Roma Invicta (93 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Las legiones prosiguieron su marcha y, al llegar a Roma, acamparon en el Campo de Marte para plantear sus exigencias. Para su sorpresa, y desoyendo los consejos de los allegados que pensaban que se estaba jugando el pellejo, César se plantó allí prácticamente solo y subió a un estrado levantado en el centro del improvisado campamento. Una vez allí arriba, les preguntó qué querían.

César tenía que sentirse muy seguro de sí mismo para aparecer de ese modo delante de sus soldados, que habían matado ya a dos senadores y habían estado a punto de acabar con Salustio. Los portavoces de los soldados, algo aturdidos por la inesperada llegada de su general, olvidaron sus exigencias de dinero y de tierras, y únicamente le pidieron que los licenciara, pues ya habían cumplido de sobra sus años de servicio.

Al actuar así, estaban chantajeando a César igual que había hecho la Novena en Placentia. Pero esta vez eran muchos más hombres. Por otro lado, su general no podía prescindir de ellos a sabiendas de que en África lo aguardaban catorce legiones enemigas. Sin duda, pensaban, no se atrevería a enfrentarse a ellas con unidades recién reclutadas. Ellos, como veteranos, eran imprescindibles.

Esta vez César no montó en cólera como en el motín anterior, ni habló de disciplina ni amenazó con diezmar unidades enteras. En tono calmado empezó dirigiéndose a ellos como
Quirites
, un término tradicional para referirse a los ciudadanos romanos, y no como
commilitones
o «camaradas», tal como llevaba haciéndolo años.

A continuación, añadió que comprendía sus reivindicaciones, y que estaba dispuesto a licenciarlos. Más tarde, cuando venciera por fin a sus adversarios y regresara a celebrar su triunfo con
otros
soldados, les pagaría el dinero prometido.

Durante unos instantes los legionarios se quedaron boquiabiertos. En vez de ira, su general estaba mostrando una serena y triste decepción que surtió un efecto mucho mayor en ellos que cualquier amenaza. Al fin y al cabo, una de las cosas que peor puede hacer sentir a una persona es saber que ha decepcionado a alguien que le importa, como un maestro, una madre, un padre… o un general carismático como César. En el fondo eran como niños que manifiestan su necesidad de cariño portándose mal. «Lo que sus hombres habían echado de menos desde hacía meses era, sobre todo, la presencia de César, y fue esa mera presencia la que serenó su enfado y restableció su voluntad de hacer cuanto fuera necesario».
[58]

De pronto, se empezaron a levantar voces entre la tropa diciendo que en realidad no querían licenciarse y que lo seguirían adonde fuese. ¿Cómo iba a celebrar su triunfo con otros legionarios? Ahí César les había dado en otro punto débil: el amor a la gloria no era privativo de los generales, sino también de los soldados, que se sentían parte de algo mucho mayor que ellos, pero que al mismo tiempo los hacía más grandes.

César se dio media vuelta y se dispuso a bajar del estrado, pero se detuvo como si dudara qué hacer. Tras vacilar un rato, se giró de nuevo hacia sus hombres y dijo que aceptaba sus disculpas y que se los llevaba a África. Tan solo se quedaría en tierra la legión que había sido su predilecta, la Décima.

Tantos años después, César había dado la vuelta a las palabras que pronunciara en Vesontio antes de la batalla contra Ariovisto. Por supuesto, los oficiales y soldados de la Décima le rogaron que no hiciera eso y que los llevara también, e incluso se ofrecieron para la
decimatio
.

Por fin, César también cedió en llevarse a la Décima. Sin embargo, del mismo modo que había guardado resentimiento contra la Novena (lo cual explica que en Dirraquio la acampara en el sitio de mayor peligro y donde más bajas se produjeron), ahora tomó buena nota, y durante la campaña de África puso a la Décima en las situaciones más apuradas.

La campaña de África

D
espués de sofocar el motín, César viajó a Lilibeo, situado en la punta oeste de Sicilia. Tenía tanta prisa por enfrentarse a sus enemigos, buscando siempre la sorpresa, que ni siquiera aguardó a que las cinco legiones veteranas que pretendía llevar estuvieran listas. En Lilibeo contaba con dos mil jinetes, cinco legiones nuevas y únicamente una veterana, la Quinta. La había formado en el año 52 con guerreros de la Galia Transalpina a los que había otorgado la ciudadanía, y era conocida como
Alaudae
, «las alondras», por las alas con que se adornaban los yelmos sus soldados.

Al igual que le había ocurrido antes, su mayor problema era la falta de barcos. Además, se encontraban en diciembre, lo que preocupaba bastante a los soldados que debían viajar. Pero César se sentía tan impaciente que tenía la tienda de mando montada en la playa, con la puerta apuntando hacia el oeste.

