Todavía se sigue discutiendo si César realmente aspiraba a la monarquía. No parece demasiado lógico. Ya acaparaba suficiente poder como dictador perpetuo, amén de todos los demás cargos.
Rex
solo era una palabra que no convenía utilizar y que no aportaba nada. En cuanto a los símbolos reales, ¿para qué ponerse una diadema pudiendo usar una corona de laurel o la corona cívica que se le había concedido en Mitilene? A los romanos les gustaban sus propios símbolos de poder, como las
fasces
, y consideraban que, con su aparente sencillez, estaban muy por encima de los recargados signos de autoridad que ostentaban los monarcas extranjeros. A Popilio Lenas le había bastado un sarmiento, una simple
vitis
como la que llevaban en la mano los centuriones, para someter a su voluntad a todo un rey.
Creo que podemos estar seguros de que César no quería ser rey. De hecho, su sucesor Octavio tuvo mucho cuidado no solo de no utilizar ese título, sino incluso de prescindir de la palabra «dictador», que se había convertido en tóxica precisamente por César. Teniendo el poder, que era lo importante, ¿por qué empeñarse en batallar por las palabras?
Los conjurados eligieron el día 15 de marzo, los idus, porque el tiempo se les agotaba. El 18 de marzo del año 44 César tenía previsto abandonar Roma y viajar a Grecia, donde ya lo aguardaba su ejército. Proyectaba una campaña rápida de castigo en la Dacia y después otra mucho más ambiciosa contra el imperio parto. Había que vengar la derrota de Carras y recuperar las águilas que Craso había perdido. Aquella iba a ser la expedición más ambiciosa de la historia de Roma: César había movilizado a dieciséis legiones y diez mil jinetes, y estaba planeando abrir un canal en el istmo de Corinto para que las líneas de suministro de Italia a Oriente se ahorraran varios días de navegación.
¿Qué habría ocurrido si César no hubiese sido asesinado? Es imposible saberlo. César era mucho mejor general que Craso y también que Marco Antonio, que años después fracasó en otra campaña en Partia. Pero ni aun así su victoria habría sido inevitable, pues ya hemos visto que durante sus campañas estuvo varias veces a escasos centímetros del desastre, y que la única forma de predecir la historia es hacerlo desde el futuro. En cualquier caso, esas especulaciones son campo para las ucronías, y no renuncio a hacerlas algún día, pero en el terreno de la ficción.
La noche del 14 al 15 de marzo la mujer de César tuvo malos sueños y le pidió que no asistiera a la sesión del senado. Él tampoco se encontraba muy bien, por lo que estuvo a punto de hacer caso a Calpurnia. Eso alarmó a los conjurados, y Décimo Bruto corrió a su casa a convencerle de que acudiera a la reunión para no ofender a los senadores.
Finalmente, César salió de la
domus publica
y atravesó el Foro para dirigirse al teatro de Pompeyo, en cuyo pórtico se iba a reunir el senado. Se cuenta que por el camino se encontró con un arúspice etrusco que le había advertido de que corría peligro aquel día. «Los idus de marzo han llegado», le dijo César. «Pero no han pasado», respondió el adivino.
Cuando llegó a la entrada del pórtico, uno de los conjurados, Trebonio o Décimo Bruto, se llevó aparte a Marco Antonio para charlar con él. Por una parte, Marco Antonio era un hombre violento y de una tremenda fuerza física, por lo que no convenía pelearse con él. Hay que tener en cuenta que las armas que llevaban los conjurados eran cuchillos y había que usarlos peleando cuerpo a cuerpo. Aunque se abalanzaran varios sobre Antonio, aquel al que agarrara del cuello lo iba a pasar mal, y en esas situaciones cada miembro de un grupo piensa que le puede tocar a él individualmente.
Por otro lado, la idea de los conjurados no era organizar una matanza como la que pretendía Catilina o las que habían ensangrentado Roma con Mario, Cinna o Sila: únicamente querían acabar con el dictador, que entendían que era el gran problema de la República. Muchos de ellos ni siquiera odiaban a César, de quien se reconocía en general que era una persona afable y clemente. En realidad, deseaban eliminar al símbolo más que al hombre.
Dentro de la sala donde se reunía el senado, César se dirigió hacia su asiento dorado de dictador, colocado junto a la silla curul del único cónsul de aquel año, Marco Antonio. Los conspiradores formaron un corrillo a su alrededor, podemos imaginar que con el corazón latiendo a casi doscientas pulsaciones por minuto. Tilio Cimbro, aquel cuyo hermano seguía en el exilio, se acercó para pedirle que lo perdonara. En ese momento otro de ellos, Publio Servilio Casca, se puso detrás de César y le asestó una puñalada en el cuello.
