En cualquier caso, si Metelo y Mario empezaron la campaña llevándose bien, durante el invierno de 109-108 su amistad se estaba deteriorando rápidamente. Aparte del asunto de Turpilio, a Metelo le sentó muy mal que Mario le pidiera permiso para abandonar el puesto de legado, viajar a Roma y presentarse a las elecciones consulares para el año siguiente. No tanto porque su subordinado se convirtiera en cónsul, sino porque todo le hacía sospechar que iba a intentar que le asignaran el mando de la guerra en África a costa de él.
Si Mario no era un ejemplo de diplomacia, la respuesta de Metelo tampoco fue como para hacer amigos. «¿Por qué no te esperas un poco más y te presentas al consulado con mi hijo, aquí presente?». Considerando que al joven Metelo todavía le quedaban veinte años para poder presentarse al cargo y que para entonces Mario habría cumplido ya los setenta, la intención de ofender era palmaria.
Mario no se resignó. Ya que no se le permitía viajar a Roma para su campaña electoral, empezó a hacerla desde África. Aunque tenía fama de hombre directo, también sabía actuar a las espaldas de otros. Durante meses, se dedicó a hablar con muchos soldados a los que convenció de que escribieran a sus familiares en Roma para contarles que aquella guerra que parecía no tener fin únicamente acabaría cuando le entregaran el mando a Cayo Mario.
Después se trabajó también a los hombres de negocios itálicos y romanos asentados en África y, en general, a los miembros del orden ecuestre. Un auténtico diluvio de cartas llegó a Roma, en una agresiva campaña de
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electoral que nos resulta curiosamente moderna y que había aprendido de su antiguo general Escipión Emiliano, quien había hecho lo mismo para conseguir el mando durante la Tercera Guerra Púnica.
Con estas cosas, se pasó el invierno y empezó el momento de librar una nueva campaña, ya con Metelo como procónsul con mando prorrogado. Los romanos atravesaron de nuevo la frontera e invadieron Numidia. Esta vez, Yugurta parece que planteó batalla, aunque el texto de Salustio no es demasiado explícito. Los romanos vencieron, como era de esperar, pero se apoderaron sobre todo de armas y estandartes. Entre los enemigos hubo pocos muertos o prisioneros, pues «en todas las batallas a los númidas los salvan más sus pies que sus armas» (
Yug
., 74).
Yugurta decidió poner tierra y arena de por medio y se refugió en Tala, situada al sur. Era una ciudad grande, rica y bien fortificada, y allí guardaba buena parte de sus tesoros y se criaban sus hijos pequeños.
Cuando se enteró, Metelo decidió perseguirlo. Para ello, él y sus hombres tuvieron que atravesar ochenta kilómetros de terreno árido donde no había ríos, fuentes ni pozos. Cuando llegaron allí, construyeron un campamento y cercaron la ciudad.
Tala cayó después de cuarenta días, pero su toma no reportó grandes frutos. Mucho antes Yugurta había huido en secreto con sus hijos y buena parte de sus tesoros. Por otra parte, cuando los jefes de la guarnición se dieron cuenta de que Tala estaba condenada, se retiraron a la ciudadela interior y, tras un banquete en el que bebieron hasta emborracharse, prendieron fuego al palacio y murieron con todas sus riquezas dentro.
Sin duda, aquel asedio baldío no contribuyó a la popularidad de Metelo entre los soldados, que después de atravesar regiones semidesiertas y combatir y trabajar durante más de un mes se encontraban con las manos vacías. El botín, no lo olvidemos, era el principal señuelo que atraía a los jóvenes romanos a alistarse.
Así pues, Metelo había obtenido dos victorias más en esta campaña, pero habían resultado tan poco productivas que no hacían más que apoyar la maniobra de descrédito que libraba Mario contra él.
Harto precisamente de esas presiones, Metelo cedió por fin y licenció a Mario para que viajara a Roma. Quedaban tan solo doce días para que se celebraran las elecciones, y Mario se encontraba a más de setecientos kilómetros a vuelo de pájaro de Roma. Pero en dos días y una noche llegó al puerto de Útica. Allí, antes de embarcar, hizo un sacrificio a los dioses. El arúspice que examinó las entrañas de la víctima le dijo que conseguiría logros increíbles, mucho más allá de lo esperado.
Animado por tales vaticinios y por el viento propicio que impulsó su barco, Mario llegó a Roma en tres días. Allí desató tal entusiasmo entre los votantes que tanto los artesanos como los campesinos abandonaron sus trabajos perdiendo dinero para acudir a votarlo a los comicios (en Roma no había horas libres pagadas para votar). De todos modos, no debemos imaginarnos a una multitud de
sans-culottes
sacando a Mario a hombros. Cuando los romanos de finales de la República hablaban de la plebe no se referían a los estratos más bajos de la sociedad, que prácticamente no participaban en la política, sino a todos aquellos que estaban por debajo del orden senatorial: la clase media baja, media media e incluso media alta formarían, pues, parte de esta
plebs.