Durante una semana César esperó a que los vientos amainaran un poco. Por fin, el 25 de diciembre se decidió a embarcar a sus tropas. Por falta de transportes, igual que le había ocurrido en Brindisi casi dos años antes, tuvo que ordenar a los soldados que dejaran la mayor parte del bagaje y no pudo cargar tantas provisiones y heno como habría necesitado.

La travesía duró tres días y fue bastante accidentada. En otras ocasiones, César reunía a los pilotos antes de zarpar y les entregaba instrucciones selladas para que las abrieran en una fecha determinada y de ese modo todos se dirigieran al mismo punto. Pero ahora César no había indicado un destino claro, puesto que toda la costa de la provincia africana se hallaba en poder de los enemigos y no había ningún lugar seguro para desembarcar.

Por otra parte, como era de esperar en esa época del año, los vientos volvieron a arreciar a mitad de la travesía y dispersaron la flota. Cuando César llegó a Adrumeto, a más de cien kilómetros al sur de Cartago, contaba nada más con tres mil soldados de infantería y ciento cincuenta de caballería, e ignoraba dónde habían ido a recalar sus demás naves.

Por si fuera poco, cuando bajó de la nave dio un traspiés y cayó al suelo. Rápidamente, agarró dos puñados de arena en las manos y exclamó
Teneo te, Africa
, «¡Te tengo, África!», para evitar que sus hombres interpretaran el tropezón como un mal augurio —y de paso para evitar el bochorno que uno suele sentir en tales casos—.

Al descubrir que Adrumeto estaba en poder de los optimates, con una potente guarnición mandada por Cayo Considio, César decidió dirigirse a Leptis, que se encontraba a unos diez kilómetros al sur. Una vez instalados en las afueras de la ciudad, no tardaron en llegar más barcos de su flota, con lo que sus efectivos aumentaron hasta cinco mil hombres.

César se apresuró a tomar medidas para mejorar su situación, y encargó a Publio Vatinio que recorriera la costa con diez naves para localizar a los demás barcos. A Salustio le ordenó navegar al sur, a la isla de Cercina, donde le habían informado de que había silos repletos de grano del enemigo. También despachó a Rabirio Póstumo a Sicilia con unos cuantos transportes para acelerar el embarque del resto de las unidades. Después dejó seis cohortes como guarnición en Leptis y llevó el resto de las tropas a Ruspina, situada en un promontorio al norte: de esta manera, con Ruspina y Leptis ya disponía de dos puertos en su poder para recibir al resto de la flota.

Es evidente que, al igual que en la campaña del Epiro y Grecia, César había actuado con bastante precipitación: andaba corto de hombres, de equipo y de víveres. A cambio, había sorprendido a sus enemigos, que no lo esperaban tan pronto; al anticiparse con su expedición, César probablemente había impedido la invasión de Italia.

De momento, las fuerzas de sus oponentes estaban repartidas, pero eran formidables. Disponían de diez legiones más otras cuatro unidades númidas reclutadas y entrenadas al estilo romano. Sobre todo, tenían catorce mil jinetes, la mayoría de ellos númidas, expertos en combatir en aquel terreno a lomos de aquellos caballos pequeños y resistentes que parecían capaces de subsistir de cualquier cosa, como las cabras. Por último, el rey Juba aportaba más de cien elefantes de guerra.

Fue una suerte para César que el general en jefe de sus enemigos fuese Metelo Escipión. Aunque no era un estratega demasiado dotado, los optimates le habían otorgado el mando por ser el senador que más rango tenía. A Labieno, el más capacitado con diferencia de todo el bando pompeyano, los demás le daban un tanto de lado: Escipión prefería escuchar antes los consejos de Afranio y Petreyo simplemente porque eran de extracción social más alta. En cuanto a Catón, la némesis de César, permanecía algo apartado de los demás, al cargo de la ciudad de Útica, donde los optimates habían formado un consejo de notables al que llamaban senado. Allí recalaba la flota y había abundantes almacenes de material.

Como hemos dicho, César sufría el sempiterno problema de la falta de provisiones. Los jinetes númidas, que aparecían prácticamente de la nada, suponían un peligro letal para sus partidas de forrajeadores. Dispuesto a evitarlo, César decidió salir del campamento con treinta cohortes y barrer los alrededores en busca de víveres.

Cuando habían recorrido unos cinco kilómetros, vieron una nube de polvo en lontananza. Aunque los antiguos eran expertos en interpretar esas polvaredas, en esta ocasión César se equivocó. Quien venía hacia él era Labieno, que al enterarse del desembarco de su antiguo general había salido de Útica con las tropas más veloces posibles para enfrentarse a él. Traía ocho mil jinetes númidas, mil seiscientos jinetes galos y germanos y miles de soldados de infantería ligera que avanzaban mezclados con los escuadrones de caballería. El astuto Labieno había hecho marchar a sus hombres en una línea muy compacta para ocupar menos sitio, de manera que al avistarlos César creyó que se trataba de un ejército normal y no de una fuerza de caballería, mucho más rápida.