Con los nervios, Casca solo le hirió de refilón, pero aquella fue la señal para los demás. Todos traían dagas escondidas bajo las togas y se las clavaron una y otra vez. César luchó usando los pliegues de su toga como protección, pero recibió hasta veintitrés puñaladas; una de ellas, que le perforó el pecho, habría sido mortal por sí sola según dictaminó el médico que le hizo la autopsia.
Cuando comprendió que iba a morir, César se cubrió la cabeza con la toga para no perder la compostura y se desplomó muerto junto a la estatua de Pompeyo (una estatua que no había mandado derribar como habrían hecho Mario o Sila en su lugar). Si en verdad le dijo a Bruto «¿Tú también, hijo?» es algo que forma parte de la leyenda.
Aquel asesinato fue estéril. Los conjurados pensaban que con matar a César bastaría para que, por arte de magia, volviera la República oligárquica en la que habían vivido (o, más bien, en la que habían creído vivir, pues el proceso de transformación venía de largo). Si esperaban recibir el aplauso de los demás senadores o que el pueblo de Roma los llevara a hombros por las calles, se llevaron una decepción. El senado se quedó prácticamente paralizado, y fueron el cónsul Marco Antonio y el
magister equitum
de César, Lépido, quienes negociaron con los magnicidas para evitar, al menos de momento, un baño de sangre.
En cuanto al pueblo, cuando el 18 de marzo se leyó el testamento de César y se supo que había legado a cada ciudadano trescientos sestercios más el disfrute de sus jardines al otro lado del Tíber, la multitud estalló en gritos de ira. El funeral oficial estaba previsto en el Campo de Marte, pero la gente destrozó los bancos y las sillas de los magistrados, encendió una pira en pleno Foro y quemó allí el cadáver de César.
Para Cicerón y otros senadores, toda aquella multitud no era más que gentuza. Debía de haber personas de toda extracción social, pero los que contaban para el gran orador eran los
boni
, la «buena gente», la suma de los senadores y los équites. Pero para el pueblo llano, César era alguien que, con todos sus defectos y aunque fuese calvo y se acostara con Nicomedes como cantaban sus soldados, miraba por su bienestar. Sería por convicción o por frío cálculo; pero la gente no era estúpida y sabía qué políticos favorecían sus intereses y quién ordenaba repartir el trigo que significaba la diferencia entre la vida y la muerte. Aunque la tradición literaria sobre personajes como Saturnino o Clodio es muy negativa, la plebe urbana quería a esos líderes populares. No olvidemos que la mayoría de los textos clásicos que nos han llegado los escribieron miembros de la élite, y que para saber lo que pensaba «la chusma» tenemos que leer bastante entre líneas.
Del mismo modo, esa plebe quería a César y repudiaba a sus asesinos. La libertad que Bruto, Casio y los demás conjurados habían querido restaurar no afectaba a la mayoría de los ciudadanos, que no encontraban gran diferencia entre que los gobernara un autócrata como César o una oligarquía. Ciertamente, si el autócrata repartía trigo y tierras, lo preferían a los honrados optimates como Catón que no hacían nada por ellos.
El fracaso de la conspiración se demuestra en que poco tiempo después todo había vuelto a las andadas. Dos años y medio más tarde, en octubre del 42, se libraba una nueva batalla entre romanos. En la llanura de Filipos, en tierras de Macedonia, se enfrentaron el ejército de los llamados libertadores, mandado por Bruto y Casio, y el de los herederos políticos de César, Marco Antonio y Octavio, que habían formado un nuevo triunvirato con Lépido.
Bruto y Casio fueron derrotados y no tardaron en suicidarse, que era la salida más honrosa de un romano cuando era vencido por sus compatriotas. Antonio y Octavio, arrinconando poco a poco a Lépido, se repartieron el poder y los territorios del imperio.
Después de Filipos, quienes habían pensado en César como un tirano comprendieron cuál era la auténtica tiranía. La represión que llevaron a cabo Antonio y Octavio fue brutal, una purga que segó las filas del senado y la nobleza sirviéndose de nuevo del infame procedimiento de las proscripciones. Ambos tenían sus propias filias y fobias, pero intercambiaron muertos como quien intercambia cromos; fue como si Mario y Sila se hubieran puesto de acuerdo para matar a sus enemigos al mismo tiempo.
Cuando habían despejado de piezas el tablero de juego, Antonio y Octavio empezaron a tener choques entre ellos, como era inevitable. Durante un tiempo coexistieron a regañadientes, Octavio en la parte occidental del Mediterráneo y Antonio en Oriente, donde gobernaba desde Alejandría al lado de Cleopatra. Pero al final esta coexistencia resultó imposible y se declaró una guerra abierta entre ambos.
El 2 de septiembre del año 31, en el mar Jónico, cerca de la ciudad de Accio, la flota de Octavio, mandada por su legado Agripa, derrotó a la de Marco Antonio y Cleopatra. Los dos amantes huyeron a Alejandría y no tardaron en suicidarse, brindando argumento para futuras tragedias, novelas y películas.
