Según se decía, Curión estaba endeudado hasta las cejas. Aparte de su afición a las juergas, había gastado muchísimo dinero en los juegos funerales en honor de su padre. Para dicha ceremonia había hecho construir un anfiteatro temporal que fue el asombro de aquel año, el 52. «Anfiteatro» significa literalmente «teatro doble», y eso era el de Curión: dos teatros de madera unidos por un gran pivote que, con los espectadores sentados en sus asientos, giraban sobre ruedas y se unían. De ese modo se podía pasar sin levantar el trasero de ver una obra de teatro a contemplar cómo peleaban varias parejas de gladiadores.
César, que tanto había dependido del dinero ajeno al principio de su carrera, podía gastarlo ahora con liberalidad, así que liquidó las deudas de Curión pagando, según algunos autores, diez millones de sestercios. Haciendo salvedad de sus excesos de juventud, Curión era un político inteligente y un excelente orador. Aunque en los años anteriores se había opuesto a César en muchas ocasiones, ahora le resultó muy útil.
Por supuesto, en el ínterin, los enemigos de César no se quedaron mano sobre mano. Su mayor problema, si se veían obligados a enfrentarse a César, era que este tenía bajo su mando diez legiones que habían adquirido una gran experiencia en una campaña larga y dura. Teóricamente, como procónsul no podía sobrepasar con ellas los límites de la Galia Cisalpina, que de sus provincias era la más cercana a Roma. Pero teóricamente Sila tampoco podía marchar contra Roma con un ejército, y todo el mundo sabía cómo había terminado aquella historia.
Los optimates necesitaban no solo influencia política en Roma, sino también alguien con poder militar para oponerlo a César. Había alguien así, por supuesto: Pompeyo, el general precoz, vencedor de los piratas y de Mitrídates y conquistador de Asia. Aunque no gozara de las simpatías de los optimates, estos pensaban, y probablemente con razón, que Pompeyo era más torpe en el juego político que César y por eso mismo más fácil de manipular. De ahí que llevaran años sembrando cizaña entre él y su exsuegro. En teoría, los dos hombres seguían siendo amigos; pero el apoyo de Pompeyo a César en las sesiones del senado sonaba cada vez más tibio e hipócrita.
[48]
Por supuesto, no debemos dividir simplemente el senado en dos bandos pro y anticésar; o, como acabaron siendo conocidos, cesarianos y pompeyanos. El juego político romano era cambiante y móvil como el mercurio. Los lazos que unían a unos senadores con otros eran tan complejos que dos enemigos mortales siempre tenían varios amigos y familiares comunes. Entre los extremos de odio y sumisión a César había un término medio en el que se movían muchos senadores moderados que admiraban los logros militares de César, pero que temían que acabara abusando de su poder.
Cuando se suscitó la discusión del mandato de César, Marcelo y los demás optimates propusieron que se enviaran inmediatamente nuevos gobernadores a sus provincias para relevarlo del mando. En lugar de oponerse frontalmente, Curión fue más astuto. Le parecía muy bien, anunció, que César renunciara a su mando y sus tropas. Pero Pompeyo debía hacer lo mismo con su proconsulado y con el ejército que mantenía en Hispania. De lo contrario, se convertiría en el único hombre en Italia al mando de tantas legiones, y de protector de la República, como había sido en la reciente crisis del 52, podría convertirse en una amenaza y un tirano.
Era una jugada arriesgada de César, que movía los hilos desde la distancia. ¿De verdad estaba dispuesto a renunciar a sus tropas? Sospecho que no, y que tenía previsto exactamente lo que sucedió. Los optimates se negaron a apoyar la propuesta de Curión, y este respondió vetando sistemáticamente la ley que pretendía quitar a César sus provincias.
Así fue pasando aquel año. Durante el verano, el senado decidió mandar dos legiones al este con la misión de reforzar la frontera con el imperio parto. Para ser equitativo, ordenó a cada uno de los dos grandes generales, César y Pompeyo, que contribuyeran con una unidad. Pompeyo decidió enviar la Primera, la misma que le había prestado a César el año de la revuelta de Ambiórix.
Como la Primera seguía bajo el mando de César, en la práctica este perdió dos legiones. Por si acaso, antes de separarse de la Primera gratificó a cada soldado con mil sestercios, una suma más que considerable. La otra legión que entregó fue la Decimoquinta, una de las más bisoñas, que se hallaba acantonada en la Galia Cisalpina y que fue sustituida en aquel puesto por la Decimotercera. Lo curioso fue que aquellas dos legiones no llegaron a viajar a Oriente y se quedaron en Italia, algo que a César le olió a chamusquina.
Las cosas seguían torciéndose para él. En otoño, su candidato a cónsul para el año siguiente fue derrotado. Para colmo, el censor Calpurnio Pisón se dedicó a purgar las filas del senado de supuestos corruptos cuyo verdadero pecado era ser partidarios de César. Así fue expulsado, por ejemplo, Salustio, el autor de
La guerra de Yugurta
.
