En el año 126, Cayo fue elegido cuestor y se le destinó a Cerdeña bajo el mando del cónsul Aurelio Orestes. Allí permaneció dos años, uno más de lo debido, porque la facción predominante en el senado prefería mantenerlo fuera de la ciudad.
En 124, dispuesto a presentarse a las elecciones a tribuno, Cayo regresó a Roma sin haber recibido autorización para abandonar su puesto en Cerdeña. Sus enemigos lo denunciaron ante los censores, y también intentaron involucrarlo en la revuelta de la ciudad aliada de Fregelas, que se había producido poco antes.
A pesar de todo, ambas maniobras resultaron inútiles. Cayo fue absuelto de las acusaciones y consiguió ser elegido como el cuarto tribuno más votado para el año 123. Durante su mandato llevó ante la asamblea muchas más propuestas que su hermano, pero aun así una legislatura no le pareció suficiente. A esas alturas, no queda muy claro en qué momento se había aprobado por fin el plebiscito que permitía reelegir a los tribunos. Cayo aprovechó para presentarse por segunda vez y ganó.
Gracias a sus dos años de tribunado, Cayo pudo introducir una serie de medidas que tenían mucho más alcance que las de su hermano Tiberio. Si este se había planteado solucionar un problema determinado —el descenso del número de ciudadanos que podían ser reclutados en las legiones—, Cayo tenía una visión más general de lo que quería para Roma. Sus leyes también iban encaminadas a cuestiones concretas, como el hambre, la corrupción judicial o la indefensión del pueblo llano; pero todas apuntaban en la misma dirección: restringir el poder del senado y aumentar el de la asamblea popular. Esto, en términos griegos, se habría llamado «más democracia», aunque en Roma nadie se habría atrevido a mencionar esa palabra.
No es fácil saber en qué orden presentó Cayo sus medidas, pues las fuentes que nos han llegado tienden a ser algo descuidadas en la cronología. Parece que una de las primeras fue prohibir que cualquier persona que hubiera sido expulsada de una magistratura pudiera desempeñar otra en el futuro. Aquel proyectil iba apuntado directamente a la frente de Octavio, el tribuno que había intentado boicotear con su veto la ley agraria de su hermano. Pero no solo a él: cualquier senador que se opusiera frontalmente a la asamblea del pueblo se arriesgaba a que un tribuno lo depusiera del cargo y arruinara así su carrera política. Aquella medida era un boquete abierto directamente bajo la línea de flotación del senado.
No fue la única en ese sentido. Hasta entonces, los tribunales que juzgaban por corrupción y extorsión a los magistrados que gobernaban las provincias estaban compuestos exclusivamente por senadores. Siguiendo la máxima de «perro no come perro», esos tribunales solían absolver a los encausados, ya que todos pertenecían al mismo orden.
Aunque los detalles no están del todo claros, la reforma que introdujo Cayo excluía a los senadores de esos tribunales. ¿Con qué jueces los sustituyó? No con miembros de las clases más humildes, que carecían de formación y tiempo para dedicarse a una actividad que no estaba remunerada. Los nuevos jueces eran équites o caballeros, personas acomodadas que pertenecían al llamado orden ecuestre.
E
l origen de la clase social de los équites se remonta a los tiempos casi legendarios de la monarquía. Dentro de las ciento noventa y tres centurias que se reunían en los comicios centuriados, las primeras dieciocho recibían de la ciudad el llamado «caballo público», que en realidad no era un caballo, sino el dinero necesario para comprar y mantener un corcel de guerra.
Con el tiempo, el ejército romano confió cada vez más en la caballería de los aliados, de modo que los équites se separaron de su estricto origen militar y se convirtieron en una clase social formada por la élite de la que salían los gobernantes y mandos militares.
En el año 218, por la
lex Claudia
—llamada así por el tribuno que la presentó, Quinto Claudio— se estableció que ni los senadores ni sus hijos debían enriquecerse en actividades comerciales. Para evitar que lo hicieran, se les prohibía poseer barcos con capacidad para más de trescientas ánforas, el equivalente a unas ocho toneladas de carga. Se suponía que una nave de ese tamaño le bastaría a un senador para transportar los productos de sus fincas, pero no para dedicarse al comercio a gran escala.
El espíritu de esta ley era sencillo. Los políticos que decidían sobre guerras en escenarios cada vez más alejados no debían beneficiarse económicamente de ellas. Los romanos ya eran bastante belicistas de por sí como para añadir el señuelo de la riqueza de ultramar.
Desde entonces, a los senadores únicamente se les permitió invertir sus riquezas en tierras y bienes inmuebles. En cambio, el resto de los miembros de las centurias de caballeros podían dedicarse a todo tipo de actividades comerciales y empresariales, y aprovecharon esa oportunidad para enriquecerse.
