Roma Invicta (20 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Un síntoma significativo de la situación era que muchos soldados estaban vendiendo el grano que les daba el Estado. Normalmente, los soldados recibían trigo para todo el mes, que se les descontaba del sueldo. Ellos mismos lo molían y cocían en forma de pan o bizcocho. Ahora, por el contrario, estaban vendiendo ese cereal y a cambio compraban pan fresco todos los días. Seguramente la operación les costaba dinero: que estuvieran dispuestos a gastárselo con tal de trabajar menos y comer pan más crujiente era una muestra de molicie y de pereza intolerable para alguien como Metelo.

La comida de los legionarios

E
n circunstancias normales, un legionario debía consumir una media de tres mil calorías al día, repartidas en dos comidas: el almuerzo y la cena. El Estado repartía a los soldados raciones con los alimentos que se consideraban básicos, aunque luego se los descontaba del sueldo.

La base principal de su nutrición era el cereal, en concreto, el trigo. Si no quedaba otro remedio, se distribuía cebada a los soldados, pero eso provocaba sus protestas. Como dice un refrán: «Pan de cebada, comida de burro disimulada». A veces, una unidad a la que se quería castigar por cobardía o indisciplina recibía cebada durante una temporada, lo que suponía una humillación ante sus compañeros.

Lo normal era que la ración de grano, como de otros alimentos, se repartiera cada cierto número de días. En cualquier caso, se calcula que podía andar entre tres cuartos de kilo y un kilo diarios. Se les entregaba en forma de trigo entero. Los soldados debían triturarlo con una
mola
que compartían los soldados que dormían en la misma tienda (los contubernales). En esencia, la
mola
consistía en un molino en miniatura formado por un juego de dos discos de basalto, tan pesados que los transportaban a lomos de una mula.

Se ha calculado que moler trigo para todos los contubernales requería más de hora y media, una tarea que realizaban por turnos o encomendaban a sirvientes, si es que disponían de ellos. Una vez obtenida la harina, todavía les quedaba amasar el pan, esperar a que subiera la levadura y cocerlo sobre brasas o piedras calientes, tareas que llevaban entre una y dos horas. Así se entiende mejor por qué los soldados de África vendían su ración de trigo para comprar pan hecho todos los días, y también por qué Metelo lo consideraba una muestra de haraganería.

A veces, cuando no se encontraba leña, o porque llovía, había que hacer una marcha o se acercaba la batalla, resultaba imposible hacer pan. Para esas contingencias, los soldados llevaban siempre encima
buccellatum
, cereal preparado en forma de galleta, pero no la que conocemos hoy día, que es dulce, sino la llamada «galleta náutica», más parecida a la regañá andaluza. Como se cocía dos veces quedaba seca y dura. A cambio, al no tener agua, aportaba más calorías con el mismo peso y aguantaba mucho tiempo. Aunque a los legionarios no les entusiasmaba, debían de pensar en un equivalente en latín de nuestro refrán «A falta de pan, buenas son tortas». El
buccellatum
se convirtió en una comida tan característica del ejército que los miembros de los ejércitos privados romanos y bizantinos a partir del siglo
IV
d.C. se llamaron
buccellarii
; literalmente «los bizcocheros».

El trigo suponía unas tres cuartas partes de la ingesta total de calorías. Para complementarlo, el Estado repartía legumbres —las más habituales eran las lentejas y las habas—, queso y aceite de oliva. La carne no faltaba. Por los huesos que se han encontrado en restos de campamentos, la más consumida era la de vaca o buey. Comían además mucha carne de cerdo, sobre todo en forma de salchichas o
lardum
(panceta salada).

También se les repartía sal. Se valoraba tanto que el sustantivo «salario» deriva de ella. La sal ayuda a retener el agua en el organismo, una propiedad que en nuestros tiempos de abundancia puede ser un inconveniente (pensemos en las bolsas bajo los ojos al levantarnos después de tomar una cena demasiado rica en sal), pero que resultaba vital para no deshidratarse en las largas marchas bajo el sol de Numidia. Obviamente, los romanos desconocían el proceso por el que el cuerpo humano precisa sal, pero algo intuían. Hablando de esa necesidad, Frontino cuenta: «Cuando los habitantes de Mutina estaban sitiados por Antonio y sumamente necesitados de sal, Hirtio se la hizo llegar escondida en barriles a través del río Escultena». (
Estr
., 3.14.4).

Más importante que el suministro de alimentos, o al menos más urgente, era el de agua, como mínimo dos litros diarios. Los antiguos solían tomarla mezclada con vino en proporciones variables. Amén de alegrarles el espíritu, ayudaba a prevenir ciertas infecciones. No obstante, los mandos procuraban racionarlo por ahorrar dinero y evitar borracheras. En el siglo
IV
d.C., una época ya tardía, sabemos que se entregaba a cada soldado medio sextario, poco más de un cuarto de litro.

