El rey hizo ejecutar a Bomílcar y a otros conjurados. Desde ese momento se hizo aún más desconfiado, y cambiaba constantemente de residencia para que los posibles asesinos enviados por Metelo no lo localizaran.
Sin embargo, eso no le hizo pensar en rendirse, pues comprendía que, si lo hacía, a esas alturas ya no podría conservar el trono ni, probablemente, la vida.
Durante la campaña de aquel segundo año de Metelo no se libraron grandes batallas. Yugurta perdió una plaza importante, Sica, pero consiguió mantener Zama e incluso recuperó la ciudad de Vaga. En esta, Metelo había puesto una guarnición formada por tropas itálicas y mandada por un tal Turpilio Silano. Antes de este cargo, Turpilio, que era cliente y amigo personal de Metelo había ocupado el puesto de prefecto de los herreros y carpinteros del ejército.
Cuando se celebraban las fiestas de las Cereres, unas diosas de la fertilidad, los notables númidas de la ciudad de Vaga invitaron a cenar a sus casas a todos los centuriones y tribunos de la guarnición. A la hora convenida, aprovechando que el vino y la comida habían aletargado a sus invitados, los asesinaron. Simultáneamente, los habitantes de Vaga atacaron en masa a los soldados de la guarnición; incluso las mujeres y los niños les arrojaban tejas y piedras desde las ventanas y las azoteas. Al final, no quedó vivo nadie más que el propio Turpilio.
Este éxito de Yugurta fue efímero. Al día siguiente de recibir la noticia, Metelo volvió a tomar la ciudad. Para ello se valió de una treta, pues llevó en vanguardia jinetes africanos aliados a los que hizo pasar por hombres de Yugurta. Cuando los que vigilaban las puertas quisieron darse cuenta del engaño, ya era demasiado tarde. Las tropas de Metelo irrumpieron en la población y masacraron o esclavizaron a sus habitantes.
Tras recuperar la ciudad, quedaba el problema de qué hacer con Turpilio. Al parecer, era un hombre de buen talante que había tratado muy bien a los ciudadanos de Vaga, lo que, según sus defensores —entre ellos, el propio Metelo—, explicaba que le hubieran perdonado la vida. Pero Cayo Mario insistió en que Turpilio había cometido traición y no cedió hasta que lo juzgaron y ejecutaron.
Aquel hecho deterioró todavía más las relaciones entre Metelo y su lugarteniente, que habían atravesado muchos altibajos a lo largo de los años. Ahora, la razón principal era que Metelo se había enterado de que Mario había decidido presentarse al consulado para el año siguiente, el 107, algo que consideraba una traición personal.
Y
a hemos mencionado a Cayo Mario en varias ocasiones. Pero, dado el papel crucial que representaría en la historia de Roma durante los años siguientes, parece un buen momento para hablar de él con mayor detalle.
Cayo Mario había nacido hacia el año 157 en Cereatas, una aldea situada en el territorio de Arpino, a unos cien kilómetros de Roma. Los habitantes de esa región poseían la ciudadanía romana desde hacía algunas décadas. El biógrafo Plutarco cuenta que Mario provenía de una familia desconocida y pobre. Lo primero parece cierto, pero lo segundo resulta difícil de creer, ya que alguien sin recursos no podría haber seguido el
cursus honorum
como hizo él. Más bien se cree que pertenecía a una familia de la élite rural, subordinada en una relación de clientela a los Metelos.
En cualquier caso, la educación que recibió en Arpino no fue tan refinada como la que habría estado a su alcance en Roma. Ni siquiera aprendió griego, que pasaba por ser la segunda lengua de los aristócratas. Cuando más adelante lo criticaban por ello, Mario contestaba que no le hacía falta, pues no estaba demostrado que el griego volviera más valientes ni virtuosos a quienes lo dominaban.
Los retratos lo representan como un hombre de rasgos duros y acusados y cejas pobladas, un rostro que se correspondía a su fuerte personalidad; en ocasiones, sobre todo al final de su vida, excesivamente fuerte. Era un hombre que soportaba bien las privaciones de la vida militar, donde se encontraba en su salsa. Precisamente, su facilidad para compartir el mismo rancho y jergón que los soldados lo hacían muy popular entre la tropa.
Para ilustrar hasta qué punto aguantaba el dolor, Plutarco narra cómo Mario debía someterse a una operación de varices en ambas piernas. El procedimiento antiguo, tal como lo describe Celso en su obra
Sobre la medicina
, pone los pelos de punta, máxime porque se llevaba a cabo sin anestesia. Mario dejó que el cirujano cortara y cauterizara sin emitir ni un gemido. Pero cuando terminó con una pierna, le dijo que dejara la otra, pues había comprendido que no merecía la pena sufrir un dolor tan inhumano a cambio de la cura.
