El problema que no parecía captar ni Batiato ni nadie en la comarca era que ese grupo de prisioneros expertos en manejar armas se hallaba en el corazón de un territorio donde había cientos de miles de esclavos. La mayoría de ellos trabajaban en el campo, el destino más duro después de las minas. Si en el siglo
II
, como ya comentamos en el capítulo de los hermanos Graco, existía la tendencia a concentrar propiedades agrícolas y a explotarlas con mano de obra esclava, dicha tendencia se había acentuado durante el siglo
I
. Eso significaba que los gladiadores del
ludus
de Batiato eran como una mecha extendida sobre un enorme barril de pólvora.
Solo hacía falta que alguien la encendiera. Y ese alguien, por supuesto, fue Espartaco.
No debemos pensar que Espartaco tomó conciencia de repente de la explotación que sufrían los esclavos como colectivo. Tampoco sería apropiado describirlo como un representante genuino del antiguo proletariado, tal como hizo Marx en una carta donde comentaba a Engels
Las guerras civiles
de Apiano. Como la mayoría de la gente en la Antigüedad, Espartaco no se planteaba abolir la esclavitud, y de hecho su ejército hizo sus propios esclavos. Lo que anhelaba personalmente, como casi todos los que sufrían aquel terrible destino, era conseguir su libertad y la de sus allegados y mejorar sus condiciones de vida.
La revuelta estalló en el año 73. Espartaco había planeado escapar con los doscientos internos del
ludus
, pero su plan fue descubierto y se vieron obligados a apresurar la huida. Tan solo setenta y ocho gladiadores lograron salir del recinto. Tras asaltar una taberna, se apoderaron de los cuchillos y los espetones. Eran armas más que peligrosas en manos de tipos entrenados, y con ellas consiguieron librarse de los guardianes de las puertas de Capua y huir de la ciudad. En el camino, se encontraron por azar con unas carretas en las que transportaban armas para otro
ludus
. Aprovechando el golpe de suerte, se apoderaron de ellas y se alejaron de la ciudad.
El lugar que escogieron para establecer su campamento no podía ser más espectacular: el cráter del monte Vesubio, del que en aquella época se ignoraba que era un volcán. Allí eligieron a otros dos gladiadores de origen celta o germano como lugartenientes de Espartaco. Sus nombres eran Crixo y Enomao.
Pronto corrió la voz y empezaron a unírseles más esclavos, e incluso jornaleros libres de las fincas cercanas. Usando como base el Vesubio, la banda de Espartaco se dedicó a saquear los alrededores.
Al enterarse, el pretor Claudio Glabro reunió a toda prisa una fuerza de tres mil hombres. No se trataba de legionarios con experiencia, sino de una especie de milicia: los romanos no veían aquel conflicto como una guerra sino como una revuelta de esclavos que había que reprimir, pero de la que no se podía sacar gloria ninguna.
Glabro intentó asediar a los hombres de Espartaco para que no pudieran salir del volcán. Pero con sus tres mil soldados no podía cubrir toda la falda, de modo que dejó sin vigilancia una ladera tan escarpada que parecía imposible bajar por ella. Los rebeldes trenzaron escalas usando parras silvestres y con ellas descendieron por un tramo de pared prácticamente vertical. Cuando llegaron a la base, un compañero que se había quedado arriba les arrojó las armas. Con ellas, bajaron el resto de la ladera y atacaron por la espalda a los hombres de Glabro, a los que derrotaron con facilidad.
Al apoderarse del campamento del pretor, Espartaco y sus hombres consiguieron armas suficientes para equiparse como un pequeño ejército. La noticia de su victoria se propagó, y acudieron a unirse a ellos cada vez más seguidores. Pronto se convirtieron en miles, y después en decenas de miles, hasta que a finales del año 73 Espartaco acaudillaba un auténtico ejército de cuarenta mil hombres.
Con esas improvisadas tropas, Espartaco se dedicó a saquear toda la región de Campania, incluidas ciudades como Nola y Nuceria. Un segundo pretor, Publio Varinio, acudió a detenerlo. En esta ocasión, llevaba dos legiones, pero seguían estando formadas por soldados bisoños.
Espartaco se burló de él con un truco que explica Frontino en sus
Estratagemas
(1.5.22). El tracio plantó ante la puerta de su propio campamento estacas separadas por pequeños intervalos, y apoyó en ellas cadáveres vestidos y armados para que de lejos parecieran centinelas. Mientras en el campamento seguían ardiendo cientos de antorchas y hogueras como si no pasara nada, él y sus hombres abandonaron el lugar en silencio amparándose en la oscuridad.
Después de aquello, Varinio volvió a enfrentarse a Espartaco en Lucania. El resultado fue una derrota humillante en la que el pretor perdió el caballo y las insignias de su mando. El éxito de los rebeldes atrajo todavía a más fugitivos, de manera que a principios de 72 sus fuerzas ascendían a setenta mil hombres.
