Roma Invicta (14 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Pero la historia no había terminado ahí. Aunque el proyecto y la comisión estuvieran aprobados, existían otras formas de boicotearlos. Básicamente, cortar el grifo del dinero: una ley sin recursos asignados suele ser papel mojado.

Los comisionados tenían que recorrer las tierras de Italia para inspeccionar y medir las parcelas. El senado ofreció a esta comisión una dieta de seis sestercios diarios (la propuesta la hizo Escipión Násica, uno de los terratenientes que acaparaba más terreno público de forma ilegal). Con esa miseria había que pagar agrimensores, animales de carga y entregar una pequeña suma a los nuevos propietarios para que compraran un mínimo de herramientas. Por no dar, el senado ni siquiera le dio a Tiberio una tienda de campaña para que se alojara durante los viajes por el campo.

Fue en ese momento cuando murió Átalo III y en su testamento legó el reino de Pérgamo al pueblo romano (aunque fuera un poco excéntrico, era una manera de resignarse a lo inevitable y ahorrarles a sus súbditos costosas guerras). Amén de las prósperas ciudades de las que se podían recaudar tributos, había una importante cantidad de dinero pagadera inmediatamente.

En cuanto Tiberio se enteró, demostrando unos reflejos excelentes, propuso a la asamblea del pueblo repartir esos fondos entre los beneficiarios de la ley agraria para que pudieran comprar aperos de labranza y animales. De nuevo, se acababa de saltar todas las normas y costumbres que decían que el senado era quien controlaba la política exterior y financiera.

Indignados, varios adversarios, como Metelo Macedónico, Escipión Násica o Quinto Pompeyo, trataron de culparlo de todo lo habido y por haber: desde que se juntaba con la peor escoria de las calles de Roma hasta que el enviado del difunto Átalo le había ofrecido la diadema real y el manto de púrpura para que se convirtiera en rey.

Esta última era la peor acusación, la palabra maldita: «rey». Viniera o no viniera a cuento, a los romanos les rechinaba en los dientes y despertaba en ellos tales connotaciones irracionales como hoy día «fascista» o «comunista» según en qué sitios.

Se acercaba el final del mandato de Tiberio, y era bien consciente de que sus adversarios lo iban a denunciar por haber ejercido la coerción contra Octavio, un colega tribuno. La única forma de salvarse de que los senadores que monopolizaban los tribunales lo juzgaran y condenaran era presentarse otra vez a las elecciones de tribuno para mantener la inmunidad. No se trataba únicamente de salvar su persona, sino también sus leyes, pues estaba convencido de que sus enemigos las iban a abolir inmediatamente después de condenarlo a él.

El problema residía en que la reelección que pretendía Tiberio era ilegal, o al menos atentaba contra la costumbre. Uno de los principios básicos de las magistraturas era que al salir de ellas uno debía convertirse en un ciudadano privado al menos un año para responder de los actos llevados a cabo durante su mandato: se trataba de una forma de evitar la impunidad total.

Una matanza y una muerte misteriosa

P
ara sus enemigos, la pretensión de Tiberio de ser tribuno dos años seguidos fue la gota que colmó el vaso. Incluso muchos de sus partidarios más moderados en el senado empezaron a recular, asustados, y a retirarle su apoyo.

Las elecciones se celebraron en junio de 133, en la época de la cosecha, por lo que muchos de los partidarios de Tiberio no se encontraban en la ciudad. Necesitaba el apoyo de la plebe urbana, que no sentía tantas simpatías por él. Al parecer, eso le hizo anticipar algunas propuestas que luego presentaría su hermano, como la posibilidad de apelar las sentencias de los jueces senatoriales ante la asamblea popular o la reducción del servicio militar. Sin embargo, no está claro que ocurriera así.

El día de los comicios ya habían votado dos tribus a favor de Tiberio cuando sus opositores empezaron a protestar a gritos diciendo que aquello era ilegal. El tribuno que presidía el acto, Rubrio, no sabía qué hacer; al verlo, otro tribuno llamado Mumio, más decidido, se ofreció para sustituirlo. Entre unas cosas y otras iban pasando las horas, de modo que Tiberio propuso que las elecciones se aplazaran hasta el día siguiente.

Temiéndose lo peor, por la noche, Tiberio se puso un manto negro en señal de luto y encomendó la protección de su hijo a sus amigos. Al día siguiente apareció ante su casa el
pullarius
, el encargado de los pollos sagrados que en la Primera Guerra Púnica dieron lugar a la famosa anécdota de Claudio Pulcro arrojándolos al mar —«Si no quieren comer, que se harten de beber»—. En este caso, las aves ni siquiera querían salir de la jaula, salvo una que lo hizo, pero se negó a alimentarse.