Para ello, los équites crearon compañías que, entre otras actividades, explotaban minas, realizaban obras públicas y se encargaban de fabricar y vender material para las legiones. El negocio más rentable —aunque también arriesgado— era cobrar los impuestos en las provincias conquistadas para después entregárselos al Estado. Por eso los
publicani
o publicanos que los recaudaban se convirtieron en los miembros más influyentes del orden ecuestre.
La separación entre ambas clases se acentuó a partir del año 129, cuando los senadores dejaron de pertenecer al orden ecuestre: por la
lex reddendorum equorum
, todo aquel que quisiera ejercer una magistratura debía renunciar a su caballo público. El caballo constituía tan solo un símbolo. La verdadera elección consistía en decidir entre el honor y el poder político de los senadores y la riqueza y la influencia económica de los équites.
A finales de la República, el orden ecuestre se había convertido en una aristocracia de segundo nivel que exhibía sus propios signos externos de honor, como el anillo de oro y la trábea, una toga blanca con una banda púrpura, más estrecha que la de los senadores. Dentro de la élite romana, los équites formaban la parte mayoritaria que prefería no aparecer en el primer frente de la política, pero eran tan numerosos y manejaban tantos recursos económicos que constituían un grupo de presión al que había que tener en cuenta. Además, équites y senadores se relacionaban por amistades y vínculos familiares, y los nuevos senadores salían de las filas del orden ecuestre. Aunque había roces entre ambos estamentos, si era necesario, se unían contra las clases inferiores, que constituían la gran mayoría de la sociedad romana.
Esta reforma de Cayo Graco pretendía acabar con la impunidad de los gobernadores provinciales, y en buena medida lo consiguió. Pero el hecho de que los équites formaran los tribunales no tardó en dar lugar a su propia corrupción.
Pese a que cada vez dominaba un imperio más extenso, la República romana no tenía funcionarios que recaudaran impuestos en las provincias, por lo que esta misión la llevaban a cabo sociedades de publicanos que en su mayoría pertenecían al orden ecuestre. Dichas sociedades pujaban entre sí y pagaban un dinero por adelantado para que se les otorgara la concesión.
Para recuperar la inversión inicial y obtener ganancias, los publicanos apretaban las clavijas a los habitantes de las provincias, a menudo hasta llegar a la extorsión pura y dura. En ese sentido, la provincia de Asia era paradigmática, y llegó a convertirse en una gallina de los huevos de oro a la que los publicanos tenían agarrada por el cuello hasta casi asfixiarla. Cuando un gobernador intentaba evitar estos abusos (algo que tampoco ocurría tan a menudo), ya sabía lo que le esperaba a su regreso a Roma: acusación por corrupción y juicio ante un tribunal formado por équites. El veredicto solía ser de culpabilidad, y la pena el destierro más una multa por el doble de lo supuestamente robado.
Probablemente Cayo Graco no había previsto esta consecuencia negativa de su reforma, pero sí sabía que estaba atentando contra el poder del senado y que eso le iba a granjear muchos enemigos, como a su hermano.
Otra medida que pretendía controlar el poder omnímodo del senado era la
lex de provinciis consularibus
. Hasta entonces, las provincias las asignaba el senado cuando los cónsules ya habían sido elegidos, lo que daba lugar a todo tipo de manipulaciones y corruptelas. Algunos cónsules intrigaban para conseguir las provincias que querían gobernar, a menudo por motivos espurios —básicamente, llenarse los bolsillos—. En otras ocasiones el senado se libraba de un cónsul molesto enviándolo lejos de Roma; así había hecho por ejemplo mandando a la Galia a Fulvio Flaco, miembro de la facción de los Graco.
Por la ley
de provinciis
, a partir de entonces, el senado tendría que asignar las provincias antes de las elecciones. La norma no era inflexible: si surgía una emergencia militar, podía cambiarse la provincia para asignársela a un general mejor. La ley no debió de funcionar mal, porque se mantuvo hasta el consulado de Pompeyo en el año 52.
Las medidas de Cayo también procuraron mejorar el destino de los jóvenes soldados. Por un lado, se prohibió reclutar a ciudadanos menores de diecisiete años, y por otro, el Estado se comprometía a proporcionar a los legionarios ropa y equipo sin descontárselo de la paga; algo que les venía muy bien teniendo en cuenta que cada vez se alistaba a gente más pobre.
La reforma agraria de su hermano había beneficiado sobre todo al proletariado del campo, no al de la ciudad. Por eso Tiberio no había contado con demasiadas simpatías entre la llamada plebe urbana. Pero Cayo no estaba dispuesto a que le ocurriera lo mismo.
El principal problema de la gente que vivía en la ciudad de Roma era asegurarse la comida diaria. Periódicamente se producían carestías de trigo que, por un motivo o por otro, hacían subir de forma desmesurada el precio del grano. A veces se debía a los piratas que robaban cargamentos de cereal, y otras a los esclavos que se sublevaban en Sicilia, uno de los principales graneros que suministraba a la urbe.
