Cayo Graco comprendió que se jugaba su supervivencia política en esta cuestión. El día en que se debía votar si la colonia seguía adelante o no, decidió tomar un papel activo en la asamblea, aunque ya no fuese tribuno de la plebe. Como no tenía intenciones de acabar como su hermano, se rodeó de amigos armados e hizo venir como refuerzo a muchos partidarios suyos del campo. Después, se situó hombro con hombro con su aliado Fulvio Flaco en una posición estratégica que dominaba el Foro, junto a un pórtico recién construido en la ladera del Capitolio.
Entonces se produjo un extraño incidente. Un hombre llamado Antilio que cargaba con vísceras para un sacrificio se acercó al grupo que rodeaba a Cayo Graco y empezó a exclamar: «¡Abrid paso, escoria! ¡Abrid paso!». Los ánimos estaban ya caldeados, y los partidarios de Cayo mataron a Antilio con los mismos punzones que se utilizaban para escribir en las tablillas de voto.
De momento no hubo más violencia, porque un aguacero interrumpió la asamblea. Pero al día siguiente, el senado se reunió después de diversos disturbios en el Foro. Opimio pronunció un encendido discurso contra Cayo Graco, acusándolo de la muerte de Antilio, que —¡oh, casualidad!— era amigo suyo. Como respuesta, los senadores votaron una medida excepcional, el
senatus consultum ultimum
: un estado de emergencia por el que se concedía a los cónsules plenos poderes para restaurar el orden dentro de la ciudad, incluida la potestad de matar a ciudadanos sin juicio previo.
En la práctica, era Opimio quien debía actuar, ya que su colega se encontraba en la Galia. Sin vacilar, ordenó que al día siguiente todos los senadores se presentaran armados y acompañados por sirvientes, y dio la misma instrucción a los équites. Como ulterior refuerzo, según Plutarco, contrató a una unidad de arqueros cretenses que debían de encontrarse en las afueras para alguna campaña bélica.
Al enterarse de lo que se les venía encima, Cayo Graco y Fulvio Flaco se retiraron con los suyos a pasar la noche al Aventino, la colina donde, según la tradición, se habían instalado los primeros plebeyos que llegaron a Roma. Sus seguidores también llevaban armas, pues se las había distribuido Fulvio tomándolas del botín que había traído de su campaña del año 125 contra los galos que atacaban Marsella.
Al amanecer, Fulvio envió a su hijo Quinto al senado para que ejerciera de mediador. Opimio se limitó a exigir que depusieran las armas y se presentaran ante el senado para ser juzgados.
Cuando Quinto acudió por segunda vez con un mensaje de su padre, Opimio lo hizo encerrar. Después anunció que quien le trajera la cabeza de Cayo Graco recibiría su peso en oro, y ordenó a los senadores y a los équites que lo siguieran hacia el Aventino. Mientras avanzaban, los heraldos pregonaban a grandes voces que todos aquellos seguidores de Cayo Graco que entregaran las armas y se dispersaran serían perdonados.
Aquella última proclama hizo que muchos abandonaran a Graco, de modo que la batalla no tuvo historia, sobre todo cuando los arqueros cretenses empezaron a descargar andanadas de flechas sobre la multitud. Fulvio y su hijo mayor se escondieron en unos baños públicos, pero los encontraron y les dieron muerte. Esta es la versión de Plutarco; según Apiano, se refugiaron en casa de un amigo, pero acabaron igualmente mal.
En cuanto a Cayo, que en todo momento se había opuesto a utilizar la violencia, huyó con un esclavo llamado Filócrates hacia el viejo puente Sublicio y cruzó al otro lado del Tíber. Allí se refugió en un bosquecillo consagrado a las Furias. Al ver que tenía a sus perseguidores casi encima, Cayo ordenó a Filócrates que lo matara. El esclavo así lo hizo y luego se suicidó.
Una vez muerto Cayo Graco, alguien se apresuró a cortarle la cabeza. Pero no pudo cobrar la recompensa, ya que un tal Septimuleyo se la quitó, la clavó en una lanza y se la llevó al cónsul Opimio, que era amigo suyo. Al ponerla en la balanza descubrieron que pesaba bastante más de la cuenta, porque Septimuleyo la había rellenado de plomo para llevarse más oro.
Con la excusa del
senatus consultum ultimum
, Opimio no detuvo su sangrienta represión hasta que hubo matado sin juicio a tres mil seguidores de Graco. Todos sus cadáveres fueron arrojados al río y sus propiedades confiscadas. El destino de Quinto, el hijo de Fulvio, fue particularmente injusto, porque tras haber actuado de mediador, lo que debería haberle concedido inmunidad, el cónsul también lo mandó matar.
Como suprema ironía, tras este baño de sangre, Opimio consagró un templo a la diosa Concordia, lo que desató la indignación entre el pueblo. Un año después, cuando dejó de ser cónsul, el tribuno Decio Subulón lo llevó a juicio por haber ejecutado a ciudadanos romanos sin haberlos procesado legalmente.