El primer cargo militar que desempeñó Mario fue el de tribuno durante el asedio de Numancia, donde coincidió con Metelo y con Rutilio Rufo. Allí empezó a destacar donde debía; es decir, delante de su general, Escipión Emiliano, ante cuyos ojos se enfrentó con un enemigo en combate singular y le dio muerte. En Numancia no solo ganó condecoraciones, sino, sobre todo, el respeto de Escipión. Cuando le preguntaron a este durante una cena dónde podrían encontrar los romanos otro estratega como él en el futuro, se cuenta que Escipión palmeó el hombro de Mario y dijo: «Puede que aquí mismo». Seguramente, los ojos de todos los presentes en la tienda de mando se clavaron en él, y entre esos ojos estarían los de Yugurta.
La siguiente noticia que tenemos de Mario es que fue elegido tribuno de la plebe en 119, cuando ya tenía treinta y ocho años, una edad bastante tardía. Pertenecer a una familia de oscuro linaje no le favoreció precisamente para ascender rápido por el
cursus honorum
. En esta ocasión le ayudó Cecilio Metelo, debido a la relación de patronos y clientes que existía entre ambas familias. Plutarco no especifica demasiado, pero es muy posible que no se tratara de Quinto, el mismo Metelo que dirigía las operaciones contra Yugurta, sino de su hermano Lucio, que fue elegido cónsul en 119 y que se ganó el
cognomen
de Dalmático por sus triunfos contra la tribu de los dálmatas.
Como tribuno, Mario demostró su carácter combativo, y también por dónde iban sus simpatías políticas, al presentar una propuesta para modificar el modo en que se votaba en los comicios.
L
os comicios centuriados eran la asamblea más importante del pueblo romano, ya que elegían a todos los magistrados con
imperium
, incluidos los cónsules. Se reunían extramuros, en la gran explanada del Campo de Marte. Allí había un gran recinto conocido como los Saepta, «el cercado», dividido por vallados de madera que formaban calles estrechas para evitar que los miembros de las centurias o de las tribus se mezclaran.
Dentro de cada calle, los votantes iban caminando hasta llegar a los
pontes
, unas pasarelas que daban acceso a una tribuna elevada. Allí arriba, un
rogator
preguntaba a cada ciudadano su voto y lo iba anotando en una tablilla.
Es obvio que este procedimiento permitía grandes presiones sobre los electores. Por eso, en el año 131, el tribuno Lucio Papirio Carbón introdujo el voto secreto. Desde entonces, el votante subía por la pasarela, cogía una tablilla de cera que le entregaba un asistente y escribía en ella. Si se trataba de refrendar algún decreto, marcaba una V (
Vti rogas
, «como propones») para aprobarlo o una A (Antiquo, «me opongo») para rechazarlo. En los juicios las letras eran L (
Libero
) para absolver y D (
Damno
) para condenar. Y en los comicios más importantes, en los que se elegía a los cónsules y otros magistrados, el votante escribía el nombre del candidato escogido. Es fácil darse cuenta de que esto presuponía un alto nivel de alfabetización en la sociedad romana…, o bien significaba que las clases más bajas quedaban prácticamente descartadas de las votaciones. En realidad, las limitaciones de espacio y tiempo sugieren que tan solo un porcentaje reducido de los ciudadanos inscritos en el censo participaba en las votaciones.
El voto secreto supuso un gran avance para evitar que los más poderosos adulteraran las elecciones. Sin embargo, todavía cabía la posibilidad de presionar a los electores, pues los asistentes que entregaban las tablillas podían ver lo que escribía cada uno y amenazar, adular o chantajear para cambiar su voto.
Por eso, en el año 119, Mario propuso una ley para reducir el ancho de los
pontes
. Desde ese momento, solo cabía una persona sobre la pasarela. Los asistentes se encontraban más abajo, en unos pasillos abiertos entre los
pontes
, y le tendían la tablilla al votante de tal manera que este se tenía que agachar para cogerla, como puede verse en una moneda acuñada en el año 113.
Una vez que llegaban al final de la pasarela, los electores depositaban su voto en una gran cesta y bajaban por una escalera. La cesta en cuestión estaba vigilada, pues había pícaros que trataban de colar varias tablillas a la vez. Cuando una centuria había terminado de votar, se recontaban sus sufragios. Por muchos ciudadanos que estuvieran inscritos en una centuria, el voto final, que era el de la mayoría, contaba como uno solo, que se proclamaba en cuanto se conocía y que podía influir en el resto de las centurias.