La crisis más reciente se había producido poco antes del tribunado de Cayo. En el año 124, una terrible plaga de langosta se abatió sobre el norte de África, provocando doscientas mil muertes en la zona de Cartago y Útica.
[9]
Esa nueva carestía decidió a Cayo a presentar una
lex frumentaria
, término que proviene de la palabra latina
frumentum
, «trigo». Por dicha ley, el Estado se obligaba a adquirir trigo y vendérselo a los ciudadanos a un precio fijo y bastante asequible. Con el fin de que siempre hubiera excedentes de trigo, este se almacenaría en graneros públicos. Al parecer, no se llegaron a construir, lo que hace pensar que el Estado alquiló silos privados.
La
lex frumentaria
hizo que la popularidad de Cayo entre la plebe urbana subiera como la espuma. A cambio, sus adversarios le atacaron con el argumento de que solo pretendía sobornar al pueblo romano e iba a malcriarlo.
Durante el segundo tribunado de Cayo, sus adversarios recurrieron a una nueva estrategia y consiguieron que saliera elegido como tribuno de la plebe uno de los suyos, Livio Druso. Este, actuando como peón del senado, se propuso superar a Cayo en popularidad y presentó propuestas tan demagógicas que muchas no se podían cumplir. De entrada, propuso abolir el canon casi simbólico que pagaban quienes habían recibido parcelas por la reforma agraria de Tiberio. Después, cuando Cayo planteó establecer tres colonias, dos en Italia y una en África, Druso propuso fundar doce, todas ellas en suelo italiano.
Que no hubiera tierras disponibles en la península para tantas colonias a él le daba igual. Lo importante era que así se ganaba el fervor del pueblo. Además, Druso tenía mucho cuidado de declarar en todo momento que no actuaba así en su propio nombre para ganarse el favor de la gente, sino en nombre del senado. En otras palabras, que no pretendía convertirse en el amo de Roma como los hermanos Graco.
Casi todo esto ocurrió mientras Cayo se hallaba fuera de la ciudad supervisando la creación de la colonia de Junonia, en África. Se supone que como tribuno de la plebe no podía ausentarse de Roma, pero al parecer el senado le otorgó una dispensa que no venía nada mal para los planes de sus opositores.
Cuando regresó a la urbe, no tardó en comprobar que la situación había cambiado. Al ver que su popularidad estaba en declive, Cayo se mudó de su mansión del Palatino a una casa en la zona baja de la ciudad, no muy lejos del Foro, un barrio mucho más popular. Poco después, presentó una propuesta para otorgar la plena ciudadanía romana a los habitantes del Lacio y derecho de voto al resto de los aliados que residieran o estuvieran de paso en la ciudad.
No se trataba una medida tan revolucionaria, sobre todo en el caso de los latinos, que compartían desde hacía siglos idioma, religión y muchos vínculos culturales con los romanos. Pero en esta ocasión a Cayo le traicionó el cónsul Fanio, que hasta entonces había sido amigo y partidario suyo. Fanio habló contra la propuesta de Cayo utilizando argumentos xenófobos que convencieron a muchos votantes. «¿Queréis ver la ciudad llena de extranjeros que os quiten el asiento en el teatro y el circo?», vino a decirles. Al poco tiempo, él mismo proclamó un edicto para expulsar de la ciudad a todo aquel que no fuera ciudadano romano.
Cuando llegaron los comicios para elegir los tribunos de 121, Cayo intentó presentarse de nuevo, pero no consiguió que lo votaran por tercera vez. Para empeorar las cosas, los nuevos cónsules eran ambos enemigos suyos: Fabio Máximo y, sobre todo, Lucio Opimio.
Durante el año 121, sus adversarios intentaron derogar parte de su legislación. La única influencia que le quedaba a Cayo era la que le otorgaba su puesto de triunviro en la comisión para la ley agraria. Pero incluso aquí empezó a verse en apuros, porque el senado se las arregló para atraerse a su bando también a Papirio Carbón, uno de los miembros de la comisión que hasta entonces había sido partidario ferviente de los Graco.
L
a crisis final estalló por culpa de Junonia, la colonia que se había fundado en tierras de Cartago por iniciativa de Cayo. El tribuno de la plebe Minucio presentó una propuesta para desmantelarla, alegando auspicios desfavorables para demostrar que los dioses se oponían a la existencia de esta fundación colonial. Se suponía que el sitio era de mal agüero de por sí, pues cuando Escipión arrasó Cartago había arrojado una maldición sobre el lugar para que sirviera tan solo como tierra de pasto. (Ya hemos visto que lo de sembrarlo con sal era una exageración retórica).