Roma Invicta (42 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Por segunda vez, Sila había derrotado de forma aplastante a una fuerza superior en número. Las bajas enemigas fueron tantas que, según nos cuenta Plutarco, natural de esa región, doscientos años después de la batalla todavía se encontraban entre el agua y el barro yelmos, fragmentos de corazas y arcos y espadas (
Sila
, 21).

Arquelao consiguió escapar de nuevo. Esta vez, como los romanos habían dispuesto vigías en la llanura que llevaba hacia el mar, se vio obligado a huir hacia el interior y esconderse durante dos días entre los juncales de la ciénaga. Desde allí, describiendo un rodeo, logró llegar a la costa y embarcó para refugiarse de nuevo en la isla de Eubea.

Tras la victoria, Sila se vengó de las poblaciones beocias que habían acogido al enemigo imponiéndoles duras multas. A Tebas, la ciudad más importante de la zona, le confiscó la mitad de su territorio para devolver con sus rentas los tesoros que había tomado de Delfos y los demás santuarios.

La paz de Dárdanos

D
espués de aquello ya no se libraron grandes batallas en Grecia, que quedó de nuevo bajo control romano. Entretanto, en Asia las tornas también estaban cambiando y Mitrídates sufría sus propios problemas. Al conquistar la provincia romana, el rey del Ponto había beneficiado sobre todo a las clases inferiores, redistribuyendo tierras y liberando esclavos. Las élites locales no se sentían demasiado contentas con él, y cuando les llegaron noticias de las victorias de Sila, no tardaron en conspirar para asesinar a Mitrídates. En una de aquellas conjuras participaron cuatro de sus amigos, hombres influyentes de Esmirna y de Lesbos, mientras que en Pérgamo se organizó otro complot con ochenta implicados.

Para combatir contra aquella oposición, Mitrídates recurrió a la tortura y el terror, e hizo ejecutar a más de mil quinientas personas en Asia Menor. Pero pronto le llegaron malas noticias de otros flancos. En Galacia, con el fin de prevenir futuras rebeliones, había invitado a un banquete a los gobernantes locales y los había hecho asesinar a traición junto con sus mujeres y sus hijos. Sin embargo, tres de ellos lograron escapar, organizaron la resistencia y expulsaron a las tropas del Ponto.

Por otra parte, el ejército romano enviado por Cinna seguía camino hacia el este. Su jefe, Valerio Flaco, que era un mediocre general, no duró demasiado tiempo, porque un subordinado llamado Fimbria hizo que los soldados se amotinaran contra él y lo asesinaran. Después, Fimbria tomó el mando y cruzó a Asia Menor. Tan solo contaba con dos legiones, pero Mitrídates tampoco tenía demasiadas tropas que oponerle, ya que había enviado dos ejércitos a Grecia. Tras arrasar varias ciudades, Fimbria consiguió expulsar a Mitrídates de su base en Pérgamo y lo persiguió hasta la ciudad costera de Pitane, donde consiguió cercarlo.

Por otra parte, la flota que tanto esperaban los romanos había aparecido por fin: tras conseguir barcos en Chipre, Fenicia, Panfilia y Rodas, Lúculo se había dedicado a recorrer la costa de Asia Menor saqueando e infligiendo varias derrotas a los enemigos.

Fimbria pidió ayuda a Lúculo para cerrar el cerco sobre Mitrídates también por mar. Allí podría haber terminado esa guerra y las siguientes tal vez ni habrían existido. Pero Sila, que estaba en contacto con Lúculo, le prohibió de modo terminante colaborar con Fimbria: si este conseguía atrapar al rey del Ponto, toda la gloria de aquella guerra en la que Sila llevaba más de un año empeñado iría a parar a sus manos.

Lúculo obedeció a su superior y Mitrídates logró escapar. Los últimos reveses habían hecho comprender al rey que debía renunciar, al menos de momento, a sus planes de dominación sobre el Egeo, de modo que ordenó a Arquelao que se pusiera en contacto con Sila para entablar conversaciones de paz.

Pese a que habían sido encarnizados enemigos en el campo de batalla, cuando Sila y Arquelao se conocieron personalmente no tardaron en simpatizar, algo no tan inusitado entre generales de bandos contrarios que han aprendido a respetarse a fuerza de tretas y contratretas. Mientras negociaban y viajaban hacia Asia, Arquelao se convirtió en huésped del procónsul, que tuvo incluso la deferencia de detener toda la expedición para esperar a que el general de Mitrídates se repusiera de una enfermedad.

Durante las conversaciones entre ambos, Arquelao recordó a Sila que Mitrídates había sido amigo de su padre (un dato que ya mencionamos y que hace pensar que el progenitor de Sila no era un personaje tan oscuro como se suele afirmar). El general romano contestó con patente sarcasmo que Mitrídates había necesitado perder ciento sesenta mil hombres para acordarse de esa amistad. La cifra es muy exagerada, porque volvemos a algo que ya hemos comentado a menudo: derrotar a un ejército no significaba destruirlo por completo, y los autores antiguos disparaban cifras con tanta alegría como los convocantes de manifestaciones.