A cambio, César pudo contar con el apoyo de Marco Antonio, que era amigo personal y que había servido con él en las Galias. Marco Antonio fue elegido miembro del colegio de augures, un cargo muy influyente, y también tribuno de la plebe para el próximo año, algo mucho más importante en la práctica para César.
Marco Antonio era un hombre extremado, de gran fuerza física, valiente en el combate —en más de una ocasión trepó el primero a una muralla— y amante del vino, las juergas y las mujeres. Cicerón lo acusaba también de haber tenido relaciones homosexuales con su amigo Curión. El odio entre Cicerón y Marco Antonio no hizo sino crecer con los años, y fue lo que finalmente le costó la vida al gran orador.
El 1 de diciembre del 50, justo antes de que entraran en su cargo los nuevos tribunos, entre los que se encontraba Marco Antonio, se volvió a votar la cuestión del mando de César. El resultado fue muy revelador. Aunque la mayoría de los senadores votaron que César debía abandonar su cargo tal como proponía Marcelo, cuando Curión planteó que tanto él como Pompeyo renunciaran al mismo tiempo a sus mandatos hubo trescientos setenta votos a favor y únicamente veintidós en contra.
Era evidente que la cámara estaba en contra de César, pero por otro lado deseaba evitar una guerra civil. En su mezcla de odio y temor por César, los senadores se hallaban convencidos de que si entraba con sus legiones en Italia y Roma bañaría las calles de sangre, como habían hecho primero Mario y después Sila.
El espíritu del momento lo representa bien esta carta que Cicerón, recién llegado de Cilicia, le escribió a su amigo Pomponio Ático:
Tengo mucho miedo por la República. Hasta ahora no he encontrado a casi nadie que no piense que es mejor conceder a César lo que pide que luchar contra él. Sus demandas son desvergonzadas, pero tienen más validez de la que suponíamos. ¿Por qué íbamos a empezar a oponernos a él justo ahora? […] Me preguntarás: «¿Qué piensas tú?». No lo mismo que voy a decir. Pues pienso que hay que hacer lo que sea con tal de no llegar a las armas, pero diré lo que diga Pompeyo, aunque no lo haré humillándome. (
Ad Att.
, 7.6).
Durante todo el conflicto, Cicerón no dejó de ejercer de mediador. Como intelectual y estudioso de la filosofía, le resultaba imposible no analizar los argumentos de César y de sus adversarios y ver en qué acertaban y en qué fallaban. Por otra parte, era un hombre de paz. Si al final, cuando ya había estallado la guerra, eligió el bando anticesariano fue porque se sentía obligado moralmente con Pompeyo, que había conseguido que volviera de su exilio.
En cuanto al propio Pompeyo, no dejaba traslucir ningún temor. Cuando se le planteaba qué ocurriría si César declaraba la guerra, contestaba: «¿Y qué puede pasar si mi hijo me ataca con un palo?». Otra de sus frases jactanciosas sobre este asunto era: «No tengo más que dar un pisotón en cualquier parte y brotarán ejércitos del suelo de toda Italia».
Pese a la votación que obligaba a César y a Pompeyo a renunciar a sus mandos al mismo tiempo, los optimates no estaban dispuestos a rendirse. A finales de año, César se había desplazado a la Galia Cisalpina, donde estaba más cerca de Roma y podía controlar mejor la situación política. De paso, cosechaba apoyos en aquella provincia por si las cosas se ponían feas para él. Aprovechando ese viaje, sus enemigos hicieron correr el rumor de que se hallaba en camino con cuatro legiones para invadir Italia, cuando en realidad en la Cisalpina solo estaba la Decimotercera, que había sustituido a la Decimoquinta.
Para contrarrestar esta supuesta invasión, uno de los cónsules viajó a la Villa Albana donde se alojaba Pompeyo, le entregó una espada en un gesto simbólico y le urgió a defender la República. También le concedió el mando de las dos legiones que había cedido César y que seguían en Italia, y le pidió que reclutara más tropas.
En respuesta a estos movimientos, César viajó con la Decimotercera a Rávena, muy cerca de la frontera de la Cisalpina. Y, ahora sí, ordenó a dos legiones más, la Octava y la Duodécima, que acudieran desde sus cuarteles de invierno en la Galia, y a otras tres de sus unidades que permanecieran atentas a sus instrucciones cerca de la frontera sur. Aun así, él también quería evitar la guerra, por lo que propuso un nuevo trato a sus rivales: estaba dispuesto a entregar la Galia, siempre que le permitieran mantener las provincias de la Cisalpina y de Iliria con dos legiones hasta que se convirtiera en cónsul.
A Pompeyo el acuerdo no le pareció mal, pero los optimates también lo rechazaron, pues lo que querían evitar precisamente era que César se convirtiera en cónsul en el 48.
