Para demostrar que su destino se hallaba indisolublemente unido al de sus compañeros en aquella larga aventura y que triunfaría o moriría con ellos, Espartaco desmontó de su caballo y lo mató delante de todos. «Si vencemos, nos apoderaremos de los caballos del enemigo. Si perdemos, no quiero tener montura».
No existen descripciones detalladas de la batalla. Sabemos que Espartaco intentó abrirse paso hasta Craso para batirse con él y que en el camino logró matar a dos centuriones. Considerando que los centuriones eran la élite guerrera de los legionarios, no fue pequeña gesta. En ese momento, un
pilum
lo hirió en el muslo y tuvo que doblar la rodilla, pero siguió luchando. Por fin, cuando hasta el último de los compañeros que lo rodeaban hubo caído, Espartaco se vio rodeado por una multitud de enemigos y pereció. Su muerte terminó de cambiar el curso de la batalla, que culminó en una rotunda victoria para las tropas de Craso.
El desprecio que sentían los romanos por aquella horda de seres a los que consideraban más animales que personas se mezclaba con cierta admiración a regañadientes. Como señala Floro, los rebeldes «alcanzaron un fin digno de hombres, luchando a muerte y sin rendición, como corresponde a quienes combatían a las órdenes de un gladiador. El propio Espartaco murió combatiendo con extremo valor en la primera línea, como corresponde a un general» (3.2).
Curiosamente, el cadáver de Espartaco nunca apareció.
Los romanos pensaban que aquello no debía volver a repetirse. Por eso, no bastaba con devolver a los prisioneros a la esclavitud. Como ejemplo para todos aquellos que albergaran planes de escapar de sus amos en el futuro, Craso hizo crucificar a los seis mil supervivientes a lo largo de la vía Apia, entre Capua y Roma. Durante días, aquellos infortunados agonizaron a la intemperie de treinta en treinta metros, como siniestras farolas que alumbraran la calzada. Sin duda, un espectáculo tétrico, que Stanley Kubrick adaptó a su magistral manera al final de su película
Espartaco.
El resultado final de esta guerra le dejó un sabor amargo a Craso. Un contingente de cinco mil rebeldes huyó hacia el norte, donde se encontraron con el ejército de Pompeyo. Este los barrió del mapa sin despeinarse. Después escribió al senado en su habitual tono pomposo para decir que, si bien Craso había vencido a los esclavos fugitivos en una brillante batalla, era él quien había extirpado las raíces de la rebelión.
Espartaco había derrotado a los romanos hasta nueve veces en campo abierto. De todos modos, su hueste de desclasados no se consideraba un enemigo de bastante categoría como para otorgar un triunfo. Mientras que Pompeyo celebraba con gran pompa su victoria sobre Sertorio en Hispania, Craso se tuvo que contentar con el triunfo de segunda categoría conocido como
ovatio
, «ovación».
El hecho de que Pompeyo no se conformara con sus victorias hispanas y tratara de robarle a Craso parte del mérito abrió una brecha entre los dos hombres, que en realidad nunca se habían llevado bien. No obstante, eran los héroes del momento, y los votantes lo reconocieron eligiéndolos como cónsules para el año 70. Pompeyo, con treinta y seis años, seguía sin tener la edad exigida por las normas que había reforzado Sila, pero ¿qué más daba otra irregularidad en su carrera?
Por intereses diversos, Pompeyo y Craso tuvieron que olvidar su antipatía mutua y aunar fuerzas en más de una ocasión. No tardaría mucho en acercarse a ellos un patricio de treinta años que empezaba a conquistar cierta notoriedad, pero de quien nadie podía sospechar aún que llegaría tan lejos.
Por supuesto, hablamos de Julio César. Y a estas horas creo que ha llegado el momento de presentárselo a los lectores.
C
omo sugiere su segundo nombre, Cayo Julio César pertenecía a la
gens
Julia. Los miembros de esta estirpe decían remontarse a Julo, otro nombre de Ascanio, el hijo de Eneas y nieto de Venus. Estos Julios no se instalaron en Roma con Rómulo, sino que llegaron a la ciudad después de que el tercer rey, el belicoso Tulo Hostilio, destruyera Alba Longa (precisamente fundada por Julo).
Era un linaje patricio que, por tanto, gozaba de gran prestigio, pero que no desempeñó un papel tan importante en la República como los Cornelios, los Claudios o los Emilios, por poner algún ejemplo.
Dentro de esa estirpe había una rama, la de los Césares, que es la que nos interesa. No se sabe en qué momento apareció este
cognomen
, pero el primer personaje conocido que lo llevó fue Sexto Julio César, pretor en el año 208.
Sobre el origen del nombre César corrían diversas historias. Algunos aseguraban que uno de la familia nació tras haber sido «cortado»,
caesus
, del vientre de su madre.
