La respuesta es «no». No tardarían en aparecer nuevos señores de la guerra que lucharían por convertirse en el primer hombre de Roma, un puesto que solo podía ocupar una persona. La estrella de Pompeyo empezaba a brillar, pero a no mucho tardar aparecería otra que amenazaría con eclipsarla. Y así, después de los tiempos de Mario y Sila, llegó la época de Pompeyo y César.
L
a muerte de Sila dejó cierto vacío de grandes hombres en la política romana. Con «grande» me refiero al espacio político que llenaba el exdictador; obviamente, no se trata de un juicio moral. De entre todos los generales, oficiales y políticos que habían colaborado con él, uno destacaba sobre los demás por su confianza en sí mismo y por los éxitos militares que había logrado. Sobre todo, lo que llamaba la atención en él era su insultante juventud y la desenvoltura con que actuaba, como si las leyes no fueran con él.
Nos referimos, por supuesto, a Cneo Pompeyo. Había nacido en septiembre del 106, por lo que, cuando murió el dictador, tenía tan solo veintiocho años. Como ya vimos, era hijo de Pompeyo Estrabón, un personaje de reputación un tanto siniestra, pero que en la región del Piceno poseía una vasta red de clientes y una gran fortuna. Gracias a ellas, el joven Cneo pudo reclutar tres legiones para combatir al lado de Sila en el año 83. Fue la primera de las muchas ilegalidades de su carrera, porque no era más que un
privatus
, un ciudadano que no tenía autoridad ninguna para alistar ni mandar tropas.
Ahora bien, tres legiones eran muchas. Por joven que fuera, un general que las mandaba a título personal era alguien a quien había que tener en cuenta. A Sila, que acababa de desembarcar en Italia y se enfrentaba a enemigos muy superiores en número, le convenían aliados así. Por otro lado, era obvio que los soldados querían a Pompeyo, al contrario que a su padre, al que habían aborrecido por su crueldad, su extrema disciplina y, probablemente, porque era un tacaño con ellos, defecto que los soldados nunca perdonaban.
De nada le habría valido al joven Pompeyo la influencia para reclutar un ejército por su cuenta si no hubiese poseído además talento como general. Pero incluso antes de reunirse con el futuro dictador ya demostró su valor cosechando varias victorias. Cuando se encontró por fin con Sila, este bajó del caballo y lo saludó como
imperator
, un título que únicamente se concedía a los generales victoriosos.
Pompeyo conseguiría varios éxitos más en las campañas de la guerra civil. Cuando Sila consiguió el control de Roma definitivamente y se convirtió en dictador, pensó en qué podía hacer con Pompeyo, una fuerza difícil de controlar. Con el fin de tenerlo lo más cerca posible, decidió casarlo con su hijastra Emilia Escaura, que era hija de su reciente esposa Cecilia Metela y del difunto príncipe del senado, Emilio Escauro.
Aquel matrimonio presentaba ciertas dificultades, porque Emilia Escaura estaba casada y para colmo embarazada, y Pompeyo también tenía esposa, Antistia. Pero el joven general se hallaba tan deseoso de emparentar con el dictador que no puso la menor objeción.
Una característica curiosa de la personalidad de Pompeyo es que, pese a que cosechó más éxitos militares que ningún romano antes que él y a que en ciertos momentos acaparó un poder sin precedentes, sintió siempre un tremendo complejo de inferioridad ante la élite del senado, la poderosa
nobilitas
. En justicia, podía decirse que él pertenecía a esa nobleza y que no era un
homo novus
, puesto que su padre Pompeyo Estrabón había sido cónsul en el año 89. Sin embargo, los demás no dejaban de mirar a su familia como a unos advenedizos de una región apartada, algo que se evidenciaba en el hecho de que Pompeyo, como Cayo Mario, tan solo tenía dos nombres. El «Estrabón» de su padre era únicamente un mote que se refería a su estrabismo, y no llegó a convertirse en un
cognomen
tradicional. Quizá su hijo se negó a heredarlo por simple coquetería, lo que también nos dice algo sobre su forma de ser. Si había algo que saltaba a la vista a todo aquel que conocía a Pompeyo era la desmesurada hinchazón de su ego, una vanidad que se capta incluso ahora cuando uno contempla el más famoso de sus retratos, que lo representa ya en su madurez.
El matrimonio de Pompeyo y Emilia no duró apenas, porque ella murió al dar a luz. De todos modos, Sila siguió confiando en él y en otoño del 82 lo envió a Sicilia para que acabara con los simpatizantes de Mario que dominaban la isla. Por primera vez, Pompeyo viajó con
imperium
oficial, ya que el senado le concedió mando como procónsul.