Con todo, César dio orden de que los pocos jinetes y arqueros que tenía acudieran a toda prisa desde el campamento. Mientras, sus hombres se calaron los yelmos y, con las armas preparadas, siguieron avanzando muy despacio. Cuando recibió los refuerzos, César desplegó a sus tropas en una sola línea, en lugar de la
triplex acies
habitual, puso a los ciento cincuenta arqueros por delante y situó a doscientos jinetes protegiendo cada ala. La razón de esta formación tan estirada y sin reservas en retaguardia era, simplemente, que andaba muy corto de efectivos y necesitaba un frente alargado para que el enemigo no lo flanqueara.

En ese momento, Labieno empezó a desplegar su caballería pesada a ambos lados, y de pronto se vio que era muchísimo más numerosa de lo que había parecido a simple vista. Al ver que el enemigo amenazaba con rodearlos, los jinetes de César tuvieron que estirar todavía más su formación. Pero estaban en tal inferioridad numérica que no pudieron resistir ni la primera carga y tuvieron que recular.

En cuanto al centro de las líneas de Labieno, donde César esperaba encontrar infantería convencional, en realidad se componía de caballería númida mezclada con miles de soldados de infantería ligera, y ambas formaciones corrieron hacia ellos disparando sus jabalinas. Cuando los hombres de César cargaron a su vez, los númidas les dieron la espalda y huyeron a toda velocidad. Una vez que se hubieron alejado a cierta distancia y vieron que sus perseguidores se habían detenido, volvieron a atacar de la misma manera.

Para César aquella era una táctica nueva. Cuando sus legionarios se apartaban demasiado de la formación por perseguir a esos númidas molestos como tábanos, dejaban al descubierto su costado derecho y muchos de ellos caían heridos por los venablos. Los infantes y los jinetes de Labieno, en cambio, eran tan rápidos que huían con facilidad de los
pila
romanos. Por eso César hizo correr la orden de que ningún soldado debía adelantarse más de cuatro pies de la formación.

En cuestión de minutos, las cohortes de César se vieron rodeadas, con infantería ligera y jinetes númidas por delante y caballería gala y germana por detrás. En una situación similar, aunque contra un enemigo que usaba arcos en lugar de jabalinas y lanzas, el ejército consular de Craso había sido aplastado.

Labieno debió de pensar que ya tenía a César donde quería, y mientras cabalgaba alrededor de sus hombres se dedicó a burlarse de ellos con frases hirientes. «¿Cómo os habéis dejado embaucar por las palabras de César, novatos? ¡Por Hércules, en buen aprieto os ha metido! Lo siento por vosotros».

Un soldado le respondió: «¡No soy un novato, Labieno, sino un veterano de la Décima legión!». Cuando Labieno respondió que no reconocía los estandartes de la Décima, el soldado se quitó el casco y gritó: «¡Enseguida vas a saber quién soy yo!». A continuación, lanzó el
pilum
y, aunque no hirió al propio Labieno, logró alcanzar a su caballo en el pecho, y Labieno se revolcó por el polvo mientras su adversario decía: «¡Eso para que sepas que quien te ataca es un soldado de la Décima!» (
B. Af
., 16).

Pese a la gallardía de aquel soldado, las cosas iban muy mal para César, que veía cómo sus cohortes, por protegerse de los disparos enemigos, se apelotonaban cada vez más. Comprendiendo el peligro, César hizo correr la orden de extender las líneas todo lo posible. Para eso, los que estaban en las primeras filas hicieron hueco entre ellos empujando a los lados a sus compañeros, y por los pasillos recién abiertos entraron los soldados de las filas posteriores, reduciendo así el fondo y estirando el frente.

Cuando lograron hacerse un poco más de sitio, la siguiente instrucción de César fue que una de cada dos cohortes girara ciento ochenta grados. De este modo, la mitad de sus unidades que no se movió se quedó mirando a los escaramuceros y a la infantería ligera, y la otra mitad a la caballería pesada que los había flanqueado y los atosigaba por la retaguardia. A continuación, todas las cohortes avanzaron, unas detrás y otras delante de los estandartes, dejando un largo pasillo entre ambas líneas donde podían meter los vehículos que llevaban para transportar los víveres y donde los oficiales y el propio César podían moverse para dar instrucciones.

En ese momento, César ordenó que ambas formaciones cargaran y lanzaran los
pila
. De esta manera, consiguieron partir en dos a las tropas de Labieno y ponerlas en fuga durante unos minutos. (Incluso en simulaciones de reconstruccionistas, he podido comprobar cuánto impone el avance de una línea de treinta legionarios armados hasta los dientes y parapetados detrás de sus escudos).

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