Octavio se convirtió en el amo de la República, que seguía llamándose así, y no tardó en acaparar tantos títulos y poder como su difunto tío abuelo. ¿Quién era este personaje que hasta ahora no había aparecido en nuestra historia?
Cuando César murió, Octavio representaba una sorpresa y también una incógnita. Era hijo de Acia, sobrina de César, y no tenía más que dieciocho años en marzo del 44. En los últimos tiempos se le había visto mucho con el dictador, lo que había resucitado las viejas hablillas sobre Nicomedes y la sexualidad de César, y se contaron muchos chistes obscenos sobre la desfloración de aquel tierno efebo.
A decir verdad, César había comprendido que el joven Octavio era extraordinariamente inteligente y capaz. En su testamento, aunque tenía otros jóvenes parientes para elegir, el dictador nombró a Octavio heredero e hijo adoptivo, por lo que pasó a llamarse oficialmente Cayo Julio César Octaviano.
La adopción poseía valor no solo familiar, sino también político: se entendía que un hijo heredaba las virtudes, la clientela y la misión política de sus antepasados, aunque lo fueran por adopción como en el caso de Escipión Emiliano. En ese sentido, Octavio heredó en todos los sentidos los planes de César e incluso los amplió.
A menudo se dice que el proyecto de César fracasó porque a su muerte se produjo una sangrienta guerra civil. Pero fue precisamente su asesinato lo que la desencadenó. De haber vivido más años, quizás habría logrado consolidar el nuevo sistema autocrático y la transición entre él y su seguidor habría sido más pacífica.
En cualquier caso, esa transición culminó en el año 27. Octavio adoptó oficialmente el nombre de Augusto, «consagrado por los augurios», y se convirtió en la máxima autoridad con el título de
princeps
, «el primer ciudadano». A partir de entonces, Augusto, que había sido tan despiadado como Sila, pudo permitirse gobernar como un autócrata benévolo al estilo de su tío abuelo César.
Suele considerarse el año 27 como el final de la República y el principio del Imperio romano, aunque la República tradicional ya llevaba mucho tiempo boqueando en su agonía. El siglo que transcurrió entre la caída de Cartago y la muerte de César fue un tiempo de convulsiones, luchas despiadadas, traiciones, violencia callejera y guerras civiles. Pero la competencia y los conflictos entre todas aquellas personalidades tan acusadas —Escipión, los Graco, Saturnino, los dos Catones, Sila, Mario, Metelo, Sertorio, Cicerón, Catilina, Pompeyo, César y un largo etcétera, por no hablar de sus enemigos extranjeros como Yugurta, Espartaco o Mitrídates— convierten el final de la República en una de las épocas más fascinantes de la historia de la humanidad.
Después vino otra etapa, con sus luces brillantes y sus sombras tenebrosas: la era de Augusto y sus sucesores imperiales. Aunque los límites del Imperio no se desplazaron demasiado, todavía hubo generales que llevaron los estandartes romanos a fronteras más remotas.
Pero ese, por supuesto, es otro relato.
(Todos los años són después de Cristo)
753
- Fundación de Roma.
509
- Tarquinio el Soberbio es derrocado. Se instaura la República.
154-138
- Guerra contra los lusitanos.
149-146
- Tercera Guerra Púnica.
146
- Destrucción de Cartago por Escipión Emiliano. Destrucción de Corinto. Grecia se convierte en provincia romana.
143-133
- Guerra de Numancia.
139
- Muerte de Viriato.
135-132
- Primera Guerra Servil en Sicilia.
133
- Escipión Emiliano toma Numancia. Tribunado de Tiberio Graco. Átalo lega el reino de Pérgamo a Roma. Se crea la provincia de Asia. Asesinato de Tiberio Graco.
123
- Tribunado de Cayo Graco.
122
- Cayo Graco es reelegido tribuno de la plebe.
121
- Asesinato de Cayo Graco y de sus partidarios.
120
- Se crea la provincia de la Galia Transalpina, también conocida como Galia Narbonense o, en los textos de César, simplemente como Provincia.
113
- Los cimbrios aparecen en el reino de Nórico y derrotan al cónsul Cneo Papirio Carbón.
112-106
- Guerra de Yugurta.
110
- Yugurta derrota a Aulo Postumio Albino, legado de su hermano Espurio.
109
- Cecilio Metelo toma el mando de la guerra contra Yugurta.
107
- Mario es elegido cónsul y recibe el mando de la guerra contra Yugurta. Posibles reformas militares. El cónsul Casio Longino es derrotado y muerto en la Galia por la tribu de los tigurinos.
106
- Yugurta es capturado por Lucio Cornelio Sila, cuestor de Mario.