Roma Invicta (54 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Una buena razón para casarse con Pompeya era que su familia poseía una gran fortuna. A esas alturas de su carrera, César ya acumulaba enormes deudas. Por un lado, ascender en política suponía invertir mucho dinero en imagen, en favores o directamente en sobornos. Por otra parte, César era hombre de gustos caros. Como buen aristócrata de esmerada educación, coleccionaba estatuas, pinturas, joyas y grabados, y sus ropas no eran baratas. Se decía de él que para presumir de esclavos excepcionalmente apuestos pagaba tales precios que después le daba vergüenza anotarlos en sus libros de contabilidad, y que en sus campañas hacía transportar suelos enteros de mosaico para ponerlos en la tienda de mando. Según otra anécdota, en una ocasión hizo demoler una casa que le habían construido junto al lago de Nemi cuando ya estaba terminada porque no le agradaba el efecto que producía a la vista. En estas historias siempre hay un punto de exageración, pero revelan algo sobre el carácter del personaje, que era un perfeccionista.

Aunque los nombres coincidan, su esposa Pompeya solo era pariente lejana de Pompeyo el Grande, por lo que aquel matrimonio no sirvió para relacionarlo con César. Sin embargo, ambos se conocían: la élite romana no era un grupo tan numeroso y, además, los dos formaban parte del senado.

En realidad, a Pompeyo el senado le aburría mortalmente. No era buen orador, las sutilezas de la
nobilitas
se le escapaban y no tenía paciencia para las altas intrigas de la política. Durante su consulado en el año 70, ya que debía presidir el senado, Pompeyo había encargado al erudito Marco Terencio Varrón que le escribiese un breviario para explicarle cómo funcionaba, una especie de
Manual del perfecto senador para dummies
.

Al terminar aquel consulado, cuyo principal hito fue recuperar las atribuciones de los tribunos que les había arrebatado Sila, ni Pompeyo ni Craso solicitaron el gobierno de una provincia. No les interesaba. Justo antes de ser cónsules ambos habían servido en campañas militares importantes, uno contra Sertorio y otro contra Espartaco; por otra parte, los dos tenían muchísimo dinero, de modo que no les era necesario esquilmar a los súbditos de una provincia para pagar deudas.

Craso prefería seguir en Roma, dedicado a sus negocios y a aumentar su red de influencias entre los senadores y los équites. Básicamente, las conseguía prestándoles dinero a bajo interés, como hizo con César en más de una ocasión. Lo curioso es que años más tarde, cuando ya era sesentón, a Craso le invadió un irresistible deseo de conquistar la gloria militar, y ese deseo lo llevó a hacer la guerra en la lejana Mesopotamia, como ya contaremos.

En cuanto a Pompeyo, estaba deseando conseguir un mandato militar, ya que donde se sentía como pez en el agua era dirigiendo tropas. Además, pasada la emoción de su segundo triunfo, percibía que la admiración que el pueblo romano sentía por él empezaba a marchitarse, y quería hacerla reverdecer. Pero no estaba dispuesto a conformarse con un mando militar de medio pelo en una guerra de segunda librada contra alguna tribu montañesa de nombre impronunciable. Alguien como él, que había entrado por la puerta Triunfal antes de cumplir los treinta años, necesitaba una campaña espectacular, y lo que más le atraía en aquel momento era el señuelo de Oriente.

Allí se estaba librando la llamada Tercera Guerra Mitridática. La primera, como ya vimos, la ganó Sila, pero la situación en Roma le forzó a negociar unas condiciones muy ventajosas para el enemigo. La segunda, que duró del año 83 al 81, fue cosa de su legado Murena, quien había invadido por su cuenta y riesgo los territorios de Mitrídates. Tras ser derrotado, a Murena no le quedó otro remedio que retirarse y firmar la paz por orden del propio Sila.

El origen de este tercer enfrentamiento arrancaba de la guerra contra Sertorio. Para llevar a cabo sus planes, el rey del Ponto había aprovechado que la República tenía un buen número de legiones ocupadas en Hispania. Tras cinco años de paz, Mitrídates había conseguido reunir un ejército muy numeroso, entrenado y equipado al modo romano gracias en buena parte a los asesores enviados por Sertorio. Según Apiano, contaba con ciento cuarenta mil soldados de infantería y dieciséis mil de caballería (unas cifras hinchadas, para variar). Con esas tropas, Mitrídates atacó Paflagonia y Bitinia a principios del año 74, decidido a recuperar el imperio que había conquistado durante su primera campaña.

En el 73, el senado envió a los dos cónsules del año, Licinio Lúculo y Aurelio Cota, para frenar la nueva amenaza. Sin embargo, primero la guerra contra Sertorio y después la amenaza de Espartaco no permitieron emplear suficientes recursos en el conflicto. En el año 70, Aurelio Cota regresó a Roma y Lúculo se quedó al cargo de aquella guerra. Lúculo era un buen general que ya había demostrado sus dotes de mando durante el primer conflicto contra Mitrídates cuando se encargó de reunir una flota para Sila. De todos modos, no poseía el don de su antiguo superior para ganarse el afecto de las tropas, que se quejaban de que no recibían suficiente botín. Para empeorar las cosas, Lúculo se había enemistado con los influyentes publicanos de Asia por tratar de poner coto a sus abusos.