[13]
Finalmente, Mario fue elegido cónsul junto con Lucio Casio Longino. Tenía ya cincuenta años, una edad algo tardía para el cargo. En aquel momento, nadie podía vaticinar que ese
homo novus
que no contaba con ningún cónsul entre sus antepasados obtendría aquel honor seis veces más.
Mientras tanto, Yugurta, que cada vez tenía menos partidarios entre los suyos, decidió internacionalizar el conflicto aliándose con gétulos y moros (este es el término más correcto para referirse a los
Mauri
, los habitantes de Mauritania). Los gétulos, como ya comentamos, vivían en la zona subsahariana, al sur de las montañas. Según Salustio, todavía no conocían a los romanos y eran un pueblo salvaje, aunque Livio asegura que ya habían servido como mercenarios con Aníbal.
En cuanto a los moros, Yugurta tenía una alianza con su rey Boco, ya que estaba casado con una hija suya. No obstante, el vínculo no era demasiado estrecho, puesto que Yugurta debía de tener varias esposas más. Salustio explica que tanto númidas como moros eran polígamos si se lo permitían sus recursos, que en el caso de los reyes eran, obviamente, muy abundantes.
Cuando consiguió reunir una fuerza considerable de númidas, gétulos y moros, Yugurta se puso en marcha hacia Cirta, donde se hallaba el cuartel de Metelo. Este trató de desarticular la alianza entre númidas y moros recurriendo a la diplomacia, pues sabía que Boco, un paradigma de la
Realpolitik
en la Antigüedad, no era un aliado de fiar.
A esas alturas, probablemente en enero del año 107, a Metelo le llegó una carta de Roma. Metelo ya sabía que Mario había sido elegido cónsul, lo cual no le agradó. Pero la noticia que conoció ahora era mucho peor.
En circunstancias normales, todos los años el senado asignaba con antelación las provincias para cada cónsul. Para el 107, a Casio Longino le tocó en suerte la Galia, y todos los indicios señalan que a Mario le correspondió Italia. En cuanto al mando de Numidia, se le había vuelto a prorrogar a Metelo.
Para Mario, las cosas no podían quedar así. Su campaña se había basado en que él era la única persona capaz de acabar rápidamente con aquella guerra que estaba consumiendo los recursos de los romanos y les impedía concentrarse por completo en la amenaza del norte. Si quería cumplir su promesa, necesitaba obtener el mando de las tropas como fuese.
Y ese «como fuese» consistió en recurrir a la soberanía del pueblo romano. El tribuno Tito Manlio Mancino se presentó ante la asamblea de la plebe y propuso una ley para otorgar el mando de la campaña de Numidia a Cayo Mario. La gente, ni que decir tiene, votó a favor.
Acababa de ocurrir algo inusitado que, sin embargo, no era ilegal. Uno de los fundamentos del complejo sistema de leyes romanas era que las asambleas populares podían votar sobre cualquier asunto. De hecho, en las últimas décadas lo estaban haciendo cada vez más a menudo contra la opinión del senado, como se había demostrado con las leyes de los Gracos o con la aprobación del voto secreto.
La política exterior era otra cosa, el cortijo particular del senado, cuyos miembros se beneficiaban de la gloria y los frutos materiales de conquistas y guerras. Sin embargo, el conflicto en Numidia lo estaba revolviendo y trastocando todo. Recordemos que unos años antes la asamblea del pueblo había ordenado a Yugurta que se presentara en Roma a rendir cuentas, también a propuesta de un tribuno.
Ahora se había llegado un paso más lejos. Pero los cambios no se detuvieron aquí. Al igual que había ocurrido con Metelo, el senado no autorizó a Mario a reclutar un ejército nuevo, pero sí a alistar soldados para completar las legiones estacionadas en África y compensar las bajas por muerte, enfermedad o deserción.
Mario no se conformó con eso. Si quería terminar la guerra, necesitaba más tropas de las que había usado Metelo. No por gozar de superioridad numérica en una batalla campal contra Yugurta, ya que hemos visto que este se negaba a aceptarla, sino porque el territorio que tenía que cubrir era muy extenso.
El nuevo cónsul reclutó tropas italianas y de reinos aliados al otro lado del Mediterráneo. También recurrió a
evocati
, veteranos de otras campañas a los que ya conocía de su época en Hispania o de los cuales tenía buenas referencias.
No sabemos cuántos hombres consiguió de esta forma. En cualquier caso, no tantos como quería. En parte se explica porque la República andaba envuelta en otros conflictos. La guerra contra los escordiscos seguía en las fronteras de Macedonia, y en Galia su colega consular Casio Longino tenía que hacer frente a una incursión de los tigurinos.