Por otra parte, Sila, cuyas memorias son la fuente principal de esta historia, albergaba buenos motivos para hinchar la cifra de enemigos muertos: ciento sesenta mil eran exactamente el doble que los ochenta mil romanos e itálicos asesinados en las Vísperas asiáticas. Podía presentar aquel «dos por uno» como una venganza cumplida. Porque, en realidad, Mitrídates iba a acabar yéndose de rositas, algo que Sila sabía que depertaría la indignación en muchos romanos, y necesitaba argumentos para justificarse.

La paz entre ambos se firmó en Dárdanos, un lugar situado cerca de Troya. Los términos eran los siguientes: Mitrídates se retiraría de la provincia de Asia, y también devolvería Bitinia a su legítimo soberano Nicomedes y Capadocia a Ariobarzanes, aquel rey de quita y pon. Asimismo, pagaría dos mil talentos como indemnización de guerra y entregaría a los romanos cincuenta naves de guerra perfectamente equipadas. Para sellar el acuerdo, Sila terminó abrazando y besando a Mitrídates como aliado de Roma.

Nadie que hubiera combatido antes con Roma había salido jamás tan bien librado. Las pérdidas de Mitrídates se reducían a los dos mil talentos y los cincuenta barcos, que alguien con sus recursos se podía permitir con cierto desahogo. Renunciar a los territorios que había arrebatado por la fuerza únicamente suponía regresar al
statu quo
anterior a la guerra sin perder nada de lo que tenía.

A las tropas de Sila no les hizo ninguna gracia aquel acuerdo. Después de haber masacrado a decenas de miles de compatriotas, se permitía a Mitrídates regresar impune a su reino y llevarse de Pérgamo todos los tesoros que había saqueado durante esos años.

Para evitar un motín, Sila explicó a sus tropas que si Mitrídates se aliaba con Fimbria —lo que significaba hacerlo con Cinna—, se iban a ver en problemas, de modo que era mejor dejar las cosas como estaban. ¿Llevaba razón?

Aunque tal vez habría podido terminar la guerra contra el rey del Ponto y ahorrarle a Roma futuros quebraderos de cabeza, Sila tenía sus motivos. Una cosa era derrotar a Mitrídates en Grecia, en campo abierto. Otra bien distinta combatirlo dentro su propio reino, un país de relieve complicado que Mitrídates conocía a la perfección y que habría que conquistar de valle en valle y de montaña en montaña. Sería una guerra larga y cara, cada vez más lejos de Roma.

Y el peor problema se hallaba, precisamente, en Roma. Allí Sila contaba cada vez con menos partidarios, mientras que Cinna había afianzado su poder todavía más haciéndose elegir para un tercer consulado.

Con Mitrídates en retirada, lo más urgente era encargarse de Fimbria, que estaba acampado en Tiatira, a las afueras de Pérgamo. Cuando Sila acudió allí, los soldados de Fimbria empezaron a pasarse en masa a su bando: el carisma que siempre había poseído Sila se veía multiplicado ahora por la aureola de vencedor que rodeaba al general que había tomado Atenas y derrotado a dos ejércitos del Ponto. Fimbria, comprendiendo que no tenía nada que hacer, renunció al mando, fue a Pérgamo y se suicidó en el templo de Asclepio.

Ahora que se había librado de la amenaza más apremiante, Sila se tomó las cosas con cierta calma. En primer lugar, tenía que reorganizar la provincia de Asia, donde Roma había perdido muchos años de ingresos. Para compensarlos y también como indemnización de guerra, condenó a las ciudades que habían apoyado a Mitrídates a pagar veinte mil talentos, diez veces más que el rey. Con el fin de recolectar esa suma, dividió la región en cuarenta y cuatro distritos y envió a sus soldados como cobradores, ya que la red de publicanos había desaparecido después de las Vísperas asiáticas.

Las represalias no se detuvieron aquí. Las ciudades que se negaron a obedecer vieron cómo sus murallas eran demolidas y sus habitantes vendidos como esclavos. Las demás —excepto las que habían apoyado a Roma, como Magnesia o Rodas— tuvieron que alojar a los hombres de Sila durante el invierno del 85-84, pagando dieciséis dracmas al día a cada soldado y cincuenta a los centuriones. Esas dieciséis dracmas equivalían más o menos a sesenta y cuatro sestercios, lo que significa que en una sola semana cobraban casi cuatrocientos cincuenta sestercios, el equivalente a su sueldo anual. No es de extrañar que con eso y con el reparto del botín los soldados olvidaran cualquier intención de amotinarse.

En verano del año 84, Sila regresó a Europa con un convoy de naves tan largo que necesitó tres días para llegar de Éfeso al Pireo. A Grecia, que había quedado muy empobrecida por la guerra, le tocó sobrellevar de nuevo la manutención del ejército romano. Curiosamente, pese a la destrucción que había sembrado en Atenas, a Sila se le levantaron estatuas en la ciudad e incluso el festival anual en honor de Teseo se rebautizó con su nombre.