En el año 67, la guerra se había estancado. Las tropas de Lúculo se negaron a seguir luchando para él, mientras los équites que controlaban los tributos asiáticos lo acusaban de prolongar a propósito la guerra para que no le quitaran el
imperium
. Pompeyo empezaba a frotarse las manos pensando en recibir el mando de esa campaña. Pero entonces le surgió otra oportunidad gracias a una plaga endémica del Mediterráneo que había sufrido, entre otros, el mismo César: los piratas.

En el Mediterráneo existían piratas desde que se tenía noticia. El mismo Ulises se había dedicado a la piratería durante su largo regreso de Troya, atacando el país de los cicones y la isla de los fabulosos lestrigones con fortuna desigual.

Normalmente, la piratería se hallaba más o menos limitada, pues había reinos poderosos que poseían grandes flotas de guerra con las que mantenían limpios los mares. Pero a lo largo del siglo
II,
Roma derrotó a los grandes estados de la zona, como el imperio seléucida, o causó de forma directa la decadencia de otras potencias navales como Rodas o Egipto. Eso dejó un vacío de poder en los mares que ella misma no se molestó en llenar y que provocó un nuevo auge de la piratería. Por otra parte, la economía romana e italiana demandaba cada vez más esclavos, y eso animaba a mucha gente a dedicarse a la lucrativa profesión de pirata para traficar con seres humanos.

A partir de la Primera Guerra Mitridática, la piratería se disparó fuera de todo control. En realidad, podría decirse que el colectivo de los piratas llegó a convertirse en una especie de estado propio. Muchas de las personas que se dedicaban a ello no tenían otra forma de ganarse la vida, pues las guerras habían devastado sus países y por eso, como señala Apiano, se dedicaban «a cosechar el mar en lugar de la tierra» (
BM
, 92).

Si los primeros piratas utilizaban naves pequeñas y ligeras, los de la época de Pompeyo y César usaban ya birremes y trirremes de combate. Y no actuaban precisamente de incógnito: muchos exhibían con orgullo su reciente prosperidad luciendo remos plateados, toldillas de color púrpura y velas doradas.

Muchos piratas se organizaban en flotas comandadas por auténticos almirantes. Con ellas asaltaron islas como Delos y Egina, y ni siquiera los santuarios de Hera en Samos y Asclepio en Epidauro se libraron de sus depredaciones. Cualquier ciudad cercana al litoral, aunque estuviese amurallada, corría peligro. En los últimos años cuatrocientas poblaciones habían sufrido su pillaje, y el temor por los piratas llegaba hasta tal punto que en muchos lugares la gente huía de la costa donde llevaba generaciones viviendo.

La principal base de operaciones de los piratas era la región de Cilicia, y en particular la llamada Cilicia Traquea o «abrupta». Allí las montañas llegaban hasta el mar creando escarpados salientes rocosos separados por pequeñas ensenadas ocultas. En ellas los piratas tenían sus guaridas, donde retenían encadenados a miles de artesanos de todo tipo para que fabricaran sus naves y sus armas con la madera, el hierro y el cobre que les traían de todas partes.

La comunicación lateral entre las calas y promontorios donde se cobijaban los piratas resultaba prácticamente imposible, sobre todo para ejércitos numerosos. La única forma de asaltar esos bastiones era llegando por mar. Pero eso tampoco bastaba, pues si una flota atacaba una de sus bases, los piratas no tenían más que retirarse hacia las montañas del interior, donde contaban con aliados que los protegían.

Los romanos llevaban más de una generación combatiendo en vano contra esta plaga. En el año 102, Marco Antonio llevó a cabo la primera operación destinada a acabar con la piratería, y dos años después se aprobó una
lex piratica
que no sirvió de gran cosa. En torno al año 80 se creó la pequeña provincia de Cilicia, y desde ella su gobernador Servilio Vatia lanzó varias campañas para someter las montañas del interior, que le valieron el sobrenombre de Isáurico. Pero el enclave principal de Cilicia Traquea seguía sin conquistar.

La situación había empeorado todavía más debido a las guerras contra Mitrídates, que no dudaba en utilizar a los piratas como aliados pagándoles y entregándoles barcos. En las décadas de los 70 y 60 había decenas de miles de ellos repartidos desde Levante hasta las Columnas de Hércules, y sus naves ya asaltaban incluso las costas de Italia. Así, cerca de Miseno raptaron a Antonia, precisamente la hija del general que había intentado combatirlos por primera vez, y pidieron un enorme rescate por ella. La audacia de los piratas llegaba a tal extremo que incluso secuestraron a dos pretores junto con sus lictores. Al menos, estos dos pretores se salvaron; otros prisioneros corrieron peor suerte, ya que sus captores los hacían caminar por el tablón para que cayeran al mar adelantándose a las costumbres de piratas más modernos.

