Gracias a la caída de Avarico, César pudo repartir de nuevo grano entre sus hombres. Pero la causa de Vercingetórix era más fuerte incluso que antes, y nuevos aliados se unían a él desde toda la Galia.
Mientras tanto, César tuvo que solucionar una disputa entre dos facciones de los eduos. Tras resolverla, decidió dividir el ejército. Ya terminaba el invierno y empezaba la temporada propia de la guerra; lo cierto era, sin embargo, que el mal tiempo no había impedido ni a romanos ni a galos actuar hasta aquel momento.
Labieno, con cuatro legiones, se dirigió hacia el norte para combatir contra los senones y los parisios (la tribu que dio su nombre a la actual París). Allí se vio en una situación muy delicada en el Sena, de la que logró salir con la habilidad y la iniciativa que lo caracterizaban.
Por su parte, César se encaminó con seis legiones a Gergovia, la capital de los arvernos, dispuesto a asestar un golpe donde más podía dolerle a Vercingetórix. Pero las cosas se le complicaron más de lo que esperaba.
Por un lado, mientras estaba estudiando el terreno para ver cómo podría tomar la ciudad, se enteró de que había estallado una revuelta entre los eduos. Diez mil guerreros de ese pueblo venían hacia Gergovia como teórico refuerzo para César, escoltando un gran convoy de provisiones. Su jefe, Litavico, convenció a aquellos hombres de que César había hecho ejecutar a toda la caballería edua que servía con él. «Lo único que podemos hacer si queremos salvarnos es unirnos a Vercingetórix», les explicó. Sus hombres lo creyeron, se volvieron contra los romanos que viajaban en la caravana y los mataron, no sin antes torturarlos.
En cuanto César supo lo sucedido, se dirigió al encuentro de Litavico con cuatro legiones, recorriendo casi cuarenta kilómetros sin detenerse. Al llegar ante la columna de marcha gala, dio órdenes a sus hombres de que no mataran a nadie. Litavico y algunos de sus acompañantes huyeron nada más ver a los romanos y se dirigieron a Gergovia. César habló con los demás eduos y les aseguró que todo había sido un engaño.
Los eduos arrojaron las armas a sus pies y extendieron las manos en señal de rendición mientras pedían perdón. El procónsul se lo concedió, aunque sabía que entre aquellos miles de hombres había muchos aliados más que dudosos. Pero necesitaba a esa tribu como fuese, pues no le sobraban precisamente amigos en la Galia.
A continuación, despachó mensajeros al país de los eduos para que informaran de que él, el magnánimo César, que tenía derecho a haberse vengado de todos aquellos hombres por el crimen que habían cometido contra los romanos, les había perdonado la vida. Después, tras conceder apenas tres horas de descanso a sus soldados, reemprendió la marcha a Gergovia, preocupado porque había dejado sus campamentos medio desguarnecidos.
Cuando llegó de nuevo ante la capital de los arvernos, siguió estudiando el lugar para ver cómo podía tomarlo. Gergovia se hallaba situada en una elevación que se alzaba más de trescientos cincuenta metros sobre la llanura circundante. Por los lados este y norte había farallones y quebradas que hacían el ataque impensable. Por el lado sur y por el oeste el acceso resultaba algo más fácil, aunque seguía siendo demasiado escabroso para las aparatosas máquinas de guerra.
Además, en la cima del monte, que era plana y muy alargada, se encontraba el grueso del ejército de Vercingetórix, con los guerreros galos acampados por tribus delante de la muralla sur de la ciudad, en una planicie que formaba una prolongada cuesta. Para tomar la ciudad había que trepar por la empinada ladera meridional, sortear el primer obstáculo —un muro de piedras apiladas de dos metros de altura—, atravesar los campamentos galos repletos de soldados, llegar hasta la muralla y asaltarla. Todo ello esquivando un gran desnivel y bajo un fuego enemigo constante.
Aquello era simplemente impensable, de modo que la única posibilidad era rendir la ciudad por hambre. Antes de la traición de los eduos, César ya había construido dos campamentos: uno para seis legiones al suroeste de la montaña y otro para dos directamente al sur de Gergovia, ambos unidos por una fosa doble. Pero con eso solo cerraba el acceso a Gergovia por el sur, no completaba un circuito alrededor de la fortaleza. Y él mismo seguía sufriendo graves problemas de provisiones.
César era consciente de que se había metido en un buen aprieto. No tenía recursos para tomar Gergovia, y lo mejor que podía hacer era marcharse de allí y buscar un lugar donde pudiera asegurar el abastecimiento de víveres a sus legiones.
