Muchos de sus hombres, sin embargo, abandonaron la isla y se dirigieron a Hispania, acaudillados por Marco Perperna. Allí quedaba un último reducto del antiguo bando de Mario y Cinna, dirigido por uno de los mayores talentos militares de la historia de Roma, el hombre que estaba a punto de convertirse en la némesis de Pompeyo: Quinto Sertorio.
C
omo Cayo Mario y Cneo Pompeyo, Quinto Sertorio únicamente tenía dos nombres. Su familia provenía de la ciudad sabina de Nursia y formaba parte de la aristocracia local, pero ninguno de sus antepasados llegó a desempeñar magistraturas importantes en Roma, por lo que se le puede considerar un
homo novus
. Se calcula que nació en torno al año 126, y ya de joven consiguió cierta reputación como orador en diversos procesos. En el 105 participó como tribuno en la desastrosa derrota de Arausio y, como vimos en su momento, logró escapar cruzando a nado el Ródano con su armadura a cuestas a pesar de que lo habían herido. Más adelante sirvió con Mario, para quien ofició de espía gracias a que estaba familiarizado con las lenguas celtas, y a su lado participó en la gran victoria de Aquae Sextiae.
Unos años más tarde, en el 97, Sertorio viajó a Hispania otra vez como tribuno militar. Lo hizo bajo las órdenes de un individuo poco recomendable, el procónsul Tito Didio, culpable de varias masacres que recuerdan a la matanza de lusitanos que perpetró el infame Galba en el año 150. Por su parte, Sertorio demostró su astucia en varias ocasiones, y también ganó la corona de hierba.
En la Guerra Social Sertorio sirvió como cuestor durante el año 91, aunque no está muy claro qué papel desempeñó. Fue entonces cuando perdió un ojo, una mutilación de guerra que siempre lució con orgullo y que lo equiparaba con otros célebres generales tuertos como Antígono Monoftalmo o el mismísimo Aníbal. Tras la guerra se presentó a tribuno de la plebe para el año 88, pero Sila, que ya era cónsul electo, se opuso a él y consiguió que fuera derrotado.
La relación entre ambos, que no debía de ser buena, se deterioró todavía más a partir de ese momento. Sertorio se convirtió en seguidor de Mario y de Cinna, y entró con ambos en Roma cuando la tomaron mientras Sila partía a Grecia. A pesar de todo, no le agradó la brutal represión que presenció en esos días y, como ya comentamos, fue él quien acabó con los desmanes de los bardieos, los esclavos liberados de Mario que sembraban el terror en Roma. También mencionamos ya su participación en la guerra civil y cómo, por diferencias con Papirio Carbón y con Mario el Joven, decidió marcharse de Italia y se dirigió a Hispania. Para Sila supuso alivio, ya que Sertorio era, con diferencia, el más dotado de los generales enemigos.
Sertorio aguantó en Hispania un tiempo, hasta que el gobernador nombrado por Sila, Cayo Annio, lo expulsó de allí. Después guerreó durante algunos meses contra las tropas silanas en el norte de África.
En el año 80 unos legados lusitanos, atraídos por los éxitos y el prestigio de Sertorio, viajaron a Mauritania a pedirle que regresara a Hispania y los librara de la opresión del gobernador de la provincia Ulterior. Sertorio aceptó y, aunque al principio disponía de un ejército muy reducido que no llegaba a diez mil hombres, no tardó en cosechar victorias contra los generales que le mandaba Sila. Sus éxitos hicieron que acudieran a reforzar sus filas muchos romanos desterrados y proscritos por el dictador. Este, preocupado por aquel problema que amenazaba con crecer, nombró legado de Hispania Ulterior a un hombre de confianza, Metelo Pío.
Metelo empezó avanzando desde la Bética hasta el corazón de Lusitania, y en el camino fundó ciudades como Metellinum (la actual Medellín) o Castra Caecilia (Cáceres). Pero la táctica de guerrillas a la que recurrían los lusitanos acabó desesperándolo. Además, ya había cumplido la cincuentena y no se encontraba en muy buena forma, por lo que llevaba muy mal las penalidades de la campaña. Sertorio, que era unos años más joven y, sobre todo, se ejercitaba constantemente en marchas y combates, llegó al extremo de retarlo a un duelo singular. Metelo se negó, como era de esperar. Plutarco, que lo critica en otras cosas, le da la razón en esto porque, «como dice Teofrasto, un general debe morir como un general y no como un soldado de infantería ligera» (
Sertorio
, 13).
Tras dos años sin conseguir nada, Metelo acabó retirándose a Corduba en el 77, abandonando buena parte de la provincia Ulterior a su enemigo. Sertorio consiguió también el apoyo de las tribus celtíberas y avanzó hasta la Hispania Citerior, donde su legado Hirtuleyo había derrotado y dado muerte al gobernador Domicio Calvino. Allí se apoderó de centros neurálgicos como Calagurris e Ilerda (Calahorra y Lérida), y sobre todo Osca (Huesca), donde estableció su base de operaciones.