Como buen aristócrata romano, Sila aprovechó aquellos meses para dedicarse a una mezcla de turismo y saqueo. En Eleusis, donde había acampado durante el asedio de Atenas, se hizo iniciar en los misterios de Deméter y Perséfone. También se apoderó de varias bibliotecas completas, gracias a lo cual se leyeron en Roma obras de Aristóteles y Teofrasto hasta entonces desconocidas. Por desgracia, algunas de las naves que transportaban aquellos tesoros culturales se perdieron, como una en la que viajaba un célebre cuadro del pintor Zeuxis.

En aquella época sufrió un grave ataque de gota, que le entretuvo algún tiempo más. Para curárselo, visitó unas fuentes termales en el norte de la isla de Eubea. No sabemos si era muy aficionado a la carne, pero al vino sí, lo que no podía venirle bien a su afección.

El regreso a Italia y la guerra civil

M
ientras Sila estaba en Asia y Grecia, no había dejado de cruzar cartas con el senado. Aquel intercambio de misivas había empezado por iniciativa de Lucio Flaco, que era por entonces el
princeps senatus
. Para hacerse valer, Sila alardeaba en sus mensajes de los logros militares de toda su vida, que empezaban por la campaña contra Yugurta y proseguían con una larga lista hasta la derrota de Mitrídates. Después le recordaba al senado que su mujer y sus hijos habían tenido que huir de Roma para salvar su vida. Por eso, anunció, estaba dispuesto a tomar venganza y castigar a sus enemigos, que también lo eran de la República.

Temiendo las consecuencias de esta venganza y buscando la conciliación, el senado envió una delegación a Sila. Este exigió, para empezar, que se anulara su declaración como enemigo público y que se le restituyeran sus propiedades y todos sus honores. Por supuesto, lo mismo debía hacerse con sus amigos.

Mientras los senadores buscaban un acuerdo, le pidieron a Cinna que no reclutara nuevas tropas, algo que parecería una medida hostil. Haciendo caso omiso, Cinna se autoproclamó cónsul junto con su colega Papirio Carbón. De este modo ninguno de los dos tuvo que presentarse en Roma para convocar las elecciones, y en su lugar se dedicaron a reclutar un ejército por toda Italia.

Una vez dispuestas sus tropas, Cinna se las llevó a Ancona, un puerto situado en la región del Piceno. Su intención era cruzar el Adriático para enfrentarse a Sila en Grecia. De ese modo, le evitaría a Italia los horrores de una nueva guerra tan sangrienta como la que habían librado Roma y los aliados.

Aunque todavía no había llegado el invierno, la época en que el mar se cerraba a la navegación (una prohibición que muchos generales se saltaban en caso de urgencia), el segundo convoy de naves sufrió una tormenta. Para desánimo de Cinna, los supervivientes que arribaron de nuevo a la costa italiana no regresaron al campamento en Ancona, sino que desertaron y volvieron a sus ciudades de origen.

Cinna convocó a los demás soldados a una asamblea con la intención de arengarlos para evitar ulteriores defecciones. Pero la violencia flotaba en el ambiente. Cuando un soldado se negó a abrir paso a la comitiva del cónsul, un lictor le golpeó con las
fasces
. Un segundo legionario salió en defensa de su compañero agrediendo al lictor. Aquello desató una pelea multitudinaria y las iras se concentraron sobre Cinna. Mientras los hombres que estaban a unos metros de distancia le lanzaban piedras, los que se hallaban más cerca de él desenvainaron sus armas y lo mataron a cuchilladas.

De manera tan indigna terminó quien había sido el hombre más poderoso de Roma durante casi cuatro años, Lucio Cornelio Cinna. Hay que señalar que, pese a la forma tan violenta en que entró en Roma con Mario, luego se había comportado con suficiente moderación como para conseguir apoyos entre el senado. Como punto positivo de sus consulados, gracias a medidas como la reducción de las deudas a la cuarta parte, Cinna había logrado mejorar la situación económica, que era crítica después de la Guerra Social.

El otro cónsul, Papiro Carbón, prefería no tener un colega que le hiciera sombra, de modo que se negó a viajar a Roma para presidir la elección. Pero cuando los tribunos amenazaron con despojarlo de su cargo, no tuvo más remedio que ceder y regresar a la ciudad. Antes de los comicios, sin embargo, se produjeron diversos auspicios negativos, como un rayo que cayó en el templo de la diosa Ceres, por lo que los augures decretaron que el cónsul terminase el año en solitario. Carbón renunció al plan de Cinna de cruzar a Grecia por miedo a otro motín, e incluso hizo regresar a los soldados que ya se encontraban en Dalmacia.

Eso no significaba que deseara la paz con Sila. Tanto Carbón como los demás partidarios del difunto Cinna estaban convencidos de que, si el senado y Sila llegaban a un acuerdo, ellos iban a acabar muy mal. Su única posibilidad de supervivencia política y seguramente personal era vencer a Sila con las armas, por lo que se negaron a cualquier componenda con él.

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