En el caso de Salustio, hay que tener en cuenta que en el año 50 el censor Apio Claudio Pulcro tachó su nombre de la lista de senadores, acusándolo de corrupto e inmoral. En realidad, si lo expulsó de forma tan ignominiosa fue porque era partidario de César en un momento en que este se hallaba enfrentado a la mayoría del senado.
Salustio no tardó en recuperar su puesto, gracias precisamente a César. Pero si hasta entonces se había opuesto al grupo más conservador del senado, los llamados optimates, su inquina contra ellos se multiplicó a partir de ese momento. Una forma de reivindicar su propio honor era demostrar que la corrupción del bando que lo había acusado a él de inmoral ya venía de antiguo. Por otra parte, criticar sus propios tiempos por decadentes, relajados e inmorales y compararlos con un supuesto pasado de virtud, sobriedad y honradez era una tradición muy propia de los romanos; y hay que reconocer que, en este sentido, las críticas de Salustio apuntaban no solo al bando senatorial, sino a toda la sociedad romana.
Volvamos con Yugurta y su primo. La decisión que había tomado el senado de repartir el reino entre ambos devolvía a Numidia al
statu quo
que tenía antes de que Masinisa la unificara, cuando se hallaba dividida entre masilios y masesulios. Un arreglo así no podía satisfacer al ambicioso Yugurta. Después de haber crecido en un reino poderoso y extenso, ¿cómo iba a conformarse con gobernar sobre migajas del esplendor pasado?
En aquel momento, Yugurta debió de pensar que los romanos no interferirían. Como mucho, si atacaba a su primo se limitarían a protestar. Él, por su parte, se vería obligado a gastar parte del tesoro real para tapar algunas bocas; una inversión que estaba más que dispuesto a hacer.
La intención de Yugurta era enfrentarse a Adérbal en una segunda batalla decisiva y aplastarlo definitivamente. Con el fin de conseguir que saliera a campo abierto con sus tropas, se dedicó durante varios años a provocarlo, ordenando incursiones contra sus fronteras. Mas, pese a que las bandas de saqueadores de Yugurta incendiaban sus poblados y robaban su ganado, Adérbal no acababa de morder el anzuelo. En parte se debía a que poseía un talante más pacífico que el de su difunto hermano Hiémpsal, pero sobre todo a que sabía que Yugurta era mejor general y disponía de tropas de más calidad.
No obstante, las provocaciones llegaron a tal punto que en la primavera del año 112 Adérbal no tuvo más remedio que aceptar la batalla por cuestión de prestigio. Ser rey o, en el caso de Roma, patrono no consistía únicamente en recibir honores y presentes: el superior se comprometía a proteger a sus vasallos o clientes de los ataques de terceras partes. Un soberano incapaz de proteger a los suyos de las depredaciones del vecino no habría tardado en ser depuesto por sus propios súbditos.
El campo elegido para el combate se hallaba cerca de Cirta, la ciudad más importante de Numidia. Ambos ejércitos se avistaron de lejos (normalmente, los exploradores reconocían a las tropas enemigas y calculaban su composición por la forma y el tamaño de la nube de polvo que levantaban), pero ya estaba a punto de oscurecer, de modo que acamparon. Mientras tanto, Adérbal envió emisarios a Roma para pedir ayuda ante las tropelías de su primo.
Durante la noche, Yugurta atacó mientras la mayoría de los hombres de Adérbal dormían. Aunque en los campamentos númidas no reinaba tanta disciplina como en los romanos, una operación nocturna siempre era muy arriesgada. Por eso, el hecho de que Yugurta fuese capaz de lanzar con éxito una ofensiva de este tipo demuestra que ejercía un control de hierro sobre sus hombres y que poseía un talento militar nada desdeñable.
Adérbal consiguió huir con unos cuantos jinetes y se refugió tras las murallas de Cirta. Esta ciudad era un emporio comercial donde se vendía y compraba grano sobre todo. Micipsa la había fortificado y embellecido con edificios y lujosos monumentos, y según el geógrafo Estrabón, albergaba tantos habitantes que podía movilizar diez mil jinetes y veinte mil soldados de infantería.
Cuando entró en Cirta, «una multitud de togados» acogió a Adérbal. Con estas palabras, Salustio se refiere a la numerosa colonia de mercaderes romanos e itálicos instalados en la ciudad. Aquellos hombres treparon a las murallas y lanzaron una lluvia de proyectiles sobre los perseguidores de Adérbal. De ese modo, según nuestro historiador, evitaron que lo atraparan y acabaran con aquella guerra civil. Sin embargo, considerando que Cirta era una ciudad populosa, muchos de sus habitantes debieron de acudir también al adarve para rechazar el ataque. El exagerado protagonismo que da Salustio a los itálicos no deja de ser una muestra de etnocentrismo.