Fue en Osca donde Sertorio fundó su célebre escuela, en la que ofrecía educación romana a los hijos de la élite hispana. Los alumnos se vestían con togas y, entre otras enseñanzas, aprendían latín y griego. Al mismo tiempo, Sertorio adiestraba a sus tropas con el sistema militar romano, y las hacía desplegarse bajo sus estandartes y respetar la misma disciplina que las legiones. El hecho de que además constituyera su propio senado formado por trescientos miembros demuestra que su intención era montar una especie de Roma paralela. A decir verdad, seguía viéndose a sí mismo como representante de la legítima República que había sido derrocada por Sila.
Las victorias de Sertorio estaban convirtiéndolo en un personaje casi legendario. Contaba con una guardia personal formada por guerreros celtíberos que habían jurado protegerlo con sus vidas y no sobrevivirle después de su muerte; este voto de fidelidad a un caudillo, que sobrepasaba con mucho la relación romana entre patrono y cliente, era muy típica de las tribus galas y germanas. Para aumentar su carisma, sobre todo entre las tropas hispanas, Sertorio no dudaba en recurrir a lo sobrenatural y lo místico. Tenía una cierva blanca a la que había domesticado dándole de comer de su propia mano, y aseguraba ante sus guerreros que era un regalo de Diana la cazadora, y que la cierva le traía en ocasiones mensajes de la propia diosa.
Ese mismo año, el 77, los restos del ejército de Lépido, cincuenta y tres cohortes mandadas por Marco Perperna, llegaron a Hispania. A Perperna no le hacía ninguna gracia cederle el mando a Sertorio, pero sus propios hombres lo obligaron. En aquel momento, Sertorio se hallaba en la cumbre de su poder y dominaba toda Hispania excepto el sur, donde Metelo se encontraba prácticamente encerrado.
Convencido de que él solo no podía arreglar la situación, Metelo pidió refuerzos a Roma. Los cónsules de aquel año, Junio Bruto y Emilio Liviano, no tenían la menor intención de ir a Hispania. Pompeyo, por su parte, seguía al mando de las tropas que le habían asignado para la campaña contra Lépido y no quería desmovilizarlas, de modo que se ofreció voluntario para dirigir aquella operación.
Algunos senadores se opusieron a entregarle el mando, alegando que alguien que ni siquiera había sido cuestor no podía recibir un mando proconsular. Era una objeción absurda, puesto que Pompeyo ya había ejercido ese
imperium
antes. Para convencer a los demás senadores, un partidario suyo llamado Lucio Filipo se levantó e hizo un juego de palabras: Pompeyo no tenía por qué ir «como procónsul sino en lugar de los cónsules»,
non proconsule sed pro consulibus
.
Pompeyo no entró en Hispania hasta la primavera del 76, pues tuvo que enfrentarse a tribus rebeldes en la provincia de Galia Transalpina y se vio obligado a pasar el invierno en Narbona. Pero en cuanto llegó se dirigió hacia el sur siguiendo la costa. Su intención era arrebatársela al enemigo y utilizarla como base para seguir avanzando hacia el interior. Gracias a su prestigio, muchas ciudades se pasaron a su bando. De hecho, en aquella campaña Pompeyo se las arregló, como solía hacer allí por donde pasaba, para establecer unas extensas redes de clientes que con el tiempo le resultarían muy útiles.
El primer objetivo importante de Pompeyo era Valencia. Sertorio, que se percató de ello, decidió tomar una de las ciudades que se encontraba en el camino, Lauro. Era la primera vez que estos dos generales, hasta entonces prácticamente imbatidos, iban a enfrentarse. ¿Qué podría suceder?
Cerca de la ciudad de Lauro había una colina estratégicamente situada. Tanto Pompeyo como Sertorio intentaron tomarla, pero fue este último quien se anticipó e instaló su campamento allí. Pompeyo decidió sacar partido de una situación que de entrada parecía desventajosa y se estableció al otro lado de la colina, de tal modo que el ejército de Sertorio quedara emparedado entre sus tropas y la ciudad aliada de Lauro. Tan confiado se sentía que envió emisarios para dar ánimos a los habitantes de Lauro, e incluso les sugirió que subieran a las murallas para contemplar el espectáculo de un ejército sitiador que se convertía en sitiado.
Cuando Sertorio se enteró, respondió que había llegado el momento de darle una lección al «pupilo de Sila», tal como llamaba a Pompeyo. Para su sorpresa, este descubrió que detrás de su campamento Sertorio tenía otro en el que se alojaba una fuerza más que considerable, seis mil hombres. ¿Quién había encerrado a quién?
Al comprender la situación, Pompeyo no se atrevió a abandonar su propia empalizada, pues temía verse atacado por el frente y la retaguardia a la vez. Es posible que Sertorio gozara de superioridad numérica gracias a los refuerzos de Perperna, pero la fuente que lo afirma, Orosio, a quien ya mencionamos con motivo de la guerra de Yugurta, no es excesivamente fiable.