[31]
Otros lo relacionaban con el sustantivo
caesaries
, «cabellera»; algo que no dejaba de ser una ironía para nuestro personaje, puesto que César empezó a quedarse calvo bastante pronto y siempre trató de disimularlo como pudo. Incluso un texto tardío, la
Historia Augusta
, relataba que el primero que llevó sobrenombre de César se lo ganó por matar a un elefante, pues en lengua bereber el nombre para este paquidermo era
caesai
. En este mismo pasaje se presenta otra conjetura: que el primer César tuviera los ojos
caesi
, esto es, de un azul celeste, pues el adjetivo deriva de la misma raíz que
caelum
, «cielo» (
Historia
Augusta
,
Elio
, 2).
Como se ve, una larga historia para un nombre que, a su vez, ha engendrado sus propios descendientes, como el término «césar» en español,
Kaiser
en alemán o
Tzar
en ruso. De todas estas hipótesis, la que parece más probable es la relativa a la cabellera, pues era muy frecuente que el
cognomen
o tercer nombre proviniera en origen de una característica física, que en ocasiones era también un defecto: Estrabón, «bizco»; Rufo, «pelirrojo»; Bruto, «pesado»; Calvo, lo mismo que en español; Cicerón, «garbanzo» (¿por culpa de una verruga tal vez?).
La familia se había dividido a principios del siglo
II
en dos ramas. Ambas, para confusión de los lectores, se llamaban Julio César. Aquella de la que no descendía
nuestro
César tuvo algo más de éxito, con un cónsul en 157 y un pretor en 123. En la rama que nos interesa no hubo ningún cónsul hasta el año 91, en que recibió tal honor Sexto Julio César, probablemente el tío de Cayo Julio César.
Así pues, aunque no era propiamente un
homo novus
, César no procedía de una familia que pudiera garantizarle una carrera política tan exitosa como la que finalmente recorrió, sino de una situada, por así decirlo, en el segundo escalón del pódium. Aparte de su talento indiscutible —basta leer sus obras históricas para comprender que aquel hombre poseía una inteligencia penetrante y una gran claridad de ideas—, le ayudó mucho que su tía paterna Julia estuviera casada con Cayo Mario. En ese enlace, Julia ponía la sangre azul y Mario el poder y probablemente el dinero.
En cuanto a la madre de César, provenía de los Aurelio Cota, una familia plebeya que gracias a sus cuatro antepasados cónsules había entrado en la nobleza. Como era de esperar, se llamaba Aurelia. Era una mujer inteligente y culta, y de personalidad fuerte. Su papel en la educación de César y de sus hermanas (ambas llamadas Julia) tuvo que ser por fuerza importante, ya que su marido murió en el año 84 mientras se vestía, lo que hace pensar en un infarto fulminante o en un derrame cerebral. Casi dos siglos más tarde, el historiador Tácito elogió a Aurelia por encargarse personalmente de la formación de César, a diferencia de otros niños que se criaban prácticamente en manos de nodrizas.
César nació el 13 de quintil del año 100 a.C., un año redondo del que, obviamente, no podían ser conscientes en la época.
[32]
Era cónsul por sexta vez su tío Mario. Un año muy revuelto: cuando era todavía un bebé, se produjeron los desórdenes que acabaron con los asesinatos del tribuno Saturnino y del pretor Glaucia.
Por esta alianza política, César tendió siempre a alinearse con los llamados populares. Que se preocupara más por el bienestar de la plebe urbana que otros patricios puede deberse también al lugar donde se crió: no en el Celio o el Palatino, donde se levantaban las mansiones de los aristócratas, sino en la Suburra, un barrio popular situado entre la ladera sur del Viminal y la falda oeste del Esquilinio.
Allí residían muchos extranjeros, entre ellos una nutrida colonia de judíos, y también había bastantes casas de prostitución. La mayoría de los vecinos vivían en
insulae
, pero no da la impresión de que los padres de César se vieran obligados a alquilar una planta baja a modo de mansión como hizo Sila. Seguramente poseían una
domus
, una casa individual, aunque fuera modesta, que se encontraría rodeada de tiendas, tabernas y bloques de apartamentos.
Como hijo de una familia noble, César recibió una esmerada educación. Aprendió griego muy joven con un gramático liberto de origen galo llamado Marco Antonio Gnifo. Gnifo había estudiado en Alejandría y sin duda le habló de esa ciudad con la que con el tiempo César tendría una relación tan especial. Más tarde, César perfeccionó sus conocimientos de la lengua helena en Atenas y Rodas. En sus primeros tiempos, como tantos otros jóvenes de la élite, compuso ejercicios literarios, entre ellos un elogio de Hércules en verso y una tragedia titulada
Edipo
.