Había un sucedáneo más barato, la
posca
. Era vinagre diluido en agua y mezclado con hierbas: el vino de los pobres y, a menudo, de los soldados. Cuando Jesucristo estaba en la cruz y se quejó de que tenía sed, un legionario le acercó a la cara un palo con una esponja empapada en agua con vinagre. En realidad era
posca
, y no lo hizo por aumentar sus sufrimientos, sino para que se refrescara con lo mismo que bebía él.

Normalmente, los soldados hacían dos comidas, almuerzo y cena. El primero solían tomarlo de pie, fuera de la tienda, mientras que la cena la hacían dentro, con los compañeros. Lo habitual y lo que se consideraba marcial era cenar sentados, no reclinados como los civiles. El historiador Veleyo Patérculo alabó al césar Tiberio por comer sentado como un soldado y no tumbado como los invitados que lo rodeaban en campaña. (2.114).

Se esperaba del cónsul Metelo una victoria rápida y tan espectacular como lo había sido la derrota de Aulo. Sin embargo, lo primero que tuvo que hacer fue endurecer a sus novatos y restaurar la disciplina de los veteranos. Para ello, obligó a los soldados a levantar cada mañana las tiendas, caminar durante todo el día y montar un campamento nuevo al atardecer, como si se encontraran ya en territorio enemigo. En esas marchas no podían llevar esclavos ni bestias de carga, sino que debían cargar ellos mismos con la impedimenta y las provisiones. Prohibió también que los vendedores ambulantes siguieran al ejército y que los soldados compraran pan o cualquier otro alimento cocinado. Curiosamente, muchos de estos cambios se atribuyen a Mario, pero ya trataremos sobre ello más adelante.

Sabiendo que se enfrentaba a un general de más entidad que los anteriores, Yugurta intentó entablar de nuevo conversaciones de paz. Tan solo pedía que se respetara su vida y la de sus hijos; el resto del país, aseguraba él, se lo podía quedar Roma.

El cónsul desconfió de estas ofertas. Según Salustio, su recelo se debía a que sabía que los númidas eran por naturaleza volubles y traidores: de nuevo, estereotipos raciales. Pero el propio historiador nos cuenta a continuación que Metelo tanteó a los emisarios de Yugurta para que le entregaran al rey vivo o muerto, una táctica eficaz, pero que difícilmente podría calificarse de honrosa o leal.

Por el momento, no consiguió nada, de modo que decidió entrar en Numidia. Aunque acababan de atravesar la frontera de un país enemigo, al principio no notaron que se encontraran en un país en guerra: había ganado y agricultores en los campos, y gente en las aldeas. Lejos de quemar sus cabañas y destruir sus provisiones, ofrecían alimento al cónsul en nombre del rey.

Metelo aceptaba los víveres, pero no se confiaba. El ejército iba en orden de campaña en todo momento. La infantería pesada, más susceptible a un ataque por sorpresa, marchaba en cuadro en el centro, rodeada por todos sus flancos por caballería, honderos, arqueros y otras tropas ligeras. El mismo Metelo iba en vanguardia, mientras que cerraban la formación escuadrones de caballería mandados por uno de sus legados, Cayo Mario, de quien hablaremos con mayor extensión en su momento.

Poco después, el ejército del cónsul llegó a Vaga, un importante emporio comercial. Allí había una numerosa colonia de comerciantes itálicos, lo que demuestra que Yugurta no tenía ninguna intención de exterminarlos ni expulsarlos de su reino, a diferencia de lo que haría Mitrídates en Asia veinte años más tarde.

Metelo dejó en Vaga una guarnición para proteger el almacén de provisiones y también a los
negotiatores
itálicos, y siguió internándose en territorio enemigo. Aunque no dejaban de intercambiar emisarios con palabras de paz, Yugurta comprendió que se hallaba ante una invasión en toda regla. Seguía sin plantearse una batalla frente a frente, en la que las tropas pesadas romanas siempre tendrían las de ganar, así que se dedicó a seguir con su propio ejército y a distancia el avance de las legiones para averiguar sus intenciones.

Una vez que supo el camino que iban a tomar los romanos, Yugurta se adelantó a ellos para tenderles una emboscada. El lugar que eligió era casi perfecto y recuerda a escenarios de películas del Oeste o de la India colonial inglesa como
Gunga Din
. Por la riqueza de detalles con los que describe el lugar, se deduce que Salustio lo visitó en persona cuando acompañó a César en el año 46 durante su campaña africana o después, cuando se convirtió en gobernador de la provincia de África Nova.