Decidido a capturar a su primo, Yugurta trató de asaltar la ciudad con arietes, torres de asedio y manteletes. Pero los bastiones resistieron todos los embates. La ciudad estaba rodeada de barrancos que la hacían muy difícil de expugnar, salvo por la zona suroeste. La única posibilidad, pues, era rendirla por hambre.
Días después, llegaron a Roma los enviados que Adérbal había despachado antes de la batalla. Para investigar el asunto, el senado envió a Numidia una comisión formada por tres miembros que Salustio describe como
adulescentes
. Este adjetivo indica que se trataba de senadores de escasa entidad, seguramente
pedarii
. También implica una crítica, pues para cometidos de este tipo se solía recurrir a personajes de rango consular.
Yugurta se las arregló para torear a los enviados, o directamente los sobornó; en cualquier caso, no permitió que entraran en la ciudad para reunirse con Adérbal. Según les explicó, él era la auténtica víctima de las conjuras de su primo y hermano adoptivo, que había conspirado para asesinarlo. Por eso no le había quedado otro remedio que defenderse.
Yugurta añadió que no tardaría en enviar a Roma sus propios embajadores para que expusieran la verdadera situación. Convencidos, los comisionados se marcharon. Apenas desaparecieron de la vista, Yugurta apretó todavía más el asedio, excavando una zanja y levantando alrededor de la ciudad una empalizada provista de torres defensivas, tal como había visto hacer a Escipión Emiliano en Numancia.
Pese a lo estrecho del cerco, Adérbal consiguió que dos de sus mejores hombres lo burlaran amparados en la oscuridad de la noche. Aquellos dos enviados cabalgaron hasta el mar y embarcaron hacia Roma con una carta escrita por Adérbal.
La misiva estaba redactada en términos tan desesperados que el senado decidió enviar una segunda comisión, constituida en esta ocasión por senadores de mayor rango. La presidía Marco Emilio Escauro, un patricio que había sido cónsul en 115 y por aquel entonces tenía unos cincuenta años. A la sazón era el
princeps senatus
o «príncipe del senado»; es decir, el senador cuyo nombre se había inscrito el primero en la lista que los censores confeccionaban cada cinco años. Se trataba de un gran honor que se otorgaba exclusivamente a patricios de los linajes más importantes, las
gentes maiores
, y que solía mantenerse de por vida. Así sucedió en el caso de Escauro hasta su muerte en el año 89. Sin tratarse de un cargo oficial, el
princeps
poseía una gran dignidad y tenía derecho a hablar el primero en las reuniones del senado: era una especie de presidente honorario del Congreso.
Enviar a un hombre de tal categoría indicaba que la República por fin se tomaba un poco en serio la guerra dinástica que se libraba en Numidia. No obstante, Roma seguía sin enviar tropas. ¿Por qué no se embarcó en una guerra abierta para ayudar a Adérbal, cuyo destino estaba unido además a los ciudadanos romanos e itálicos sitiados con él en Cirta?
A estas alturas, los romanos todavía podían confiar en que bastaría con chasquear los dedos para que Yugurta obedeciera como un perrillo amaestrado. ¿No había hecho lo mismo un rey mucho más poderoso como Antíoco IV cuando Popilio Lenas lo rodeó dibujando aquel círculo en el suelo?
Lo cierto es que, en aquel momento, Roma se veía con problemas en varios frentes. La tribu de los escordiscos había invadido Macedonia y Grecia, mientras que por el nordeste se cernía una amenaza prácticamente desconocida, pero formidable: los cimbrios. Para los romanos las fronteras septentrionales eran, como se diría ahora, «un asunto sensible». Una amenaza allí suponía un peligro mucho mayor para su seguridad que cualquier cosa que pudiera ocurrir en territorio africano.
La segunda comisión senatorial partió en tan solo tres días. Una vez llegados a Útica, la ciudad más importante de la provincia romana de África, Escauro ordenó a Yugurta que se presentara ante ellos.
El númida, sabiendo lo que le convenía, acudió a la citación escoltado por una pequeña tropa de caballería. Ya en Útica, el
princeps senatus
lo amenazó con terribles represalias si no interrumpía el asedio de inmediato y regresaba a su parte del reino.
Yugurta fingió acceder. Después, cuando los senadores se marcharon de regreso a Roma, se encontró ante un dilema. ¿Qué debía hacer? ¿Doblegarse a las presiones de Escauro y sus compañeros ahora que tenía a su primo donde quería, confinado en una ciudad que, según sus cálculos, no tardaría en caer? Si eliminaba a Adérbal, lo más fácil era que los romanos acabaran desentendiéndose del asunto. ¿Qué más les daba a ellos quién gobernara en Numidia mientras esta siguiera siendo un reino aliado y amigo?
Al quinto mes de asedio las condiciones dentro de la ciudad se habían deteriorado tanto que la comunidad de comerciantes itálicos convenció a Adérbal de que lo mejor era rendir Cirta y entregarse. «Yugurta no se atreverá a hacerte ningún daño —adujeron—. Eso significaría provocar las iras de Roma».