Opimio alegó que no había hecho más que aplicar el decreto de emergencia del senado para salvar a la República, y salió absuelto. Sin embargo, su argumento no tenía base legal, como demostró Julio César sesenta años más tarde: el senado podía decretar lo que le diera la gana, pero no tenía autoridad para privar a ningún ciudadano de su derecho a apelar al pueblo en casos que implicaban la pena capital.
Así acabó, pues, el segundo de los hermanos Graco. Su muerte fue muy distinta de la Tiberio y llevó un paso más lejos la violencia intestina en Roma. Si Tiberio había caído bajo los garrotes en una reyerta que se podía calificar como disturbio callejero —pese a que en ella había participado un cónsul—, Cayo había muerto por la acción premeditada de un magistrado actuando como tal.
Durante un tiempo, pareció que la causa popular estaba perdida y que el senado había recuperado el poder de sus mejores épocas. Años después, en un discurso que le atribuye Salustio, el tribuno de la plebe Cayo Memio diría que en los últimos tiempos unos pocos, los oligarcas del senado, se estaban riendo a costa del pueblo.
Pero no era así. Como señala Andrew Lintott en el capítulo correspondiente de
The Cambridge Ancient History
, «la lección que los futuros
populares
podían extraer del destino de los Graco no era que el respeto por la ley y el orden fuesen esenciales, sino que necesitaban tener más fuerza y, sobre todo, el apoyo de magistrados con
imperium
».
En cualquier caso, el legado de los Graco no se borró de la noche a la mañana. Algunas de sus leyes, como la que establecía la colonia Junonia, fueron derogadas, pero otras se mantuvieron durante mucho tiempo. Además, su muerte los había convertido en ídolos del pueblo. Así se demostró cuando, veinte años después, uno de sus herederos ideológicos más extremistas, el tribuno Apuleyo Saturnino, intentó atraerse a las masas presentando ante el pueblo a un presunto hijo natural de Tiberio Graco.
Hablando de familia, la historia de los Graco no quedaría completa sin una referencia a su madre. Cornelia los sobrevivió a ambos y se retiró a la ciudad de Miseno, rodeada del respeto de la gente. Cuando murió, el pueblo le erigió una estatua de bronce. Pese a que era la hija del gran Escipión Africano, vencedor de Aníbal, la inscripción de la estatua no mencionaba eso, sino que simplemente decía con un orgullo que sigue resonando a través de los siglos:
L
a lucha fratricida entre romanos no había hecho más que empezar. La violencia que se había iniciado con palos y porras se intensificaría hasta tal punto que las calles de Roma acabarían ensangrentándose a toque de corneta y señal de estandarte. Pero antes, la República tendría que superar graves amenazas externas. Una de ellas provenía del brumoso norte y la otra de las cálidas tierras de África. En las guerras que se libraron contra ambas se distinguieron dos personajes que se convertirían en el paradigma del odio mutuo y la discordia civil: Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila.
T
ras la muerte de Cayo Graco, Roma no solo no conoció la paz, sino que apenas unos años después se encontró sumida en una de las peores crisis de su historia. Las tensiones internas que Opimio había intentado reprimir de manera tan salvaje seguían allí, pero la amenaza que se cernía ahora sobre ella era externa. Los habitantes de Italia y de la propia ciudad de Roma llegaron a sentir muy cerca la amenaza de los enemigos, y el fantasma de los galos, que saquearon la ciudad en 387, hizo estremecerse de nuevo a todos.
Por supuesto, Roma era ahora muchísimo más poderosa que cuando Breno y sus celtas la atacaron a principios del siglo
IV
. Pero a cambio, en esta ocasión, se encontró combatiendo en tres e incluso cuatro frentes de forma simultánea, y sufrió reveses militares tan graves como no se recordaban desde los tiempos de Aníbal.
Las obras escritas de la Antigüedad se han transmitido de una forma alguna veces aleatoria y otras sometidas a una especie de darwinismo literario: las que tenían más éxito en su momento o resultaban más breves y sencillas de entender eran copiadas más veces y, por tanto, gozaban de más posibilidades de sobrevivir a la putrefacción, las ratas o los incendios.
Debido a esa transmisión azarosa y fragmentada, conocemos mucho mejor unas épocas que otras. Incluso al estudiar periodos supuestamente bien atestiguados nos damos cuenta de que, aunque existen bastantes datos sobre ciertos años y lugares determinados, otros puntos que nos gustaría conocer se hallan hundidos en sombras casi impenetrables. Por eso, el relato histórico que encontramos en los libros suele estar limitado a lo posible: el foco de la linterna del cronista alumbra un año la ciudad de Roma, otro año una región de Numidia y un tiempo después los alrededores de Aquae Sextiae, como si en el resto de los lugares del mundo no hubiese pasado nada en el ínterin.