Pero los enemigos podían interpretar una retirada romana como una victoria propia, aunque en rigor no lo fuese. Cualquier fracaso de César solo lograría que más y más pueblos se sumaran a la rebelión; entre ellos los eduos, que estaban en la cuerda floja.
César necesitaba, al menos, dar un golpe de efecto e infligir suficiente daño a las tropas de Vercingetórix para deteriorar su moral. Después podría ordenar una retirada estratégica en busca de un mejor momento para seguir combatiendo.
La ocasión se le presentó al visitar el campamento secundario y estudiar el panorama a su izquierda. Allí, al suroeste de la montaña principal donde se alzaba Gergovia y unida a ella se alzaba otra elevación menor, a un kilómetro a la izquierda del campamento romano secundario. Los días anteriores, César la había visto plagada de guerreros. Sin embargo, aquel día se veía la roca prácticamente desnuda.
Cuando interrogó a unos desertores, que nunca faltaban, le informaron de la razón. Vercingetórix había desguarnecido aquella roca para proteger otra elevación que estaba unida asimismo a la cima del monte, pero por su parte noroeste. Esta altura, que formaba parte de una estribación mayor, se hallaba poblada de vegetación donde podían esconderse posibles asaltantes y daba acceso a la parte peor defendida de la ciudad. Por eso el caudillo galo, preocupado, había trasladado allí a muchos guerreros con la intención de protegerla.
César decidió seguirle el juego a Vercingetórix y mandó patrullas de jinetes a medianoche a la cresta noroeste que los galos estaban fortificando. Tenían instrucciones de hacer ruido para que se notara su presencia, con la intención de que los galos pensaran que, efectivamente, César pensaba lanzar un ataque por allí.
A la mañana siguiente continuó con su engaño. Primero envió a la cresta que tanto preocupaba a Vercingetórix miles de esclavos con mulas y caballos de carga, ordenándoles que se pusieran cascos bruñidos para que brillaran bajo el sol. Sabía que desde las alturas los galos verían manchas y destellos diminutos moviéndose entre columnas de polvo y pensarían que César estaba desplazando su auténtica caballería para atacar por el noroeste. Para reforzar esa ficción, mezcló unos cuantos corceles de guerra de verdad en aquella masa, de modo que cabalgaran delante y a los lados en las típicas maniobras de reconocimiento.
Después envió una legión en esa dirección, pero antes de llegar al pie de la cresta los soldados se escondieron entre la espesura. Todas aquellas maniobras consiguieron lo que César esperaba, y desde abajo pudo ver cómo muchos de los galos acantonados al sur de la muralla de Gergovia abandonaban sus campamentos y acudían hacia la posición que creían amenazada.
A continuación, César hizo venir al grueso de sus legiones desde el campamento principal al secundario siguiendo las fosas que unían ambos. Les ordenó que acudieran por grupos, con los escudos guardados en las fundas de cuero y sin mostrar los estandartes, de modo que el enemigo no advirtiera desde arriba lo que estaba pasando. Era un juego del ratón y el gato: mientras los galos en las alturas se movían hacia el noroeste, los romanos se desplazaban agazapados hacia el campamento más cercano a la ciudad.
Como no era cuestión de alertar al enemigo con arengas y toques de trompeta, César dio instrucciones individuales a sus legados para que ellos se las hicieran llegar a sus hombres. El plan era limitado: asaltar los campamentos galos que se extendían delante de la ciudad, causar toda la destrucción posible y regresar al cuartel. Los centuriones debían contener a los soldados para que no se adelantaran demasiado por ansias de combatir o por codicia, pensando en el botín. Era cuestión de actuar con rapidez y sorpresa, insistió César, no de plantear una batalla.
A la señal convenida, los legionarios emprendieron el ascenso por la ladera sur a toda velocidad, tal como les había pedido su general. Al mismo tiempo, a su derecha, los aliados eduos atacaron por la ladera suroeste: era una forma de desviar la atención del ataque principal.
Una vez empezó la subida, la distancia que los soldados tenían que recorrer era de unos mil metros en línea recta; pero se hacía más larga, lógicamente, porque el terreno era muy desigual y había que trazar curvas para reducir el gradiente. Las unidades ascendieron como pudieron, ya que era imposible mantener una formación en esas circunstancias, con quebradas y salientes que a ratos tapaban la visión entre los diversos grupos.