Pronto surgieron diferencias en el seno de su ejército. A esas alturas, Enomao había muerto en combate, y Crixo se separó del grueso del ejército llevándose consigo a treinta mil guerreros celtas y germanos. El pretor Quinto Arrio le dio alcance y lo derrotó junto al monte Gargano. En la batalla perecieron Crixo y dos tercios de sus seguidores.
Espartaco, mientras tanto, se dirigió al Piceno, en la costa noreste de Italia. Allí supo que al norte del río Po lo aguardaba un ejército consular mandado por Cornelio Léntulo, mientras que por el sur le seguía los pasos el otro cónsul, Gelio Publícola. El tracio, demostrando su talento como general, los derrotó a ambos en dos batallas sucesivas. Después, con justiciera ironía, obligó a trescientos prisioneros romanos a combatir entre ellos como gladiadores delante de una pira funeraria encendida en honor de Crixo.
La intención original de Espartaco era viajar al norte, cruzar los Alpes y luego dividirse por contingentes tribales, unos hacia la Galia —que todavía no estaba sojuzgada por los romanos— y otros, incluido él, a Tracia. Allí habría podido vivir en libertad con su esposa, que lo había acompañado en la huida.
Sin embargo, la mayoría de los rebeldes prefería seguir saqueando las fértiles tierras de Italia en lugar de emprender el largo camino al frío y brumoso norte. Al fin y al cabo, acababan de vencer a dos ejércitos consulares. ¿Quién se les podía oponer mientras los mandara Espartaco, un líder carismático y un genio de la estrategia?
Ese mismo año, Espartaco todavía consiguió otras dos victorias. Después, como sus hombres se negaban a proseguir hacia el norte, tomó de nuevo el camino del sur. Allí, entre el tacón y la punta de la bota, se apoderaron de la ciudad de Turios.
En Roma los senadores, como es lógico, veían la situación cada vez más preocupados. La Guerra Servil de Sicilia había supuesto un problema grave, pero lo de Espartaco era mucho peor: tenían a aquel criminal en Italia, campando a sus anchas, y en cualquier momento podía decidir atacar la misma urbe.
Nadie quería presentarse voluntario como general para combatir contra Espartaco, que había demostrado su valía humillando a pretores y cónsules. Por otra parte, si alguien conseguía vencerlo, únicamente podría alardear de haber sometido a una horda de esclavos, algo que se daba por descontado. Para colmo, los mejores generales de Roma se hallaban combatiendo en otros escenarios: Pompeyo y Metelo Pío guerreaban en Hispania contra Sertorio, y Lúculo en Asia contra Mitrídates.
En aquella difícil tesitura el único que dio un paso al frente fue Marco Licinio Craso. A esas alturas, Craso era considerado el hombre más rico de Roma. Parte de su fortuna la había amasado durante las proscripciones de Sila, confiscando las propiedades de los hombres asesinados. Su abanico de negocios, no obstante, era amplio: explotaba minas de plata, adquiría fincas y también compraba esclavos especializados cuyo trabajo era muy valorado, como orfebres, escribas o gramáticos.
Una de sus maneras de enriquecerse demuestra que Craso era un hombre con tanto ingenio como pocos escrúpulos. Había reunido un pequeño ejército de quinientos esclavos, arquitectos y albañiles. Cuando se declaraba un incendio en un bloque de pisos, Craso acudía a toda prisa y compraba a precio de ganga no solo la
insula
en llamas, sino también los edificios aledaños, cuyos dueños temían que el fuego se propagase y redujese sus propiedades a la nada. Solo entonces enviaba a sus quinientos operarios a extinguir el incendio. Normalmente lo hacían derrumbando el edificio donde había empezado el fuego, con lo cual Craso se quedaba con el solar y con los bloques circundantes, prácticamente intactos. Por supuesto, el alquiler que pasaba a los inquilinos era más alto que el que cobraban los anteriores caseros.
Este mismo Craso, el hombre que aseguraba que nadie podía llamarse a sí mismo rico hasta que no fuera capaz de pagarse su propio ejército, fue quien se hizo cargo de la guerra contra Espartaco en el año 71. Una vez nombrado pretor, reclutó seis legiones y se dirigió con ellas hacia el Piceno, por donde andaban haciendo correrías los gladiadores. Al acercarse al teatro de la guerra, añadió a esas seis legiones otras dos, los restos de los ejércitos consulares del 72.
Una de las primeras medidas que tomó Craso fue restaurar la disciplina en las unidades desmoralizadas que había heredado de los cónsules anteriores. Para ello, escogió a quinientos soldados y los dividió en cincuenta grupos de diez. Después, los hombres de cada uno de estos grupos tuvieron que elegir por sorteo a uno de ellos y lo mataron a golpes. Puesto que con este atroz castigo moría uno de cada diez hombres, era conocido con el nombre de
decimatio
, «acción de diezmar».
