Entretanto, los líderes galos se habían reunido en un concilio para decidir cuántos soldados debían enviar en ayuda de Vercingetórix. Tras discutir, acordaron no reclutar a todos los varones en edad militar, sino fijar una cuota para cada pueblo. No obstante, una vez reunidos todos los contingentes aportados —César da una lista de treinta y tres tribus—, el total sumaba ocho mil jinetes y doscientos cincuenta mil guerreros de infantería. Como los lectores habrán sospechado, los historiadores ponen en duda esta cifra. Una fuerza de tal magnitud habría sido inoperante e imposible de alimentar.
En cualquier caso, la situación suponía una auténtica emergencia nacional. Los galos comprendían que si César les doblaba el brazo en aquel pulso, perderían la poca libertad que les quedaba. Por eso en esta ocasión trascendental enviaron un ejército inusitadamente grande, mandado por el atrebate Comio, el arverno Vercasivelauno —primo de Vercingetórix— y los eduos Viridomaro y Eporedórix. La cifra de ocho mil jinetes parece verosímil, y en cuanto a la infantería podemos pensar en decenas de miles. De todos modos, hay que tener en cuenta que esos infantes eran en realidad campesinos que de vez en cuando empuñaban las armas, no soldados semiprofesionales como los romanos: la verdadera fuerza de los galos residía en su élite guerrera, los caballeros.
Con bastante retraso, aquella enorme horda se puso en marcha. Como señala César, los galos confiaban en que ningún enemigo se resistiría ante la pura vista de su número, máxime cuando los romanos sabían que tendrían que combatir en dos frentes: contra el ejército cercado en Alesia y contra el que se acercaba en su auxilio.
Entretanto, los treinta días de plazo que había establecido Vercingetórix ya habían pasado. A los asediados apenas les quedaban provisiones. Cuando los jefes se reunieron con Vercingetórix, uno de ellos, un arverno llamado Critognato, propuso una medida desesperada e inhumana que, pese a todo, le parecía preferible a rendirse. Según él, sus antepasados ya la habían tomado medio siglo antes cuando se encerraron en sus fortalezas mientras los cimbrios y teutones devastaban su territorio. La medida no consistía en otra cosa que en matar a los más viejos y débiles y devorar sus cadáveres.
Aquello les pareció a todos demasiado extremo, pero la decisión que tomaron no era mucho menos cruel. En lugar de alimentarse con aquellos a los que consideraban inútiles para el combate, los echaron de la ciudad para que no consumieran las escasas provisiones que quedaban. A los habitantes de Alesia, los mandubios, les horrorizaba perder así a sus esposas, hijos, padres y abuelos; pero no solo no pudieron hacer nada por evitarlo, sino que a ellos también los expulsaron de la fortaleza.
Puede que los galos pensasen que César dejaría pasar a esa gente. Pero no fue así: cuando aquella patética procesión marchó hacia la valla de circunvalación para suplicar a los romanos que los tomaran como esclavos y les dieran de comer, los soldados los rechazaron y los enviaron de vuelta a Alesia. Todas aquellas personas se quedaron, pues, en tierra de nadie, donde debieron fenecer de hambre en pocos días. Se puede acusar a César de inhumano por no acogerlos, y además perdió un buen dinero al no venderlos como esclavos. Pero Vercingetórix y sus oficiales habían sido igualmente duros. Además, a los romanos no les sobraban precisamente provisiones; la carestía había su cruz desde el principio de la campaña.
Poco después llegó por fin el ejército de refuerzo, y acampó en una elevación al suroeste de Alesia, a kilómetro y medio de las líneas romanas. Al día siguiente, los galos desplegaron a todos sus jinetes por delante de la infantería preparando un ataque general. Al verlo desde la fortaleza, Vercingetórix ordenó a sus guerreros que hicieran lo mismo por la parte interior del cerco.
Por su parte, las legiones se distribuyeron por la empalizada y formaron a ambos lados, especialmente en la zona más llana donde era de esperar que se produjese la ofensiva. Casi de inmediato César envió a sus jinetes para enfrentarse con los del ejército exterior. Durante horas se libró una batalla con muchas alternativas, entre cargas y retiradas constantes, tal como solía ocurrir en los combates de caballería. Los galos parecían superar a las tropas de César hasta que, al oscurecer, los germanos cargaron en masa y los pusieron en fuga, matando en la refriega a los arqueros que se quedaron rezagados de sus propios jinetes. Al ver este desenlace, los sitiados en Alesia volvieron a refugiarse tras las murallas, «tristes porque ya casi desesperaban de la victoria» (
BG
, 7.80).