Se hallaban todavía en la parte oriental de Numidia, la región que le había correspondido a Adérbal en el reparto. Por allí pasaba el río Mutul, que se suele identificar con el actual oued Mellag, un afluente del Bagradas. En cierto paraje, el Mutul corría en paralelo a unos montes pelados, y entre ambos se extendía una llanura prácticamente desprovista de vegetación.

Yugurta, que se había adelantado al ejército de Metelo, sabía que este tenía que descrestar aquellos montes y atravesar la llanura para llegar hasta el río, el único sitio de los alrededores donde podía conseguir agua potable en esa época del año, las postrimerías del verano. Pero desde la línea montañosa se proyectaba en perpendicular una especie de espolón, una colina muy alargada y poblada de olivos silvestres y arbustos.

Observando la ruta que seguían los romanos, Yugurta calculó que tendrían que pasar al pie de ese espolón, por lo que dispuso a sus hombres agazapados entre la vegetación, con los estandartes abatidos para que no llamaran la atención. Su plan era esperar a que la larga columna de marcha enemiga desfilara entera para atacarla a la vez por la vanguardia, el centro y la retaguardia, en una maniobra similar a la que había llevado a cabo Aníbal en la batalla del lago Trasimeno, una de las victorias más espectaculares del estratega cartaginés.

Con el fin de abarcar toda la longitud de la columna romana, Yugurta estiró mucho sus filas. En la parte oriental del espolón se apostó él mismo con toda la caballería y un grupo de infantería selecta. Más al oeste, para atacar a la vanguardia enemiga, colocó a su lugarteniente Bomílcar con cuarenta y cuatro elefantes y el resto de la infantería. En aquel momento, el ejército númida cubría una extensión de al menos cinco kilómetros.

Poco después, la columna romana asomó por la ladera de la línea de montes y los jinetes de la vanguardia empezaron a atravesar aquella árida llanura. Al levantar la mirada a la derecha, Metelo reparó en la estribación que dominaba su ruta. Lógicamente, se dio cuenta de que se trataba de una posición muy adecuada para tender una emboscada, por lo que tanto él como sus exploradores aguzaron la vista todo lo que pudieron. La vegetación del monte no era tan alta como para ocultar por completo a los hombres de Yugurta, pero sí lo bastante espesa para disimular su número y su disposición. La impresión era que allí no había nada más que un destacamento, como tantos otros que llevaban días siguiendo la marcha de los romanos para observarlos y hostigarlos. Pero Metelo, zorro viejo, no se confió.

Antes de que el resto de sus legiones bajaran a la llanura, el cónsul dio orden de detenerse y reorganizarse. Puesto que la elevación donde se ocultaban los enemigos se hallaba a su derecha, la primera fila de combate se situó a ese lado, mientras que las demás se dispusieron a la izquierda, en la habitual formación triple de batalla. Metelo también colocó caballería en la vanguardia y en la retaguardia: lo que hizo, en suma, fue convertir una columna de marcha en una formación de combate. Con aquel despliegue bastaba un toque de trompeta para que los soldados se detuvieran, soltaran su impedimenta, giraran noventa grados a su derecha y se quedaran mirando de frente al previsible ataque enemigo.

Antes de decidirse a atravesar el llano, Metelo envió por delante a uno de sus legados, Publio Rutilio Rufo. Era este un hombre de larga experiencia militar que había servido como tribuno en el asedio de Numancia. Dotado de gran talento literario y retórico, años más adelante escribiría unas memorias, hoy perdidas, que sirvieron como fuente a Salustio.

Las instrucciones de Rutilio eran llegar hasta el río y empezar la construcción de un campamento que les garantizase el acceso al agua potable. Mientras el legado se adelantaba con parte de la caballería y tropas ligeras, Metelo aguardó con el grueso del ejército. Su intención al esperar era fijar en su posición a las tropas enemigas emboscadas en lo alto de la estribación y evitar que persiguiesen a Rutilio. Lo que el cónsul ignoraba era que más adelante estaba apostado Bomílcar, con instrucciones de atacar a las tropas romanas de vanguardia.

Pasado un rato, Metelo dio la orden de avanzar, y toda la columna se puso en marcha lentamente. Por lo que podía ver en las alturas, el cónsul esperaba sufrir una serie de escaramuzas que dificultarían su avance, no un ataque a gran escala.

Por fin, los últimos hombres de la retaguardia, protegidos por escuadrones de jinetes bajo el mando de Cayo Mario, abandonaron la ladera.

Todo el ejército romano, salvo la avanzadilla que debía construir el campamento junto al río, se encontraba en aquel extenso y árido llano. En aquel momento, Yugurta envió por las alturas a dos mil guerreros de infantería con el fin de que ocuparan la ruta por la que habían descendido los hombres del cónsul. De este modo, les cortaba la retirada y cerraba la trampa. Solo entonces dio la señal para una ofensiva general.

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