No fue la única jugarreta que le gastó Sertorio a Pompeyo durante este asedio. En los alrededores de Lauro solo había dos zonas donde el ejército de Pompeyo podía conseguir forraje y leña, una cerca de su campamento y otra más alejada. Sertorio ordenó a sus tropas ligeras que hostigaran constantemente a los forrajeadores enemigos que acudían a la zona más próxima y que no se acercaran a la otra. Lógicamente, los hombres de Pompeyo acabaron decidiendo que merecía la pena hacer un viaje más largo para ir al área más alejada, ya que por allí no asomaban los enemigos y era mucho más segura.
Cuando el adversario picó el cebo, Sertorio envió veinte cohortes de infantería pesada y ligera más dos mil jinetes para que tendieran una emboscada en el camino. El oficial encargado, Octavio Grecino, partió por la noche y colocó en los bordes del camino a la infantería ligera hispana, un poco más atrás a la infantería pesada y aún más retiradas entre los árboles a las tropas de caballería, de modo que los relinchos de los corceles no delataran su posición.
Al día siguiente, a la tercera hora (las nueve de la mañana en horario solar), los forrajeadores de Pompeyo aparecieron de regreso, lo que sugiere que el lugar donde habían ido a buscar provisiones estaba tan lejos que habían tenido que pernoctar allí. En ese momento los hispanos de la infantería ligera de Sertorio cayeron sobre ellos, y momentos después, mientras intentaban reorganizarse, lo hicieron las demás cohortes.
Los soldados de Pompeyo emprendieron la huida, como era de esperar. Algunos de ellos lograron adelantarse, pero Sertorio había dado instrucciones de que nadie escapara con vida. Obedeciendo sus órdenes, el jefe de la caballería de los emboscados, Tarquinio Prisco, había dejado en el camino que conducía al campamento enemigo un segundo grupo de emboscados, doscientos cincuenta jinetes que sorprendieron a los fugitivos y acabaron con la mayoría de ellos.
No obstante, la noticia de la celada llegó al campamento de Pompeyo, quien rápidamente envió una legión en ayuda de sus hombres bajo el mando del legado Décimo Lelio. Al ver que este se acercaba, Tarquinio hizo tocar la orden de retirada como si renunciara a la persecución.
Era otra treta. Tras alejarse cierta distancia, todos los jinetes de Tarquinio giraron a la derecha, dieron media vuelta para rodear a la legión que venía de refuerzo y la atacaron por la retaguardia. Al mismo tiempo, las tropas pesadas de Octavio Grecino que habían tendido la emboscada avanzaron por el camino y cargaron de frente contra aquella unidad.
Esta vez Pompeyo decidió que tenía que emplear más efectivos, por lo que hizo salir prácticamente a todas sus tropas del campamento. Pero Sertorio respondió actuando de la misma manera, como si ofreciera batalla. Ante la amenaza de verse atacado por detrás mientras acudía en auxilio de los suyos, Pompeyo no tuvo más remedio que renunciar a su maniobra y contemplar impotente cómo los enemigos terminaban de aniquilar a su partida de forrajeadores y a la legión que había mandado para salvarlos.
Este primer asalto entre los dos generales «estrella», al que Frontino dedica una considerable extensión en sus
Estratagemas
(2.5.31), le costó a Pompeyo diez mil bajas, entre ellas la del legado Lelio, amén de perder el convoy de suministros. Aquella derrota convenció a los habitantes de Lauro de que Pompeyo no iba a ser capaz de rescatarlos, de modo que se rindieron a Sertorio. Este les perdonó la vida y les dejó marchar, pero arrasó su ciudad para acentuar la humillación de Pompeyo.
Fue una dura lección para Pompeyo, que hasta ahora se había enfrentado a rivales de segunda división. Por suerte para él, al año siguiente, Metelo consiguió derrotar a Hirtuleyo, el legado de Sertorio, cerca de Itálica, lo que equilibraba un poco las fuerzas. Él, por su parte, hizo lo propio con Perperna en las proximidades de Valencia, que cayó en su poder; esto demostraba que los subordinados de Sertorio estaban muy lejos de poseer su talento.
[27]
Aquella victoria hizo confiarse a Pompeyo, que se convenció de que podía derrotar a Sertorio solo. Sin esperar a que llegara la ayuda de Metelo, decidió atacar a su adversario junto al Júcar. Se podría achacar esta conducta a su gran vanidad, pero no era el primer general romano que prefería arriesgarse a combatir con menos tropas por no compartir la gloria con otro.
Como ocurría tantas veces en estas batallas, el flanco derecho de cada ejército, donde se hallaban las mejores tropas, derrotó al ala izquierda de su rival. El resultado del combate no quedó claro, aunque Pompeyo mismo resultó herido en una pierna y es posible que perdiera más hombres que su adversario. Al día siguiente llegó Metelo con sus refuerzos, y al verse en inferioridad numérica, Sertorio se retiró de allí.
En esa misma campaña todavía se libró una gran batalla cerca de Sagunto. Tampoco fue concluyente, aunque en ella murió Memio, el mejor legado de Pompeyo, y esta vez fue Metelo quien recibió un lanzazo.