Roma Invicta (96 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Después de todas estas operaciones, César viajó a diversas ciudades para arreglar cuentas. Cuando se presentó en Híspalis (Sevilla), se dirigió a la asamblea del pueblo. Esa ciudad, como tantas otras, había apoyado a sus enemigos.

En un discurso, César recordó a los hispalenses que siempre se había portado bien con ellos. En su primera magistratura, cuando fue cuestor en Hispania Ulterior allá por el año 69, los había tratado con especial atención y gran afecto. ¿No recordaban que cuando fue pretor en el 62 solicitó al senado que les levantara los tributos que les había impuesto como castigo Metelo Pío tras la guerra contra Sertorio? También se había personado en muchos juicios tanto públicos como privados para ayudar a los ciudadanos de Híspalis, y eso le había granjeado la enemistad de hombres poderosos en Roma.

En un fragmento muy revelador de la mentalidad de un conquistador romano, César les echó en cara que eran unos ingratos, y que odiaban tanto la paz que las legiones nunca podían ausentarse de su territorio. ¿Acaso pensaban en librarse de ellas pasándose al bando de Cneo Pompeyo y luchando contra el pueblo romano? ¿Cómo eran tan ingenuos?

En ese momento siete siglos de historia de Roma, de triunfos y heroicidades memorables, de terribles crueldades, de reveses de los que la ciudad siempre se recuperaba y, sobre todo, de un orgullo indomable hablaron por boca de César, el romano más grande que había conocido el orbe:

—Pero ¿es que no os dabais cuenta de que, aunque me hubierais destruido, el pueblo romano tiene tales legiones que no solo podrían venceros a vosotros, sino incluso derribar el cielo?

Epílogo

A
fuerza de convulsiones y heridas, la República había muerto en algún lugar del camino, pero ni ella misma se había dado cuenta.

Después de la batalla de Munda, César fue su enterrador.

Cuando en Roma se supo que César había vencido, se decretaron cincuenta días de acción de gracias. También se le nombró «Libertador» e
imperator
. Hasta entonces este último honor lo recibían únicamente los generales victoriosos en el campo de batalla, y por aclamación de sus soldados. Ahora se le concedía a César para siempre; con el tiempo, la palabra se convertiría en un título de dignidad para designar a reyes que eran o creían ser más que reyes.

Pero los honores solo habían empezado. Cuando llegó a Roma en octubre del año 45, César celebró su triunfo por la última campaña de la guerra civil. Aquel desfile fue muy criticado, ya que no cabía maquillarlo bajo el disfraz de una guerra extranjera como se había hecho con la campaña de África contra el rey Juba.

Sin embargo, la oposición no existía o permanecía callada, y el senado y la asamblea siguieron concediendo a César honores sin precedentes. Él, y solo él, podía vestir el manto púrpura y la corona de laurel siempre que le pareciera oportuno, como si marchara en un desfile triunfal permanente. Se sustituyó su silla curul por otra de oro para que presidiera los actos oficiales, se le levantó una estatua encima de la Rostra que dominaba con su presencia a los oradores. Esta escultura no era más que una entre muchas que lo representaban, y una de ellas se alzaba nada menos que en el templo de Júpiter en el Capitolio.

El cumpleaños de César se conmemoró como fiesta oficial. El mes en el que había nacido, quintil —que hacía tiempo que no era el quinto sino el séptimo del año—, se convirtió en julio en su honor, y así se mantiene más de veinte siglos después. Un homenaje en cierto modo merecido, ya que a él y al astrónomo grecoegipcio Sosígenes se debe la reforma del calendario que se denominó «juliano» y que acabó con el desbarajuste que reinaba hasta entonces.

También se le reconoció oficialmente como
Divus Iulius
, el dios Julio, y se nombró a Marco Antonio nuevo sacerdote de aquel culto. Considerar dios a un gobernante no era algo insólito en el Mediterráneo, pero parecía más propio de las monarquías helenísticas o de Egipto. No hay que pensar por eso que César creyese que había sufrido una metamorfosis divina. Él no era ningún loco como Calígula y, por muy convencido de su
dignitas
que estuviese, resulta más fácil imaginárselo con la ironía del emperador Vespasiano al morirse: «Siento que me estoy convirtiendo en un dios».

La divinización o semidivinización de un gobernante no era más que una cuestión ritual y práctica. Al fin y al cabo, los romanos rendían culto a los antepasados muertos: incluyendo a César en su superpoblado panteón únicamente adelantaban ese culto unos años. Porque, por si a César se le olvidaba el consejo que susurraba el esclavo a los generales triunfadores, «Recuerda que eres mortal», también se le concedió el privilegio único de ser enterrado dentro del pomerio, ya que los restos de alguien divinizado como él no contaminaban el recinto sagrado. Era un honor, sí, mas también un recordatorio de que ni siquiera él iba a vivir para siempre.