Las incursiones de aquellos bandoleros de los mares estaban perjudicando al comercio de todo el Mediterráneo. Roma, que superaba de largo el medio millón de habitantes y no dejaba de crecer, necesitaba el trigo que llegaba de Sicilia, del norte de África y de lugares más lejanos como Egipto. Pero ya no era seguro ni el puerto de Ostia, pues allí, a pocos kilómetros de la mismísima Roma, los piratas se habían atrevido a atacar a una flota consular.

Cuando la situación llegó a un punto insostenible en el año 67, ante la amenaza de que la ciudad de Roma sufriera una hambruna, el tribuno Aulo Gabinio propuso una ley destinada a acabar definitivamente con la piratería. Su idea era escoger a un senador consular para dirigir la tarea y poner bajo su autoridad a quince legados con rango de pretores. Para combatir contra los piratas, aquel magistrado especial contaría con doscientos barcos y su mandato duraría tres años.

Gabinio no mencionó a Pompeyo por su nombre, pero ambos eran amigos y todo el mundo supo para quién estaba destinado ese puesto. En el senado se suscitó una gran oposición, ya que los poderes que la ley concedía eran inusitados. Uno de los pocos que habló a favor de la medida fue precisamente César, algo de lo que Pompeyo tomó buena nota.

Después de muchas discusiones aderezadas con dosis de violencia e intimidación, Gabinio llevó la propuesta a la asamblea. Finalmente, el pueblo concedió el mando a Pompeyo y le otorgó incluso más medios de los que preveía la primera propuesta del tribuno. Pompeyo tendría a su disposición quinientos barcos, veinticuatro legados, ciento veinte mil soldados de infantería y cinco mil de caballería. Asimismo se le asignaron fondos y provisiones suficientes para mantener una flota y un ejército tan grandes. El
imperium
de Pompeyo abarcaba todo el Mediterráneo y una amplia franja costera que se internaba setenta y cinco kilómetros tierra adentro, y en ese territorio su autoridad prevalecía sobre la de cualquier otro magistrado.

La titánica labor de coordinar todos esos medios de un extremo a otro del Mediterráneo habría intimidado a cualquiera, pero no a Pompeyo, que poseía una singular aptitud para organizar operaciones a enorme escala. La gente confiaba tanto en él que, en cuanto se supo que le habían otorgado aquel mando, el precio del pan bajó, ya que todos estaban convencidos de que el suministro de trigo no tardaría en reanudarse.

Pompeyo se puso manos a la obra enseguida. Pensó que si perseguía a los piratas en Cilicia, correrían a buscar nuevas guaridas en las costas de África o Dalmacia, y viceversa. La manera de acabar con ellos era actuar simultáneamente en todo el Mediterráneo. Para tal fin, Pompeyo, que era un hombre meticuloso, dividió el mar en trece regiones, seis en el este y siete en el oeste. Al mando de cada una de ellas puso a un legado cuya misión era perseguir a los piratas de su zona y expugnar las fortalezas donde se cobijaban. Ninguno de ellos debía sobrepasar los límites que se le habían asignado. En cuanto a los once legados restantes, se cree que Pompeyo los puso al cargo de flotas móviles que sí podían cruzar de una zona a otra para perseguir a los barcos piratas que escapaban del cerco. El hecho de nombrar tantos legados, de paso, le permitió crear nuevos vínculos de cliente-patrón y aumentar su poder.

La campaña arrancó a principios de la primavera del año 67, con ataques simultáneos en todas las zonas del Mediterráneo occidental, mientras el propio Pompeyo hacía una labor de barrido de oeste a este con una flota de sesenta barcos. En tan solo cuarenta días, aquella mitad del Mediterráneo quedó libre de piratas y el tráfico entre Roma y sus principales suministradores de grano se restableció.

Después le tocó el turno a la mitad oriental, tarea que se preveía más complicada. Sin embargo, Pompeyo la llevó a cabo con una sorprendente facilidad. Aquel a quien habían llamado «el carnicero adolescente» demostró que sabía ser humano y clemente, y que comprendía que las causas principales de la piratería eran la miseria y la falta de otros medios para ganarse la vida.

En lugar de crucificar a los piratas como había hecho César, Pompeyo les entregó tierras en el interior de Asia Menor —bien lejos del mar para evitar que cayeran en la tentación de volver a la piratería—, o los instaló en ciudades que habían quedado casi despobladas por las guerras mitridáticas. Una de ellas, Soli, fue rebautizada con el sonoro nombre de «Pompeyópolis». Curiosamente, la población que más nuevos colonos recibió no se hallaba en Asia Menor sino en Grecia, y fue Dime, en la comarca de Acaya. En total, Pompeyo reasentó de ese modo a veinte mil antiguos piratas. Era algo que los romanos ya habían probado con éxito trasladando a muchas tribus ligures al sur de Italia.

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