La campaña terminó rápidamente, puesto que el jefe de las tropas antisilanas, Perperna, huyó de la isla. Pompeyo no tardó en capturar a Papirio Carbón, que teóricamente seguía siendo cónsul. Carbón le pidió clemencia basándose en que en el pasado lo había defendido contra los enemigos que querían confiscarle sus propiedades. Pero Pompeyo, decidido a demostrar su devoción por Sila, hizo que lo ejecutaran y llevaran su cabeza a Roma. (Plutarco cuenta una anécdota un tanto escatológica sobre el infortunado Carbón, que cuando vio la espada sobre su cuello pidió que le dieran unos minutos para visitar la letrina.
Pompeyo
, 10).
Por la dureza con que trató a Carbón y a otros prisioneros, Pompeyo recibió el mote de
adulescentulus carnifex
, «el carnicero adolescente». Pero si bien es verdad que en sus primeros tiempos demostró cierta crueldad que podía hacer temer que se convirtiera en alguien tan sanguinario como su padre, con los años su temperamento se moderó. Por otra parte, ya de joven, Pompeyo procuraba mantener una estricta disciplina entre sus tropas, lo cual no siempre era fácil. Al enterarse de que estaban cometiendo abusos con la población local, algo tristemente habitual, ordenó que sellaran con lacre las embocaduras de las vainas de las espadas. Si al pasar revista a un soldado se encontraba el sello roto, debía demostrar que había usado su arma por una causa justificada; de lo contrario, recibía un severo castigo.
Tras someter Sicilia, Pompeyo pasó a África con un ejército de seis legiones para acabar con la resistencia antisilana, encabezada por Cneo Domicio Ahenobarbo, que contaba con el apoyo del rey númida Hiarbas. Cuando Pompeyo y sus tropas desembarcaron en Útica, aconteció un suceso bastante ridículo. Unos soldados encontraron unas cuantas monedas enterradas, y se esparció el rumor de que toda la zona estaba sembrada de tesoros que los ricos cartagineses habían sepultado por si venían malos tiempos. Durante días, Pompeyo no pudo hacer nada de provecho con su ejército porque los legionarios se dedicaban a cavar con un afán digno de mejor causa, hasta que dejaron el lugar sembrado de pozos y zanjas como una inmensa topera. Según Plutarco, Pompeyo se limitó a reírse de ellos, aunque es dudoso que le hiciera gracia tener que demorar las operaciones mientras sus hombres se dedicaban a cazar tesoros. Por supuesto, esos tesoros no aparecieron, y Pompeyo les dijo a sus soldados que aquellos días de trabajo en vano eran suficiente castigo por su indisciplina.
Una vez que pudo empezar la campaña, Pompeyo la liquidó en cuarenta días. Tras vencer a sus enemigos, hizo ejecutar a Ahenobarbo y también al rey Hiarbas, a quien sustituyó por Hiémpsal, un sobrino de Yugurta.
En aquel momento su misión había terminado. Pronto le llegó una carta del dictador en la que le ordenaba que licenciara a todas sus tropas salvo una legión, y que después las mandara a Italia mientras él se quedaba en África aguardando la llegada del magistrado que debía relevarlo en el mando. Sin embargo, Pompeyo no estaba dispuesto a regresar así como así a la vida privada.
Al final de la campaña, sus soldados lo habían vuelto a saludar con el título de
imperator
, pero en esta ocasión le añadieron el de
Magnus
o Grande, un
cognomen
que incorporaría a su nombre a partir de entonces sin el menor recato. No contentos con eso, los legionarios exigieron que su general los llevara en persona a Italia para celebrar su triunfo y se negaron a abandonar África si no era con él.
Pompeyo se dirigió a ellos desde el estrado y les imploró con lágrimas en los ojos que regresaran a la disciplina y obedecieran las órdenes de Sila. Pero no era más que teatro calculado para presionar al dictador y conseguir que le permitiera volver a Italia a la cabeza de sus tropas. Considerando la extrema dureza con que trataba Sila a quienes se le oponían, no se puede negar que Pompeyo tenía agallas al echarle un pulso. Según Plutarco, su atrevimiento era tal que llegó a decirle a la cara al dictador en una ocasión: «Ten en cuenta que hay más gente que adora al sol naciente que al sol poniente» (
Pompeyo
, 14).
Al final, Sila comprendió que el joven general no tenía intención de usar aquellas tropas para rebelarse contra él y que únicamente necesitaba su momento de gloria, de modo que acabó accediendo. No solo hizo oficial su título de Grande, sino que incluso, a regañadientes, le concedió un triunfo. Celebrarlo por matar romanos en un conflicto civil parecía algo inapropiado e incluso de mal gusto, pero como Pompeyo había derrotado también al númida Hiarbas podía alegar que su guerra había sido un
bellum externum
.
Un triunfo a los veintiséis años para alguien que nunca había sido magistrado y solo pertenecía al orden ecuestre —todavía no había entrado en el senado— era algo sin precedentes. Aun así, a Pompeyo no le pareció suficiente y pretendió dar la nota exótica usando elefantes en lugar de caballos para tirar de su carro triunfal. Cuando el cortejo llegó a las puertas de la ciudad, Pompeyo descubrió que eran demasiado pequeñas para los paquidermos, con lo que hubo que desuncirlos del carro y traer de nuevo a los corceles.