[30]
Pero Craso consiguió lo que pretendía: los legionarios que servían bajo su estandarte comprendieron que debían temerlo más a él que al enemigo. Desde entonces reinó una disciplina de acero y a nadie se le pasó por la cabeza abandonar el puesto o arrojar las armas ante el enemigo.
A partir de ese momento, las tornas empezaron a cambiar. Craso tal vez no fuese un estratega tan brillante como su antiguo mentor Sila o incluso como Pompeyo, pero sí un jefe metódico, persistente y, sobre todo, absolutamente implacable. En primer lugar, derrotó a diez mil rebeldes que habían acampado separados del grueso de las fuerzas de Espartaco. Después marchó contra este y lo venció en campo abierto.
Por primera vez, el gladiador tracio había sufrido una derrota como general. Sin embargo, no fue aplastante, ya que pudo retirarse con casi todas sus tropas. Espartaco comprendió enseguida que ahora se las tenía con un rival mucho más peligroso que los anteriores, y decidió que lo mejor era abandonar Italia cuanto antes. Así pues, se dirigió con sus rebeldes a Regio, en la punta de la bota italiana, donde tenía Sicilia a la vista. La gran isla parecía un lugar excelente para instalarse: allí había buen clima, tierras fértiles que saquear y decenas de miles de esclavos que en el pasado ya se habían sublevado dos veces contra sus amos.
Para empezar, Espartaco planeó llevar dos mil hombres a Sicilia como núcleo de una nueva rebelión. Puesto que ellos no tenían barcos, se encargarían de transportarlos unos piratas cilicios con los que había contactado previamente. Para su desgracia, los piratas no se presentaron en la fecha convenida, aunque ya habían cobrado por adelantado. ¿Los había sobornado Craso con sus ingentes riquezas? Es una hipótesis verosímil.
Mientras tanto, Craso había cercado a los rebeldes en la punta de la bota con zanjas, terraplenes y empalizadas que se extendían más de cincuenta kilómetros. Si a sus soldados les pareció un trabajo duro, nadie se atrevió a rechistar.
Cuando los sublevados empezaron a quedarse sin provisiones, intentaron abrirse paso luchando. Pero en dos enfrentamientos consecutivos, Espartaco perdió doce mil hombres. A partir de ese momento, el gladiador tracio lanzó ataques más limitados en puntos dispersos como maniobras de distracción. Por fin, aprovechando una noche de tormenta, sus hombres rellenaron la zanja en una zona con troncos y ramas y treparon a la empalizada. De este modo, consiguieron escapar y huyeron hacia Brindisi, en el tacón de la bota.
Según Plutarco, a estas alturas, Craso había escrito al senado para solicitar que hicieran venir a Pompeyo desde Hispania y a Lúculo desde Tracia (no se trataba del Lúculo que estaba guerreando contra Mitrídates, sino de su hermano Marco).
Conociendo al personaje, resulta difícil de creer. Como buen general romano, Craso prefería quedarse la gloria para sí y no compartirla con nadie más. Además, la campaña contra aquellos esclavos, aunque fuese difícil, estaba empezando a rendir frutos. Por eso quería acabar con ella antes de que llegaran Pompeyo y Lúculo, a quienes seguramente avisaron otros senadores y no el propio Craso.
Los últimos reveses habían minado tanto el prestigio de Espartaco que estalló un motín entre sus tropas. Treinta mil galos eligieron como líderes a dos hombres llamados Gránico y Casto y se dirigieron por su cuenta a Lucania. Allí Craso los sorprendió junto a un lago del que se contaba que sus aguas eran a veces saladas y a veces salobres (Plutarco,
Craso
, 11). Los romanos derrotaron a los rebeldes y si no los masacraron del todo fue porque Espartaco apareció a tiempo de proteger a los que huían. Aparte de la victoria, Craso logró recuperar las águilas y las fasces que los esclavos habían arrebatado a los romanos en anteriores batallas.
Espartaco demostró que todavía no estaba acabado, pues consiguió vencer a un ejército mandado por el cuestor Tremelio Escrofas. Después de eso, sabiendo que venían refuerzos, intentó entrar en tratos con Craso. Fue en vano: los romanos jamás negociarían con esclavos. Aquella rebelión tenía que ser aplastada de forma tan brutal que jamás se volviera a repetir.
Espartaco se dirigió entonces a Brindisi con la intención de embarcar hacia el norte del Adriático y regresar a Tracia. Pero cuando le informaron de que las legiones de Lúculo acababan de desembarcar allí, dio media vuelta. Al llegar cerca del río Silaro, se encontró con el ejército de Craso, que venía tras sus talones.
A estas alturas, Espartaco sospechaba que se encontraba ante su última batalla. Los números debían de estar parejos, unos cuarenta mil hombres por cada bando, pero los soldados de Craso poseían mucha más moral y experiencia que los ejércitos a los que el tracio había derrotado durante los dos primeros años de campaña.