Mario decidió dar otro paso más allá. No hizo nada que fuera estrictamente ilegal, pero sí algo que llamó mucho la atención de sus conciudadanos y de los historiadores posteriores.
Reclutó a los proletarios.
Este término se aplicaba a los ciudadanos que se agrupaban en la última centuria, los desclasados cuyo patrimonio era tan bajo que se los consideraba únicamente dueños de su prole. También eran conocidos como
capite censi
, o censados por cabezas, pues no se los contaba por sus ingresos sino por su número.
Cuando participaban en la guerra, los proletarios solían hacerlo como remeros en la flota. Tan solo se los alistaba para la infantería en caso de
tumultus
, una emergencia como la que se había producido durante la guerra contra Aníbal. Existían varias razones para ello. Según la opinión más tradicional entre los romanos, que compartían con los griegos, defendían mejor su ciudad quienes poseían haciendas que proteger, y también era más difícil que abandonaran lo que tenían para desertar al enemigo. Además, durante siglos cada soldado se había pagado su propio equipo, y el armamento de la infantería de línea, pesada, de choque o como queramos llamarla era demasiado caro para los
capite censi
.
Esto cambió ahora, o quizá llevaba cambiando un tiempo con reformas como la
lex militaris
de Cayo Graco del año 123, que prohibía al Estado descontar dinero de la paga de los soldados para costearse su ropa y su equipo. Pero muchos autores, con afán de simplificar las cosas, atribuyeron luego a Mario todas las reformas que el ejército sufrió en esta época. Hay que añadir que dicha simplificación se debe también a que buena parte del material literario que nos ha llegado consiste en resúmenes y epítomes de otras obras más extensas que se han perdido. En cualquier caso, trataremos con más detalle sobre estas reformas cuando narremos las campañas contra las tribus del norte y hablemos de las llamadas «mulas de Mario».
En aquella ocasión, Mario no estaba llevando a cabo un
dilectus
, el tradicional reclutamiento forzoso, puesto que el senado no se lo había autorizado, sino un alistamiento de voluntarios. Con el fin de convencer a los nuevos reclutas, Mario pronunció ante la asamblea del pueblo un discurso que Salustio transcribe con cierta extensión. Hemos de recordar que los historiadores antiguos, en una tradición que se remonta a Heródoto y Tucídides, creaban discursos que ponían en boca de sus personajes para retratarlos moral y psicológicamente, y también para exponer argumentos que consideraban verosímiles. Por tanto, no podemos considerar que la arenga que aparece en
La guerra de Yugurta
plasme las palabras literales de Mario ante la asamblea, pero sí el espíritu de lo que dijo, por lo que resulta interesante detenerse en él un poco y estudiar las tensiones sociales que refleja.
Aquel discurso supuso una auténtica reivindicación de un
homo novus
, alguien a quien no le era posible ufanarse de los consulados de sus antepasados ni sacar en procesión sus imágenes de cera como hacían los optimates. A cambio, Mario podía exhibir lanzas capturadas al enemigo, un estandarte,
phalerae
y otras condecoraciones que le había concedido la República, y también las cicatrices sufridas en combate. En este punto, podemos estar casi seguros de que se apartó la toga para enseñar sus heridas cuando exclamó: «¡Estas son mis imágenes, esta mi nobleza! No las he recibido en herencia como ellos, sino que me las he ganado yo mismo con muchísimos esfuerzos y peligros» (
Yug
., 85).
Para granjearse a la plebe se jactó de que no sabía griego, una carencia en su educación de la que se burlaban los nobles. En lugar de avergonzarse por ello, Mario contraatacó, hurgando en un prejuicio antigriego y antiintelectual arraigado en el temperamento romano. «Yo conozco a algunos que después de ser elegidos cónsules empiezan a leer las hazañas de los antepasados y los manuales militares de los griegos. Pero las cosas que ellos han leído o saben de oídas, yo las he visto y las he hecho. ¡Y lo que ellos han aprendido en los libros, yo lo he aprendido en la guerra!».
Aunque nos han llegado muy pocos manuales militares de los antiguos, estas palabras revelan que debían de ser numerosos, y atestiguan una cultura libresca muy desarrollada. Cultura que Cayo Mario despreciaba tanto como otros refinamientos del momento: «Dicen que soy zafio y de costumbres toscas porque no sé preparar un banquete, no tengo histriones y no pago más dinero por un cocinero que por un encargado que me administre las fincas». Aquí parece que por boca de Mario hablara Catón el Viejo, adalid de las costumbres tradicionales romanas. También resulta curiosa la referencia a los histriones, como si Salustio adelantara en el tiempo una crítica de Mario a alguien que andaba con actores, que en los años de la campaña africana fue uno de los lugartenientes en quienes más confiaba y que después se convirtió en su enemigo más odiado: Sila.