Después de su triunfo, Pompeyo podría haberle pedido a Sila que lo incluyese en aquel nuevo senado de seiscientos miembros. Pero prefirió no hacerlo por el momento. De convertirse en un senador convencional, habría tenido que seguir un
cursus honorum
también convencional. Pero era impensable que alguien que había mandado un ejército de más de treinta mil hombres y entrado en Roma por la puerta Triunfal se presentara ahora a las elecciones de cuestor o edil para gestionar el funcionamiento de los mercados o las alcantarillas de la ciudad. Por eso, Pompeyo se retiró de momento de la política esperando que surgiera otra oportunidad extraordinaria para seguir su propia e inimitable carrera.
Para los defensores de Sila, como su biógrafo Arthur Keaveney, las reformas del dictador estaban encaminadas a restaurar la legalidad de la República y evitar que esta se desmoronase. Sin embargo, otros autores más críticos con él, como Richard Billows, opinan que todas aquellas leyes para controlar a los gobernadores provinciales y evitar que surgieran nuevos señores de la guerra no eran más que una farsa. La demostración palpable era que Sila dependía de un señor de la guerra en proyecto como Pompeyo y había accedido a sus exigencias sabiendo que eran ilegales, lo que convertía sus medidas restauradoras en una cáscara vacía.
C
uando abandonó la dictadura, Sila debió de pensar algo similar a lo que se le atribuye a otro dictador muy posterior en el tiempo: «Todo está atado y bien atado». Pero incluso antes de su muerte el edificio que había levantado comenzó a resquebrajarse.
Para empezar, en el año 78 uno de los dos cónsules elegidos fue Marco Emilio Lépido, pese a que Sila desaprobaba su candidatura de forma expresa. Lépido tenía lazos con la familia de Saturnino, y al principio había apoyado a Mario y a Cinna, pero al inicio de la guerra civil fue lo bastante astuto como para cambiar de bando y pasarse al de Sila. Gracias a eso salvó el pellejo y de paso se enriqueció con las proscripciones. De todas formas, Sila no acababa de confiar en él. De hecho, cuando Pompeyo apoyó a Lépido para el consulado, Sila se enojó tanto con su joven protegido que borró toda mención suya en el testamento.
La desconfianza de Sila se hallaba justificada. Cuando el exdictador murió, Lépido intentó impedir que recibiera un funeral de Estado. Aunque no consiguió salirse con la suya en este primer acto simbólico, no se desanimó por ello y aseguró que iba a derogar todas las reformas de Sila. Su programa incluía devolver las competencias arrebatadas a los tribunos de la plebe, traer de nuevo a los exiliados, restituir las propiedades confiscadas y distribuir de nuevo trigo barato al pueblo.
Su colega consular, Quinto Lutacio Catulo, que era un silano convencido, se opuso a él, como también lo hizo la mayoría del senado. Tras un brevísimo tiempo de paz, la violencia volvió a sacudir la República. En esta ocasión, el descontento estalló al norte de Roma, en tierras de Etruria. Allí, los veteranos de Sila que se habían establecido en Fésulas como colonos fueron expulsados por los antiguos propietarios de sus tierras. Rápidamente la chispa prendió y se organizó una revuelta popular.
El senado reaccionó enviando a ambos cónsules para reprimir aquella sedición. Pero pronto se vio que Lépido estaba utilizando sus tropas para ponerse al frente de los rebeldes, no para aplastarlos. Cuando llegó el momento de votar a los cónsules del año 77, el senado ordenó a Lépido que regresara a la ciudad para presidir las elecciones. Él se negó y exigió que se le otorgara un segundo consulado. De lo contrario, dijo, marcharía contra Roma con su ejército igual que había hecho Sila.
Cuando empezó el nuevo año, las elecciones todavía no se habían celebrado, por lo que no había cónsules en ejercicio. El senado, no obstante, volvió a recurrir al
senatus consultum ultimum
y encomendó a Lutacio Catulo la defensa de la República, otorgándole rango de procónsul. Para ayudarle en su misión se nombró a un segundo general, Pompeyo, que había comprendido su error al apoyar a Lépido un año y medio antes.
La campaña fue bastante breve. Mientras Catulo luchaba contra Lépido en Etruria, Pompeyo se dirigió a la Galia Cisalpina para combatir a su principal legado, Marco Junio Bruto (padre del famoso asesino de César). Al parecer, las tropas de Bruto desertaron y este no tuvo más remedio que rendirse a Pompeyo, que lo hizo ejecutar.
Tras aquella fácil victoria, Pompeyo se dirigió a Etruria, y llegó a tiempo de combatir junto a Catulo en la batalla de Cosa. El rebelde Lépido fue derrotado, pero consiguió huir con parte de sus tropas a Cerdeña, donde cayó enfermo y murió poco después.