La mayoría de los aristócratas romanos hacían carrera en el ejército, aunque en las postrimerías de la República ya no era la única forma de ascender en política: poseer una buena oratoria y hacer de abogado en procesos judiciales eran otra buena forma de alcanzar reputación. De esa manera logró destacar Cicerón, al que el dios Marte no había dotado con grandes virtudes militares.
César, que sí las poseía, se ejercitó desde muy joven, como tantos otros romanos, en el Campo de Marte, la explanada situada entre la ciudad y la curva del Tíber. Allí practicó natación y aprendió a manejar las armas y a montar a caballo. Su dominio de la equitación le permitía cabalgar a pelo y con las manos a la espalda incluso a galope tendido.
Físicamente César era alto, de piel blanca, complexión delgada, facciones afiladas como si las hubieran tallado a cincel y ojos negros y penetrantes. Algunos autores aseguran que su salud era delicada; pero viendo cómo compartía las marchas de sus soldados bien pasados los cuarenta e incluso los cincuenta años, está claro que por naturaleza o por entrenamiento poseía una gran resistencia física. Ello se debía en parte a que era un hombre de costumbres moderadas, que ni comía ni bebía en exceso. Otra cosa era que con la edad padeciera de problemas concretos como dolores de cabeza, insomnio e incluso ataques de epilepsia, que sin embargo debían de ser poco frecuentes (y es posible que en realidad fueran lipotimias o ataques de migraña).
Debido a lo famoso e influyente que llegaría a ser, sabemos más cosas de él que de otros personajes antiguos, aunque no tantas como nos gustarían. Poseía atractivo y procuraba explotarlo, pues era muy coqueto. Se afeitaba y cortaba el pelo a menudo, y también se depilaba el vello corporal. Su estilo vistiendo era muy personal. En lugar de llevar la túnica de manga corta habitual en los demás senadores, él usaba otra prenda de manga larga con ribetes a la altura de las muñecas. Además, llevaba el cinturón más suelto de lo habitual.
Por influencia de su familia y, sobre todo, de su tío Mario, César se relacionó desde el principio de su carrera con las tendencias populares. De niño estuvo prometido a Cosutia, una joven cuya familia pertenecía al orden ecuestre y tenía mucho dinero. Pero en el mismo año en que murió su padre, el 84, rompió este compromiso y se casó con la hija de Cinna, que a la sazón era cónsul por cuarta vez consecutiva. Como correspondía a una mujer de la familia de los Cornelios, ella se llamaba Cornelia, y con el tiempo alumbró a la única hija de César. A estas alturas, a los lectores no les sorprenderá que esa niña se llamara igual que la tía de César y sus dos hermanas, Julia.
El matrimonio de César y Cornelia obedecía a causas políticas. En aquel momento había quedado vacante el puesto de
flamen dialis
o sumo sacerdote de Júpiter,
[33]
que solo podía desempeñar un patricio y que gracias a Cinna se le ofreció a César. Este cargo suponía un gran honor, pero conllevaba a cambio muchos tabúes y limitaciones. Uno de ellos era que el
flamen dialis
debía casarse para toda la vida por el ritual conocido como
confarreatio
, que únicamente podía unir a patricios. Puesto que Cosutia era plebeya, no resultaba adecuada para este matrimonio. De paso, se sellaba la alianza entre Cinna y el sobrino del difunto Mario.
Para un joven de dieciséis años este sacerdocio suponía un gran honor, pues el cargo le permitía llevar un lictor y sentarse en el senado. A cambio, las restricciones que implicaba le cortaban las alas de una futura carrera política. El
flamen dialis
era depositario de un poder mágico y tenía que evitar cualquier cosa que pudiera deteriorarlo. Simbólicamente se manifestaba por el
apex
, un gorro que más parecía un casco puntiagudo atado bajo la barbilla. También debía vestir en toda ocasión un manto tejido por su propia esposa, y no podía llevar un solo nudo en la ropa.
Algunas restricciones eran comprensibles, como la de no tocar cadáveres ni asistir a entierros, pues la muerte siempre comportaba una impureza. Otras resultaban más extrañas: tenía prohibido montar a caballo, comer pan sin levadura, no se le podía poner delante una mesa que no tuviera comida, le tenía que cortar el pelo un hombre libre con una cuchilla de bronce… En teoría, tampoco debía desempeñar una magistratura, aunque el último
flamen dialis
, Cornelio Mérula, había llegado a cónsul; pero no se le había asignado ninguna provincia, ya que no le era lícito salir de la ciudad ni una sola noche, como tampoco ver hombres armados.
Como se ve, a poco habría llegado César con este cargo. Pero por el momento no estaba mal. Al fin y al cabo, su padre únicamente había alcanzado el segundo escalón, el de pretor. ¿Cómo vaticinar qué conseguiría su hijo?