Sin embargo, no por ello se rindieron. Durante un día en que no lanzaron ataques, los galos del exterior se dedicaron a atar manojos de ramas y matorrales para rellenar las trincheras y a fabricar escalas y garfios de asalto. Después, a media noche, salieron con sigilo de su campamento. Al llegar a la línea romana, empezaron a disparar proyectiles para expulsar del parapeto a los defensores. Luego arrojaron los matorrales dentro de las zanjas y extendieron vallas encima a modo de puentes, como se solía hacer en esos casos. A estas alturas ya habían renunciado al silencio, y lanzaban gritos de guerra y hacían sonar las trompetas para que los de Alesia supieran lo que estaba pasando, pues la circunvalación les impedía comunicarse de otra forma.
El combate se prolongó durante el resto de la noche. Los galos lograron infligir bastantes bajas a los romanos, pero estos, con la combinación de sus defensas y el fuego de su artillería, contuvieron el ataque. En aquella zona los legados encargados de la defensa eran Cayo Trebonio y el célebre Marco Antonio, que llevaba poco tiempo con César.
Cuando se hizo de día, los galos se retiraron a su campamento sin haber conseguido romper el cerco, y lo mismo hicieron los guerreros del interior de Alesia. Era el segundo intento fracasado, así que los caudillos de la fuerza de auxilio se reunieron para deliberar y preparar un ataque más eficaz.
Tras explorar la zona a conciencia, descubrieron que había un punto débil en las defensas romanas. Al norte de Alesia se levantaba una colina que rompía el perímetro de circunvalación, porque era demasiado escarpada para levantar una empalizada en su cima. Había un campamento romano en su ladera que albergaba a dos legiones; si los galos conseguían apoderarse de esta elevación, podrían atacar aquel fuerte desde arriba, en una posición ventajosa.
Los jefes galos reunieron a un cuarto de su infantería, y Vercasivelauno salió con ellos de noche, rodeando la colina para esconderse en su falda norte, al otro lado del campamento romano. Allí se quedaron esperando a la luz del día, pues habían descubierto que atacar de noche las elaboradas defensas romanas solo servía para que hombres y caballos se empalaran o se rompieran los huesos con las trampas sembradas por doquier.
A mediodía, cuando los hombres de Vercasivelauno habían descansado tras la marcha nocturna, treparon por la colina y después se lanzaron al asalto del fuerte desde la cima. Al mismo tiempo, la caballería gala atacó desde el llano y el resto de su infantería se desplegó.
Cuando Vercingetórix vio lo que ocurría —es probable que desde las alturas hubiese divisado con antelación los movimientos de las tropas de su primo—, no tardó en lanzar una ofensiva general contra la empalizada, enviando a sus hombres con manteletes, garfios y escalas.
De pronto, los romanos se vieron atacados por todas partes. En otras refriegas habían podido enviar refuerzos a los puntos amenazados, pero ahora llegaban asaltantes por doquier. Percatándose de que la situación era grave, César buscó un punto elevado desde el que pudiera dominarlo todo (no precisa cuál fue, si una loma o una atalaya de vigilancia). Al comprender que la mayor amenaza la sufría el campamento norte, donde aquellas dos legiones se defendían como podían, envió en su ayuda a Labieno con seis cohortes. Antes de que se marchara, le dijo que si veía que el campamento estaba a punto de caer, hiciera una salida a la desesperada con todos sus hombres.
Los ataques se multiplicaban. Los guerreros de Vercingetórix ya habían comprobado días antes que las defensas del llano, reforzadas por lirios, estímulos y marcadores, eran prácticamente inexpugnables, así que probaron a atacar la circunvalación allí donde esta se levantaba sobre laderas. Tras rellenar la zanja, vaciaron de defensores las torres con una granizada de proyectiles y empezaron a destrozar la pared con los garfios de asedio.
César vio esta nueva emergencia y mandó allí a Décimo Bruto con unas cuantas cohortes; cuando aquello no bastó, despachó también a Cayo Fabio con más tropas. A esas alturas, el general había comprendido ya que tenía que renunciar a contemplar el combate desde las alturas y que debía participar en persona.
Primero envió cuatro cohortes adicionales al mismo punto de la empalizada donde luchaban Bruto y Fabio, y allí se logró por fin contener a los atacantes de Alesia. Pero la situación en el campamento asaltado por Vercasivelauno y sus hombres no dejaba de empeorar, y así se lo hizo saber Labieno a César enviándole un mensajero.
César decidió participar personalmente en la acción. Desde la ladera donde se alzaba el campamento amenazado, los agobiados defensores vieron que un nutrido grupo de caballería y varias cohortes acudían en su ayuda; pero, sobre todo, distinguieron el llamativo manto rojo de su general, el
paludamentum
, ondeando tras él sobre las grupas de su caballo. Era un efecto buscado por César, que consiguió lo que quería con aquella cabalgada de tintes épicos: insuflar nueva moral a sus tropas.
La llegada del procónsul al frente de aquellos refuerzos decidió el curso de la batalla. Los asaltantes del campamento se vieron de repente entre dos fuegos, atacados por los defensores de la empalizada y por la terrible caballería germana de César. Se desató una fuga generalizada en la que murieron muchos galos, mientras que otros caían prisioneros, como el propio caudillo Vercasivelauno. En aquella refriega, los romanos se apoderaron de setenta y cuatro estandartes.