Se equivocaron. Cuando Adérbal les hizo caso y se entregó a su primo, este lo mató después de torturarlo. El término que utiliza Salustio es
excruciatum
, que deriva de
crux
, pues la cruz era el tormento más usual en las ejecuciones romanas. Esto no tiene por qué significar que Yugurta crucificara literalmente al desdichado Adérbal, ya que el verbo
excrucio
se utilizaba en sentido general. Sin embargo, tampoco es descartable que lo hiciese: la crucifixión era un método que los cartagineses usaban de forma habitual para castigar a los generales incompetentes, y los númidas podrían haberlo copiado de ellos. En su forma más primitiva, consistía en atar al condenado a una viga vertical y dejarlo allí colgado para que muriera; el travesaño perpendicular que daba a la cruz su forma de T fue un añadido posterior.
Yugurta no se limitó a matar a Adérbal. Según se puede encontrar en bastantes textos que tratan sobre este conflicto, también llevó a cabo una masacre entre todos los habitantes varones, particularmente entre los mercaderes itálicos y romanos. Esta «atrocidad», en palabras de Salustio, habría sido la gota que colmó el vaso y no dejó a la República otro remedio que declararle la guerra.
Una matanza de este tipo habría supuesto un acto especialmente irracional e insensato en alguien como Yugurta, cuya conducta habitual demuestra que era un individuo calculador (aunque una vez sopesada una decisión, la realizaba con asombrosa celeridad). En lugar de intentar explicar por qué cruzó esa raya roja, conviene revisar lo que dice exactamente Salustio:
[Iugurtha] omnis puberes Numidas atque negotiatores promiscue, uti quisque armatus obvius fuerat, interficit. (Yug., 26).
Esto es: «Yugurta mató a todos los adultos, númidas y hombres de negocios por igual, que le salieron al paso armados». La frase sugiere que, cuando sus tropas entraron en Cirta, se encontraron con bolsas de resistencia armada, algo que parece lógico en una ciudad tan grande, y que fue a esa gente a la que sus soldados eliminaron.
[11]
Una actuación que difícilmente podría denominarse masacre, y muy distinta de la que llevó a cabo Mitrídates en las «Vísperas asiáticas» de las que hablaremos cuando llegue el momento.
Cuando Salustio habla aquí de una «atrocidad» no tiene por qué referirse a esa pretendida matanza de ciudadanos itálicos y romanos, sino a la cruel muerte de Adérbal. Este se había rendido con la condición de que se respetara su vida, y Yugurta no lo había hecho, violando así el derecho de gentes (el derecho internacional, para entendernos). Se trataba de un crimen de por sí condenable. Además, Adérbal había confiado su vida al pueblo romano. Si este, como patrono, no era capaz de defenderlo, ¿qué opinarían el resto de los aliados y clientes de la República?
La situación parecía insostenible. Pese a ello, había senadores que seguían intentando templar los ánimos. Seguramente habría entre ellos partidarios sobornados por Yugurta; pero la renuencia del senado como cuerpo a embarcarse en una guerra era razonable, pues las nubes de tormenta que se cernían sobre Italia eran cada vez más oscuras.
De todas formas, tras las turbulencias del periodo de los Gracos el senado ya no controlaba la política con tanta facilidad como en otras épocas. De nuevo fue un tribuno de la plebe, Cayo Memio, quien puso a los
patres conscripti
en jaque con una virulenta campaña antisenatorial. Memio exigió venganza por los crímenes de Yugurta y aseguró en público que la codiciosa aristocracia romana estaba comprada por el rey númida. A los senadores no les quedó más remedio que declarar la guerra, y se decidió que las provincias asignadas a los cónsules del año 111 fueran Italia y África. Los cónsules elegidos fueron Publio Escipión Násica y Lucio Calpurnio Bestia, y fue a este último a quien se le encomendó dirigir las operaciones contra Yugurta.
L
a campaña del año 111 empezó con objetivos limitados. Ahora que los dos hijos de Micipsa habían muerto, su heredero más directo era el propio Yugurta, de modo que ya no existía conflicto dinástico alguno en el que terciar. Lo que pretendía Bestia no era derrocarlo, sino darle un escarmiento y cobrar una indemnización. Una vez que Yugurta entrara de nuevo al redil, volvería a ser un fiel aliado de Roma. En aquella fase del conflicto, los senadores todavía pensaban de él algo parecido a lo que F. D. Roosevelt dijo del dictador nicaragüense Anastasio Somoza: «Puede que sea un hijo de perra, pero es
nuestro
hijo de perra».
Por desgracia, Salustio no incluye las cifras del ejército de Bestia, ni de casi ningún otro. Lo más probable es que el cónsul llevara consigo dos legiones romanas más otras dos de tropas auxiliares, lo que sumaría entre dieciocho y veinte mil hombres. Con este contingente, Bestia desembarcó en la provincia de África, invadió las fronteras de Numidia, expugnó unas cuantas ciudades y tomó muchos prisioneros.