Por ejemplo, las luchas que libraron los romanos contra los escordiscos y otros pueblos de Iliria y Panonia debieron de ser épicas, y en ellas algunos generales ganaron gloria y otros perecieron. Pero, como no sabemos gran cosa de esas guerras, apenas ocupan unas líneas en los manuales de historia.
En cambio, está mucho mejor documentada la única amenaza de aquellos años que provino del sur, de un reino que durante décadas había sido un fiel y útil aliado de Roma: Numidia. Dicha amenaza no pareció la más grave en su momento, puesto que no llegó a suponer para Italia ni para la urbe un peligro tan directo como el de los invasores del norte. Sin embargo, provocó muchos problemas en Roma y agravó la brecha que se había abierto entre los llamados optimates y los populares.
C
omo se explicó al hablar de la Tercera Guerra Púnica, Numidia había resultado muy beneficiada por la derrota de Aníbal. Hasta entonces, el país se hallaba dividido entre las dos tribus principales, los masilios y los masesulios, y el joven príncipe Masinisa se veía emparedado entre el poder hegemónico de Cartago al este y el de su rival Sífax, caudillo de los masesulios, al oeste. Pero al final de la guerra, gracias a que supo elegir el bando ganador, Masinisa consiguió librarse de Sífax y se convirtió en soberano de un gran reino que abarcaba parte del actual Túnez y toda la zona norte de Argelia.
Bajo el largo mandato de Masinisa, el reino de Numidia creció tanto que, como diríamos ahora, «entró en la escena internacional». Masinisa llegó a intercambiar embajadores con estados orientales tan lejanos como Rodas, Bitinia o Egipto. Su hijo Mastanábal incluso participó en los Juegos Panatenaicos, un gran festival religioso y deportivo que se celebraba en la ciudad de Atenas. Aquello suponía una muestra de prestigio: aunque la grandeza de Grecia fuese únicamente un recuerdo del pasado, su cultura todavía se revestía de un barniz de cierto renombre.
Como ya vimos también, Masinisa falleció en el año 148, poco antes de la destrucción de Cartago. Antes de morir, había nombrado albacea a Escipión Emiliano. Siguiendo las instrucciones del difunto, Escipión repartió el poder entre tres de sus hijos. A Gulusa, que destacaba por sus dotes militares, le confió el mando supremo del ejército, y después se lo llevó consigo a Cartago. A Mastanábal, que había recibido una esmerada educación («Era un erudito en las letras griegas», cuenta de él Tito Livio), le entregó la autoridad judicial. En cuanto a Micipsa, el hijo mayor, le correspondió el tesoro y también el trono de Cirta, la ciudad más próspera del reino, que albergaba una población mixta de bereberes, púnicos, griegos y hombres de negocios itálicos y romanos.
Este arreglo a lo Montesquieu resulta un tanto extraño, y tal vez demasiado perfecto, con esa tendencia que tenían tantos autores clásicos a simplificar las cosas y delimitarlas con líneas tan rectas como la frontera que separa hoy día Argelia de Libia. ¿No será que los tres hermanos habían acordado también un reparto territorial como el que el propio Micipsa llevó a cabo a su muerte, años más tarde? Se trata de una hipótesis verosímil, pero imposible de comprobar por ahora.
En cualquier caso, Gulusa y Mastanábal no tardaron demasiado en morir por causas naturales ahorrando posibles problemas a Micipsa, quien, de este modo, se convirtió en soberano único de un vasto territorio. Por el oeste, la gran Numidia llegaba hasta el río Muluya, que la separaba de Mauritania (reino que se correspondía con el territorio de Marruecos, no con la Mauritania actual). Por el este, se extendía hasta la
fossa regia
que marcaba su frontera con la provincia romana de África, creada tras la destrucción de Cartago. Los dominios de Micipsa alcanzaban incluso regiones más orientales, pues tanto Leptis Magna como otras ciudades de la Tripolitania se hallaban sometidas al poder de Numidia desde que Masinisa las conquistara en 162.
Los habitantes de este gran reino, los númidas, eran un pueblo de lengua bereber. Así lo atestigua, por ejemplo, el término
gld
que aplicaban a sus monarcas, relacionado con la actual palabra bereber
aguellid
, «rey». Por otra parte, se hallaban tan influidos por la cultura cartaginesa que sus soberanos también utilizaban el título fenicio de
melek
. El púnico era una de las lenguas oficiales del reino, y muchos nombres númidas, como Adérbal o Mastanábal, contenían el nombre del dios fenicio Baal.
Al sur de Numidia, más allá de las montañas del Atlas y la línea de los cuatrocientos milímetros de lluvia, empezaba la región presahariana. En ella habitaban pueblos nómadas conocidos colectivamente como «gétulos», a ratos aliados y a ratos vasallos de los númidas. Más al sur todavía, tras la isoyeta de los cien milímetros, se extendía la vasta desolación del Sahara. Pero incluso allí moraban pueblos bereberes, como los fabulosos garamantas, cuya capital Garama se hallaba a setecientos kilómetros del mar, en pleno desierto.