A media ladera llegaron al muro de piedra que protegía los campamentos galos siguiendo una curva de nivel. Los legionarios lo superaron sin dificultades, aunque entre unos obstáculos y otros su formación era cada vez más desordenada. A partir de ahí el terreno seguía estando en cuesta, pero el suelo era más liso y el declive menor.
Los hombres de César entraron en los campamentos de las diversas tribus, donde había muchos menos hombres que otros días, ya que la mayoría se hallaban al otro lado de la cima, ocultos de la vista por las propias murallas de Gergovia. En cuestión de minutos se apoderaron de tres de esos reductos, entre ellos el de los nitióbrigos. Su rey, Teutomato, que estaba echándose la siesta, apenas tuvo tiempo de huir, desnudo de cintura para arriba y con el caballo herido.
César en persona había subido la ladera con la Décima en una posición algo retrasada para poder observar lo que ocurría desde atrás. Pasado un rato, pensó que ya había conseguido lo que quería: causar unos cientos de bajas a los enemigos, destrozar parte de sus campamentos y apoderarse de algo de botín. Así pues, ordenó a los hombres de la Décima que se detuvieran e indicó a los cornetas que tocaran la señal de retirada para los demás.
Pero el relieve del monte impidió que el sonido de las trompetas llegara lo bastante claro en medio del griterío y el estrépito del combate. Algunos tribunos y legados, siguiendo las instrucciones de César, intentaron detener a sus soldados. Sin embargo, la mayoría de la tropa se había dejado llevar por el entusiasmo. Al ver la cima del monte prácticamente despejada de enemigos, los legionarios se abalanzaron sobre la muralla.
Dentro de Gergovia se desató el pánico, pues todo el mundo sabía el terrible destino que había corrido Avarico, y muchos de sus habitantes huyeron por las puertas que daban al otro lado de la ciudad. Lo más sorprendente fue que un cierto número de mujeres, madres según el relato de César, subieron a la muralla y desde allí empezaron a arrojar a los soldados sus vestidos y joyas de plata, y con los pechos desnudos y extendiendo las manos como suplicantes les pidieron que las perdonaran y no hicieran ni con ellas ni con sus hijos lo que habían hecho en Avarico. Algunas incluso se descolgaban desde el muro (confiados en las defensas naturales de la ciudad, los gergovianos no lo habían construido demasiado alto) y se entregaban a los soldados, pensando que si lo hacían voluntariamente al menos salvarían la vida.
Toda la escena resulta extraña y escalofriante al mismo tiempo, pero nos da idea del terror que despertaba un ejército romano al asalto. Y, a decir verdad, cualquier otro, sobre todo entre las personas más indefensas: las mujeres, los niños y los ancianos.
Los hombres de la Octava habían llegado ya a la muralla. Uno de sus centuriones, Lucio Fabio, prohibió que nadie trepara antes que él, pues quería llevarse una condecoración y cobrar la recompensa que César pagaba en esos casos. Después, ayudado por tres de sus hombres subió al parapeto: una nueva prueba de que la pared no podía ser muy alta. Seguidamente, les tendió las manos y les ayudó a subir.
Aunque no era lo que César pretendía, parecía que la ciudad iba a caer en su poder. De todos modos, el ruido del ataque había alertado al grueso del ejército galo, que se hallaba tras la parte norte de la ciudad. Vercingetórix mandó por delante a los jinetes y luego a los demás guerreros.
Los soldados romanos estaban desordenados, cansados y con las pulsaciones desbocadas tras aquella subida. En cambio, los galos venían frescos y corriendo cuesta abajo. Para colmo, los eduos aparecieron por la ladera suroeste y, aunque llevaban el hombro derecho desnudo como muestra de que eran aliados, crearon todavía más confusión.
En cuestión de minutos, las tornas habían cambiado. El centurión Fabio y sus hombres perecieron a manos de los defensores, que después los arrojaron cabeza abajo por la muralla. Otro centurión de la Octava, Marco Petronio, que había entrado por una puerta con sus soldados, protegió la retirada de estos interponiéndose entre ellos y los enemigos. Su comentario es muy significativo del temperamento de los militares romanos y, sobre todo, de los centuriones: «¡Ya que no puedo salvarme con vosotros, al menos salvaré vuestras vidas, pues os he puesto en peligro por mi ansia de gloria!».
El combate se convirtió en una retirada caótica. César, gracias a su posición, pudo mantener el orden de la Décima y así proteger el repliegue de sus hombres. Apoyada por varias cohortes de la Decimotercera, formó sus líneas y plantó cara a los galos que perseguían a los romanos en fuga.