El 1 de enero, los nuevos cónsules Cornelio Léntulo y Claudio Marcelo —otro Marcelo, y ya iban tres seguidos— tomaron posesión de sus cargos. En la sesión del senado de aquel día apareció el extribuno Curión, que había recorrido cuatrocientos kilómetros en tres días para traer una carta de Julio César desde Rávena. Sus adversarios se negaron a que se leyera en alto, pero Marco Antonio, que ya era tribuno, se empeñó en hacerlo, y todo hace sospechar que su voz era poderosa como la del mítico Esténtor.
En la carta, tras presentar un breve relato de lo que había hecho por la República a lo largo de su carrera, César insistía en que únicamente entregaría su mando si Pompeyo hacía lo propio al mismo tiempo. Los optimates, que habían interrumpido la lectura con abucheos constantes, no permitieron siquiera que se votara esta propuesta. A cambio sí se votó la moción del suegro de Pompeyo, Metelo Escipión: o César renunciaba inmediatamente a su mando y sus legiones o sería declarado enemigo público.
Entre las presiones de los optimates durante las semanas previas y el tono desafiante de la carta, que no agradó a nadie —y que probablemente sonaba todavía más retador en boca de Marco Antonio—, muchos de los senadores que habían apoyado que Pompeyo y César renunciaran a la vez al proconsulado cambiaron de opinión y apoyaron la propuesta de Escipión.
Por supuesto, Marco Antonio y el otro tribuno cesariano, Cayo Longino, vetaron la ley. Pero no sirvió de nada. La tensión siguió creciendo y unos días después, el 7 de enero, el senado aprobó el
senatus consultum ultimum
por el que otorgaba plenos poderes a los cónsules y, sobre todo, a Pompeyo para proteger la República. En esa misma sesión se destituyó a César y se nombró a Lucio Domicio Ahenobarbo nuevo gobernador de la Galia.
Como era de esperar, Antonio se levantó y exclamó: «¡Veto! ¡Veto!». El cónsul Léntulo ordenó a Antonio y a Casio que se marcharan de allí, pues no les garantizaba su seguridad. Esta es la versión de Apiano; en la de Plutarco los lictores de Léntulo sacaron a Antonio a rastras. Este puso a los dioses por testigos de que el cónsul estaba cometiendo un sacrilegio contra la inviolabilidad de los tribunos y predijo mil males para la República.
Curión y Casio lo siguieron. Esa misma noche, los tres viajaron a Rávena disfrazados de esclavos en un carro alquilado. Cuando llegaron ante César y le informaron, él no dejó que se lavaran ni se cambiaran de ropa. Vestidos de esa guisa, los dos tribunos pasaron ante las tropas de César mientras este explicaba a sus soldados que sus enemigos estaban dispuestos a todo, incluso a ponerle las manos encima a un tribuno de la plebe y a echarlo de la ciudad. ¿Y todo por qué? Por acabar con él y con su
dignitas
.
Por supuesto, César no olvidó añadir que también la
dignitas
de sus soldados estaba en juego, y ellos lo aclamaron, dispuestos a seguirlo adonde fuese. Llevaban con él casi desde el principio de la guerra en las Galias, se habían salvado con él del desastre en el río Sabis, habían pisado la temible Germania y la misteriosa Britania y habían vencido a Vercingetórix. Además, César les había llenado los bolsillos y les había subido la paga, y confiaban en que miraría por su futuro. Por el contrario, los optimates que decían hablar en nombre de la legítima República seguramente no querrían saber nada de ellos cuando estuviesen licenciados. Al fin y al cabo, muchos de ellos provenían del valle al norte del Po. César los consideraba romanos, pero sus enemigos insistían en que eran bárbaros galos.
César, por supuesto, sabía lo que pensaban sus hombres, porque para eso se había esforzado por manipular sus emociones. No de manera fría, como un sociópata: todo indica que sentía verdadero afecto por sus tropas. Tenía fama de que imponía una disciplina muy severa a la hora de combatir o trabajar, cuando de verdad importaba, y que en el resto de las ocasiones dejaba a sus soldados cierta libertad. El equilibrio entre el palo y la zanahoria era muy delicado: los soldados odiaban a los generales que se excedían con la disciplina, como Pompeyo Estrabón —cuyo cadáver había acabado arrastrado por los suelos—, pero despreciaban a los que no sabían imponerse, como aquel Valerio Flaco contra el que sus soldados se amotinaron instigados por Fimbria. En ese equilibrio había dos verdaderos maestros, los mismos que consiguieron llevar a sus soldados contra la República: Sila y César.
¿Qué hacer a continuación? Por el decreto del senado, Pompeyo estaba autorizado a alistar todas las legiones que quisiera para marchar contra César. Este, sin embargo, sabía que esas tropas no iban a brotar del suelo como alardeaba Pompeyo, sino que hacía falta un tiempo para reclutarlas y organizarlas.
Lo que esperaban sus adversarios era que César se hiciera fuerte con el grueso de sus legiones en la Cisalpina o incluso más allá de los Alpes. Pero él, como siempre, prefirió actuar rápido, anticiparse a sus enemigos y hacer lo inesperado.