César ya era
pontifex maximus
, pero ahora el cargo se convirtió en hereditario para aquel a quien se lo legase. También se le nombró padre de la patria, censor perpetuo y un sinfín de títulos más que acompañaron al de guardián de las costumbres que ya mencionamos.

Sin duda, el cargo de más peso era el de dictador. Ya lo había ejercido durante unos días en el año 49 para organizar las elecciones, y después de Farsalia otra vez durante un año entero. Antes de partir para Munda se le había vuelto a nombrar dictador para diez años, pero incluso eso no pareció suficiente, y en el 44, César recibió el título de
dictator perpetuus
, dictador de por vida.

Quedaba claro, pues, que aquella acumulación de poderes no se le concedía para una emergencia, como la dictadura tradicional, ni tampoco para poner en orden la República. La clave era que la dictadura, aquel régimen autocrático en que una sola persona dejaba de ser un primero entre iguales y dirigía los destinos del Estado dominando a todos los demás magistrados, se convertía en el núcleo de la República. No iba a ser una medida temporal, sino permanente, la misma esencia del gobierno, que pasaba de ser una oligarquía a una autocracia. Al menos mientras César viviera.

No era ninguna idea nueva. En los momentos de crisis extremas ya se habían otorgado poderes extraordinarios a algunos magistrados de modo que pudieran tomar decisiones por encima de las rencillas de los clanes senatoriales. Así había ocurrido con los cinco consulados consecutivos de Mario, o con la dictadura de Sila. También pasó cuando los optimates nombraron a Pompeyo cónsul en el 52 para que salvara la ciudad de la anarquía, al mismo tiempo que era procónsul y mantenía legiones en Italia. ¿Qué demostraba eso? Que el sistema ya no era operativo y hacía falta apuntalarlo constantemente.

Unas instituciones bien diseñadas deben funcionar en tiempos difíciles, no solo cuando todo marcha bien, del mismo modo que no sirve de mucho que el tejado de una casa nos mantenga secos cuando no llueve, pero tenga goteras al primer chaparrón. Y la constitución romana, aquel sistema en que una pequeña oligarquía competía fieramente por parcelas de poder, se había convertido en un techo plagado de grietas y agujeros. Las viejas instituciones que tanto reverenciaban los romanos habían servido para administrar una ciudad que al principio tan solo movilizaba una milicia de diez mil soldados. Pero ahora Roma se había convertido en la dueña del Mediterráneo, gobernaba a decenas de millones de personas y controlaba un territorio que superaba en extensión a la mayoría de los estados nacionales de nuestros días.

A pesar de todo, las viejas inercias tardan tiempo en detenerse y a todas las clases dominantes les cuesta renunciar a sus antiguos privilegios. No es que César anduviera pensando en acabar con la casta senatorial como tal, pero sí le estaba cortando las alas. Los miembros de esta reducida élite se habían percatado de que, si la nave del Estado seguía por el rumbo que César había decidido, en el futuro no podrían pilotarla a su antojo y sin rendir cuentas como habían hecho hasta entonces.

Por si fuera poco, César estaba introduciendo sangre nueva en la clase dirigente, algo que hacía sentirse amenazados a los viejos clanes que llevaban generaciones repartiéndose magistraturas, mandos militares, honores y riquezas. Durante los años de dictadura cesariana siguieron desempeñando el consulado miembros de las antiguas familias, como la
gens
Antonia, la Emilia, la Fabia o la Cornelia. Pero también se empezaron a escuchar apellidos (como Trebonio, Fufio, Vatinio, Hircio o Vibio) que jamás habían aparecido en los fastos consulares y que hacían arrugar la nariz a los aristócratas de toda la vida. Lo mismo ocurrió con los pretores y con los senadores en su conjunto.

Al abrir tanto aquel club exclusivo, César amenazaba con destruirlo, o así lo veían quienes estaban dentro, que debían pensar con tristeza: «Si todo el mundo es especial, nadie es especial».

En el pasado, Roma se había hecho grande porque supo incorporar a su proyecto a los pueblos a los que conquistaba otorgándoles poco a poco la ciudadanía. Como ya comentamos en
Roma victoriosa
, la clave de su poder militar era el
manpower
, esa cantera de soldados y mandos aparentemente inagotable que le permitía levantarse una y otra vez de sus derrotas.

Desde principios del siglo
II
las cosas habían cambiado. La oligarquía que dominaba el senado había decidido cerrar el paso a los nuevos ciudadanos, lo que había provocado muchos conflictos, alguno de ellos a gran escala como la Guerra Social. Pero ahora César se empeñaba en conceder la ciudadanía a nuevos territorios, como la Galia Cisalpina al norte del Po, y estaba convirtiendo en senadores a miembros de las élites de toda Italia. ¡E incluso a galos! Tal como se quejaba un canto popular:

César arrastró a los galos en su triunfo, pero luego los llevó a la Curia.