Pese a tan siniestros augurios, Tiberio se dirigió al Foro, donde sus partidarios ya se habían congregado en tal número que muchos de ellos ocupaban la ladera del monte Capitolio. Cuando sus enemigos trataron de impedir que se procediera a la votación, los echaron con palos y porras.

Al mismo tiempo, los senadores estaban reunidos cerca de allí, en el templo de la diosa Fides (la Confianza), que se alzaba en la ladera sur del Capitolio. Escipión Násica se dirigió a los cónsules y les dijo que la República misma se hallaba en peligro, y que para salvarla debían eliminar a Tiberio Graco.

Uno de los senadores llamado Fulvio Flaco, partidario de Tiberio, corrió a informar a este abriéndose paso entre la muchedumbre. Cuando a Tiberio le llegó la noticia, se desató a su alrededor un gran griterío en el que resultaba casi imposible entender nada de lo que se decía. Como muchos preguntaban a Tiberio qué estaba ocurriendo y no había forma de oír nada, este se tocó la cabeza varias veces indicando con ese gesto que su vida corría peligro.

Desde la entrada del templo de Fides alguien vio el gesto de Tiberio e irrumpió en la sesión del senado gritando: «¡Tiberio está exigiendo que le den la diadema real!». Una acusación manifiestamente absurda, pero que había calado: según sus adversarios, si Tiberio se salía con la suya impunemente, conseguiría tal cantidad de poder y partidarios que nada podría impedir que se convirtiera en tirano o rey. A las mentes de los senadores acudieron los ejemplos de Espurio Casio y Manlio Capitolino, que habían intentado alcanzar la tiranía en 485 y 384 y lo habían pagado con su vida, o el de Agatocles de Siracusa que había empezado como demagogo para convertirse finalmente en tirano.

Násica se dirigió al cónsul Mucio Escévola y le exigió que hiciera algo para pararle los pies a Tiberio Graco. Escévola respondió que no autorizaría la ejecución de un ciudadano romano sin juicio previo. En ese momento, Násica exclamó: «¡Puesto que el cónsul traiciona a la República, quien quiera protegerla que me siga!». Después se echó la toga sobre la cabeza y se la ciñó a la cintura a la manera gabina, tal como hacían los sacerdotes en los sacrificios, sugiriendo así que lo que estaba dispuesto a hacer era un sacrificio humano en nombre del bien común.

Muchos senadores se remangaron las togas y, armados con porras y palos, corrieron tras Násica por la falda del Capitolio hasta el lugar donde se encontraba Tiberio. Los seguidores de este también habían venido con armas, pero los senadores cargaron con tal ímpetu que se abrieron paso entre ellos como un ariete y los dispersaron. Eran menos, ciertamente, pero una minoría articulada y decidida a menudo puede amedrentar a una mayoría desorganizada. Además, eran nobles criados en la ética de la competencia violenta y de la guerra, y seguramente habían traído con ellos a muchos de sus clientes para hacer de matones.

Tiberio trató de huir. Alguien agarró su toga; él se desprendió de ella y escapó tan solo con la túnica. Pero el pánico desatado entre la multitud había provocado muchas caídas, y Tiberio tropezó de bruces sobre varios cuerpos que yacían en el suelo. Uno de sus colegas como tribuno, Publio Satureyo, aprovechó para golpearlo en la cabeza con un palo, probablemente una pata arrancada de un banco. Después, como una bandada de buitres, lo rodearon más atacantes, y Tiberio ya no se levantó.

Ese día perecieron con él más de trescientas personas por golpes de palos y de piedras, ninguno por herida de espada, según Plutarco. Quizá parezcan demasiadas víctimas para no haberse utilizado armas blancas, pero es posible que muchos sucumbieran aplastados o asfixiados en las estampidas provocadas por el pánico.

Se podría alegar que la muerte de Tiberio había sido un accidente debido a una escalada espontánea de violencia. Sin embargo, el hecho de que tantos senadores hubieran acudido armados a la sesión indica que se trató de una acción premeditada. También lo que hicieron con su cadáver y los de sus partidarios, que arrojaron al Tíber en lugar de enterrarlos. Además, los cónsules elegidos para el año siguiente no recibieron instrucciones de investigar el asesinato del tribuno, sino de detener y ejecutar a quienes habían compartido con Tiberio Graco la supuesta conspiración para alzarse con la tiranía.

Eso no significa que los enemigos de Tiberio se hubieran convertido en los amos de la ciudad sin más. Las tensiones seguían existiendo, y la facción favorable a Graco convirtió en blanco de su ira a Escipión Násica, que con su soflama en el templo de Fides había provocado aquel estallido de violencia. Para evitar problemas, el senado lo envió como embajador a Asia, a pesar de que siendo el
pontifex maximus
no tenía permitido salir de Italia. Násica nunca regresó de esa especie de exilio dorado y murió en Pérgamo poco tiempo después.

