. Los afortunados fueron Fufio Caleno y Publio Vatinio. Este último obtenía así su recompensa por su actuación como tribuno doce años antes, cuando consiguió que liberaran a César de su humillante mando de bosques y calzadas y lo nombraran gobernador de la Galia.
Después convocó las elecciones para el año siguiente, y se hizo nombrar cónsul para el 46 junto con Marco Emilio Lépido. Al actuar de este modo, César estaba cometiendo dos ilegalidades. En primer lugar, no podía ser cónsul de nuevo hasta que no hubieran pasado diez años. Además, las
leges Liciniae-Sextiae
del año 367 estipulaban que al menos uno de los dos cónsules tenía que ser plebeyo, y tanto César como Lépido eran patricios. El mismo hombre que se había enorgullecido tanto de alcanzar las magistraturas
suo anno
, al contrario que Pompeyo, y que había aguardado diez años entre consulado y consulado, ahora parecía considerar que las normas legales se habían convertido en fruslerías sin importancia cuando se trataba de él. La larga guerra civil, la edad, los meses viviendo con una reina oriental o todo junto lo estaban cambiando.
Quedaba solucionar la polémica de la abolición de las deudas, que tanta violencia había causado. Para sorpresa de muchos, César perdonó al tribuno Dolabela, al que invitó a acompañarlo a su expedición africana, mientras que a Marco Antonio le retiró su apoyo. Estaba enojado con él por la torpeza y brutalidad con que había gobernado Roma en su ausencia, y lo demostró al no elegirlo como colega para el consulado ni concederle ningún otro cargo. Ni siquiera lo nombró legado para la inminente campaña de África. César no quería enemistarse del todo con él, pues lo consideraba útil para el futuro. Pero de momento quería propinarle un correctivo y hacerlo de forma pública; era la única forma de que su imagen recuperara el prestigio que Marco Antonio había echado a perder.
En cuanto a las deudas en sí, César no las abolió. Eso decepcionó a quienes lo veían como un líder popular radical o, simplemente, pensaban que le convenía hacerlo, ya que debido a los ingentes gastos de la guerra se había convertido en el mayor deudor de todos. Esa fue, precisamente, la razón por la que César se negó a cancelar las deudas, alegando que no sería ético proclamar una ley cuyo principal beneficiario sería él mismo.
Al menos, aprobó un decreto por el que se condonaba parte de las sumas que debían las personas que vivían de alquiler: dos mil sestercios de franquicia para los residentes en Roma y quinientos para los del resto de Italia.
Faltaba por resolver el asunto más peliagudo de todos: el motín de sus tropas. En sí suponía un grave peligro para la seguridad de Italia, y además César necesitaba a esas legiones para enfrentarse a sus enemigos en África.
Al saber que sus soldados marchaban hacia Roma, César les mandó a varios emisarios. Uno de ellos fue Salustio, que acababa de ser elegido pretor, aunque todavía no había entrado en el cargo. El futuro historiador acudió con una promesa de César: les iba a repartir cuatro mil sestercios por cabeza. Los soldados respondieron que querían dinero contante y sonante en lugar de más promesas, y le lanzaron una lluvia de piedras de la que Salustio escapó a duras penas.