Los hombres de Vercingetórix, que también habían sido rechazados en su ofensiva, se retiraron a la fortaleza desmoralizados. Había sido su tercer intento de romper el cerco, y esta vez habían estado más cerca que nunca de conseguirlo. Pero tanto ellos como, sobre todo, los galos del exterior habían sufrido muchas bajas. Para entonces, los defensores de Alesia estaban débiles y malnutridos, y sabían que el enorme ejército congregado en su auxilio no tardaría mucho en sufrir problemas de abastecimiento y dispersarse.
Al día siguiente, Vercingetórix convocó un nuevo consejo en Alesia. Demostrando su grandeza de ánimo, declaró que no había iniciado esa guerra por su propio interés, sino por conseguir la libertad de la Galia. Puesto que había fracasado, estaba dispuesto a dejarse matar por los demás para que así consiguieran el perdón de los romanos o a entregarse directamente a César.
Esto último fue lo que se decidió. Tras enviar emisarios al procónsul para negociar la rendición, Vercingetórix, tal como cuenta Plutarco, se puso su mejor armadura, engalanó a su caballo y salió de Alesia (
César
, 27). Una vez llegado al campamento romano, dio una vuelta en torno al estrado donde César permanecía en su silla curul. Después desmontó, se quitó la armadura y se sentó inmóvil y en silencio a los pies de César. Pasado un rato, los guardias se lo llevaron y lo encerraron hasta que llegara el momento de exhibirlo en el triunfo del procónsul (una ocasión que, por circunstancias que iremos viendo, se retrasó seis años).
Aquel fue el momento culminante de la guerra de las Galias. En sus luchas contra Cartago o los reinos helenísticos (estados tan desarrollados como la propia República), cuando los romanos obtenían victorias decisivas en el campo de batalla el gobernante enemigo capitulaba y la guerra terminaba. En cambio en Hispania, Iliria, Liguria o la propia Galia no ocurría así, porque derrotar a una tribu no significaba que las demás se rindieran, y cuando se sofocaba un levantamiento surgía otro: era una tarea tan desesperante e inacabable como la de las Danaides en el infierno, que acarreaban agua eternamente en ánforas agujereadas.
Ahora, sin embargo, los galos se habían unido y elegido a un único caudillo. Por una vez, habían formado algo parecido a un estado único. Era lo mejor, dadas las circunstancias, pero sin querer le habían hecho un favor a César: le habían ofrecido la oportunidad de derrotarlos a todos juntos.
Y César no la había desaprovechado.
Los galos habían perdido ya la voluntad de vencer, requisito indispensable para seguir combatiendo. La guerra continuaría con varios focos encendidos, pero apagarlos era únicamente cuestión de tiempo.
En cuanto a los prisioneros que se le entregaron en Alesia, César los vendió como esclavos, salvo a los eduos y a los arvernos. Estos dos pueblos eran demasiado importantes y el procónsul necesitaba recuperar su buena voluntad, de modo que por el momento simplemente retuvo a sus hombres como prisioneros.
Esta política le funcionó: cuando, terminado el asedio, se dirigió al país de los eduos, estos le ofrecieron volver al redil de su antigua alianza. Del mismo modo, los arvernos enviaron mensajeros para rendirse. César les pidió rehenes, y a cambio de ellos devolvió a los veinte mil prisioneros que retenía entre eduos y arvernos. Por supuesto, Vercingetórix no entraba en este trato, pues como general del ejército enemigo estaba destinado a ser la pieza más valiosa del desfile triunfal.
C
ésar pasó el invierno del 52-51 en la Galia Transalpina, organizando la pacificación desde la ciudad edua de Bibracte. Debió de andar muy ocupado en aquellos meses y en los años sucesivos, porque no continuó con los
Comentarios
, que finalizan tras la rendición de Alesia. Quizá no le pareció oportuno seguir escribiendo pasado el clímax de la rendición de Vercingetórix, o simplemente perdió interés en hacerlo. Hay un octavo libro que narra la campaña del 51, pero ese lo redactó su amigo y subordinado Aulo Hircio; según el propio Hircio comenta, lo hizo a instancias de Balbo, un amigo que compartían César y él.
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Durante ese año, César tuvo todavía que librar algunas guerras. Aún quedaban tribus que se negaban a someterse, tal vez esperando que al procónsul se le agotara el mandato, se marchara de la Galia y se olvidara de ellas.
Fue una esperanza vana. Todavía en diciembre del 52, César se llevó a dos legiones de Bibracte para atacar por sorpresa a los biturigos. Las condiciones que les ofreció fueron generosas y ellos no tardaron en rendirse. Poco después, en enero, lanzó una expedición similar contra los carnutos utilizando como base la ciudad de Cenabo, donde los galos habían masacrado a los comerciantes romanos. Los carnutos se resistieron unos meses, pero acabarían entregándose también.