Los galos se quitaron los pantalones y se pusieron la toga de senador.

Los más recalcitrantes repartían folletos en el Foro en los que se leía: «Que nadie les diga a los senadores nuevos por dónde se va a la Curia» (Suetonio,
César
, 79).

Aquella supuesta invasión extranjera podía molestar de una forma vaga al pueblo romano en general, ya que la xenofobia es una emoción muy primaria que se estimula con facilidad. Pero los afectados eran los miembros del viejo orden senatorial.

Y fue entre ellos donde se empezó a tramar la conspiración.

Mientras César se entregaba a una vorágine de reformas —el nuevo calendario, los cambios en los jurados de los tribunales, la ampliación del senado, el aumento en el número de ediles y pretores, la revisión de la lista de ciudadanos que recibían trigo gratis, la creación de colonias, las normas de fomento de la natalidad, por no hablar de las obras públicas como el Foro Julio—, un grupo cada vez mayor de senadores se reunía en conciliábulos para analizar lo que estaba pasando. Progresivamente, la opinión más extendida era que solo había una solución para sus males y los de la República: matar a César.

Llegaron a ponerse de acuerdo hasta sesenta conjurados, de los que la tradición ha conservado dieciséis nombres. Entre ellos había algunos antiguos adversarios de César, como Bruto y Casio, que habían pertenecido al bando pompeyano durante la guerra civil. Pero también se encontraban cesarianos, como Cayo Trebonio o Décimo Bruto, el eficaz legado que mandó la flota de César en la batalla contra los vénetos.

Los motivos que unían a aquellos hombres eran variopintos. Había algunos a los que César no les había otorgado los honores que codiciaban, como Galba, y otros se unieron a la conjura porque el dictador no había perdonado todavía a algún familiar pompeyano, como Tilio Cimbro. En general, no veían bien que una sola persona acaparara tanto poder y tantos honores, pues al hacerlo privaba a los demás de la parte que legítimamente les correspondía. Algunos como Bruto parecían creer honradamente que estaban salvando a la República en su conjunto.

En cierto modo, César fue el culpable de su propia muerte. No me refiero a que su dictadura le atrajera odios homicidas, cosa que también ocurrió, sino a que no tomó apenas precauciones para protegerse. Poco antes de su asesinato, había despedido a la guardia personal hispana que lo acompañaba desde hacía un tiempo. Cuando le advirtieron de que aquello era una imprudencia, contestó que su vida le importaba más a la República que a él mismo; parecía pensar que necesitaba más tiempo para llevar a cabo sus reformas del que realmente le quedaba de vida.

Cierto es que había cumplido con sus aspiraciones de poder y gloria, y que su
dignitas
había quedado más que reivindicada, de modo que en ese sentido podía morir tranquilo. Cuando en una conversación entre amigos surgió el manido tema de cómo prefería acabar su vida cada uno, César dijo de forma muy reveladora que lo que mejor le parecía era una muerte rápida e imprevista.

Por otra parte, su famosa clemencia significaba que no solo no se había librado de sus enemigos (alguien como Sila no tenía por qué temerlos, puesto que apenas había dejado vivo a ninguno), sino que a muchos los había perdonado y les había concedido altos cargos. La mayoría de ellos seguían siendo hostiles a César y, para colmo, convencieron a algunos de sus supuestos aliados de que la única solución si querían recuperar las antiguas libertades era asesinar al dictador. Uno de los allegados a los que tentaron los juramentados fue Marco Antonio, a quien Trebonio sondeó medio año antes de los idus de marzo. Antonio no se sumó a la conjura, pero tampoco advirtió a César, quizá porque pensó que la conspiración no llegaría a nada.

Antonio, precisamente, había dado un pretexto a los conjurados cuando en la fiesta de las Lupercales le ofreció una diadema real al dictador. Este la rechazó por dos veces en un gesto probablemente calculado y acordado con Marco Antonio, para demostrar que no quería ningún símbolo de la realeza. Pero el comentario que corrió fue que en realidad estaba deseando ceñirse esa diadema. Por otra parte, se propagó el rumor de que según cierta profecía los partos solo podrían ser vencidos por un rey, y el imperio parto era precisamente el próximo objetivo de César.

Para incentivar más los rumores, Cleopatra llevaba meses viviendo en Roma. No dejaba de ser una soberana extranjera que tenía un hijo de César y que, según las malas lenguas, estaba convenciendo a su amante para que se decidiera a convertirse en rey y, todavía peor, para que trasladara la sede de esa realeza a Alejandría. En las hablillas contra Cleopatra se fundían el odio romano a los reyes, la xenofobia y los prejuicios contra los orientales y las mujeres, un caldo de cultivo explosivo.

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