Cuando se alcanzaba una mayoría suficiente para elegir a un candidato o aprobar una ley, se interrumpía el procedimiento. A menudo, las centurias de las clases más humildes no llegaban tan siquiera a votar.
A pesar de todo, el voto secreto hizo mucho para debilitar la influencia de la poderosa clase senatorial y aumentar el papel que desempeñaban otras clases inferiores. Así, mucho tiempo más tarde, Cicerón se lamentaría en su obra
Las leyes
(3.34): «¿Quién no se da cuenta de que la ley de los votos escritos ha arrebatado toda su autoridad a los optimates?».
Cuando consiguió que la asamblea aprobara su ley, Mario se encontró con la oposición del cónsul Aurelio Cota, que convenció a los senadores para que votaran un decreto en contra. Después, Cota convocó a Mario ante el senado con el fin de que explicara por qué había intentado reducir el ancho de las pasarelas.
La intención del cónsul era intimidar a Mario; todavía estaba fresca en el recuerdo la sangre de Cayo Graco. Pero el tribuno, lejos de amilanarse, amenazó a Cota con encerrarlo en prisión si no retiraba el decreto. Mario preguntó al otro cónsul, el mismo Metelo que lo había apoyado, si estaba de acuerdo con su colega. Cuando Metelo se levantó y dijo que sí, Mario, ni corto ni perezoso, avisó a su ayudante, que estaba fuera de la Curia donde se reunía el senado, y le ordenó que entrara y detuviera a Metelo. Cuando este apeló a los demás tribunos para que interpusieran su veto contra Mario, no consiguió ningún apoyo. Ante una situación tan tensa, tanto los dos cónsules como el resto de los senadores recularon y retiraron el decreto, que tan solo era orientativo: los senadores no podían vetar las leyes aprobadas por las asambleas del pueblo. En cualquier caso, desde entonces las pasarelas se montaron con el ancho que había decidido Mario. Fue una primera lección para aquellos que se opusieran a aquel testarudo tribuno de la plebe.
De todas formas, después de este éxito su carrera política se estancó. Cuando se presentó al puesto de edil, Mario fue derrotado. En el año 116 consiguió el cargo de pretor, pero fue el que menos votos obtuvo de los seis elegidos. Para colmo, lo acusaron de
ambitus
o corrupción electoral porque el esclavo de un amigo suyo fue visto dentro de las vallas que delimitaban los Saepta, allí donde solo podían entrar ciudadanos libres inscritos en el censo.
No está muy claro si había algo de cierto en la acusación o se trataba de un infundio de sus enemigos políticos, pero Mario salió absuelto y pudo ejercer como pretor. Al término de su mandato, fue enviado como gobernador a Hispania Ulterior. Allí, pese a sus dotes militares, tuvo que contentarse con combatir contra bandas de forajidos, algo que no contribuyó a acrecentar su gloria y que seguramente tampoco le reportó un gran botín.
La política romana era un embudo: empezaban muchos, pues había decenas de cargos disponibles, pero a la cima del consulado únicamente llegaban dos personas por año. Habiendo sido el último entre seis pretores y sin haber obtenido un triunfo militar, Mario tenía muy difícil alcanzar el cargo de cónsul. Tal vez por eso, intentó ampliar su círculo de influencias casándose con Julia, una joven que pertenecía a una
gens
muy antigua, la Julia, y a la rama de los Césares. Pero esa familia poseía más prestigio que poder real, pues el último cónsul salido de ella había sido Sexto Julio César en 156.
A punto de cumplir cincuenta años, Mario podía empezar a pensar en que no le quedaba otro remedio que resignarse a asistir a las sesiones del senado y ver cómo otros más jóvenes se llevaban la gloria. Con suerte, el hijo que acababa de tener con Julia podría beneficiarse de que su padre había llegado a pretor para convertirse en el primer Mario cónsul.
Sin embargo, le llegó una oportunidad tardía cuando Quinto Cecilio Metelo obtuvo el mando de la campaña contra Yugurta. ¿Por qué Metelo escogió como legado a Mario después del enfrentamiento que había tenido con su hermano Dalmático? Puede que las relaciones entre Mario y los Metelos se hubieran arreglado un poco durante aquellos años, o puede que Quinto se llevara mal con Dalmático y quisiera contrariarlo de aquella manera. Las relaciones entre hermanos a veces son complicadas, por lo que la hipótesis no resulta en absoluto inverosímil.