Pese a lo que se podría haber esperado, la muerte de Tiberio Graco no significó que sus leyes fueran anuladas. Su baja en la comisión de triunviros la cubrió el suegro de su hermano Cayo, Licinio Craso, que también fue elegido como nuevo
pontifex maximus
cuando se supo que el anterior, Escipión Násica, había fallecido. El hecho de que Craso recibiese un nombramiento tan importante demuestra que la facción de Graco mantenía influencia también en la élite senatorial, con dos importantes adalides: el propio Licinio Craso, que fue elegido cónsul en 131, y Apio Claudio, cabeza del poderoso clan de los Claudios.

No se sabe exactamente qué resultado dio el reparto de tierras que había iniciado Tiberio Graco. Aunque es un asunto que los historiadores siguen debatiendo, lo cierto es que en el censo del año 125 se registraron setenta y cinco mil personas más que en el 131, algo que habría hecho sonreír de satisfacción a Tiberio.

Hubo problemas, sin duda, para repartir las tierras, sobre todo porque no era fácil demostrar cuáles eran públicas o privadas. Además, los propietarios itálicos que no eran ciudadanos romanos crearon su propio grupo de presión para evitar que les confiscaran sus terrenos, y encontraron un valedor en Escipión Emiliano.

Para este era una buena forma de recuperar con los aliados la popularidad que había perdido entre el pueblo romano por oponerse a Tiberio. Todo había empezado en Numancia, cuando le llegó la noticia de la muerte de su cuñado y respondió con un verso de Homero en el que la diosa Atenea decía de Egisto, el asesino de Agamenón: «¡Que así perezca todo aquel que cometa acciones semejantes!».

Ya de regreso en Roma, el tribuno Papirio Carbón le preguntó qué opinaba de lo que le había ocurrido a su cuñado. Escipión contestó que, a su parecer, Tiberio Graco había muerto justamente. Cuando el pueblo reunido en la asamblea empezó a abuchearlo, él respondió en tono altivo:
Taceant quibus Italia noverca est!
, «Que callen todos aquellos para los que Italia no es más que una madrastra».

Desde ese momento, Escipión perdió mucho apoyo entre el pueblo. Así lo prueba lo ocurrido cuando se decidió el mando para una guerra en Asia contra Aristónico: únicamente dos de las treinta y cinco tribus votaron a Escipión, pese a que todos sabían que no había en Roma ningún general más prestigioso y capacitado que él.

En el año 129, los aliados que temían perder sus tierras presionaron ante Escipión para que les echara una mano. Él presentó ante el senado una ley para que los litigios sobre tierras públicas que afectaran a los
socii
no se resolvieran en la comisión de triunviros, sino en otro tribunal. En la práctica, eso habría supuesto el final de la ley agraria, pues habría dejado sin competencias a los triunviros, que se opusieron furibundamente a la propuesta de Escipión.

En esta ocasión, Escipión tuvo que oír en el Foro los gritos que había escuchado su cuñado en el senado: «¡Abajo con el tirano!». Después regresó a su casa para componer el discurso con el que defendería su propuesta al día siguiente.

Nunca llegó a pronunciarlo. Por la mañana apareció muerto en su cama. A su lado estaban las tablillas en las que iba a anotar las ideas para el discurso.

Pese a que Escipión ya no era tan querido como antaño, su fallecimiento causó una gran consternación en Roma y pronto empezaron a propalarse extraños rumores. Para algunos se había suicidado porque era incapaz de soportar que se opusieran a su ley y lo llamaran tirano. Pero muchos otros aseguraban que su cuerpo presentaba marcas de violencia, indicio de que lo habían asesinado, tal vez estrangulándolo. Se sospechó de su esposa Sempronia, con la que no se llevaba bien —según Apiano, porque era fea y no le había dado hijos—, y que además era la hermana de Tiberio Graco. También de la madre de este y suegra del finado, Cornelia. Hubo asimismo quienes señalaron a los triunviros, y en particular a Papirio Carbón, de quien todavía en tiempos de Cicerón se decía que había sido el asesino.

En cualquier caso, el asunto ni siquiera se investigó. La muerte del mayor general de su época es uno de esos misterios históricos que, probablemente, nunca se resolverá.

Cayo Graco

L
a carrera política del menor de los Graco empezó a una edad muy temprana, cuando su hermano lo nombró uno de los triunviros encargados de llevar a cabo la reforma agraria. Estaba considerado un gran orador, y la primera ocasión en que pronunció un discurso importante fue en el año 131, cuando Papirio Carbón, amigo de la familia, presentó una propuesta para que la reelección de un tribuno de la plebe dos años seguidos se convirtiese en legal.

La intención de esta medida era obvia: evitar que en el futuro se repitiese lo que le había ocurrido a su hermano Tiberio. Cayo defendió la causa con gran elocuencia, pero por aquel entonces Escipión todavía estaba vivo y poseía influencia suficiente como para impedir que se aprobara la medida.

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