De todas formas, Arquelao no se quedó demasiado tiempo allí. El ejército del Ponto ya se había puesto en marcha desde Tesalia, y Mitrídates envió a Arquelao la orden de que abandonara el Pireo y relevara a Taxilas al mando de aquellas tropas.
Según Plutarco, en aquella enorme hueste había cien mil soldados de infantería, diez mil de caballería y noventa carros provistos de hoces en las ruedas. Aunque poner en duda las fuentes antiguas siempre es problemático, resulta difícil de creer un número tan elevado, principalmente por cuestiones logísticas, porque organizar a un ejército tan grande habría sido una pesadilla. Tengamos en cuenta, además, que no estaba formado por «mulas de Mario», lo que significa que por cada soldado había al menos un asistente. Si reducimos a la mitad el número de soldados, obtendremos una cifra más razonable y similar a la que movían otros ejércitos helenísticos. En cualquier caso, no deja de ser una conjetura.
C
uando supo que aquel ejército venía hacia el sur, Sila decidió abandonar la comarca del Ática y dirigirse a la región vecina de Beocia. Pero antes de irse, ordenó destruir las fortificaciones del Pireo para evitar que volvieran a servir de base al enemigo. Fue otra gran desgracia para la posteridad, porque no perdonó ni tan siquiera la
Skeuotheke
o Arsenal. Aquel edificio de ciento veinte metros de longitud que unía el puerto militar al Ágora del Pireo era una obra maestra de tiempos de Alejandro diseñada por el arquitecto Filón. Como tantas obras perdidas del pasado, ahora solo podemos imaginar cómo habría sido en su momento de esplendor.
Algunos criticaron a Sila por dirigirse a Beocia, ya que allí había algunas llanuras que resultaban apropiadas para desplegar los carros y la caballería, y eso, en teoría, favorecía al enemigo. Pero Sila se hallaba convencido, como casi todos los generales romanos, de que podía vencer en campo abierto. Además, tras el prolongado asedio de Atenas y el Pireo, en el Ática apenas quedaba alimento para sus hombres y necesitaba el trigo de los fértiles llanos de Beocia.
Existía una razón más. En Tesalia había seis mil hombres al mando del legado Lucio Hortensio, un general muy competente que había venido desde Italia en algún momento después de Sila. Es posible que aquellas tropas fueran la avanzadilla del ejército que Cinna había decidido enviar a Grecia bajo el mando de su colega Valerio Flaco, el cónsul que había nombrado tras la muerte de Mario.
La intención de Cinna era que Flaco relevara a Sila como general en Grecia y Asia. Eso quiere decir que, si Hortensio era legado de Flaco, debería haberse opuesto a Sila. Pero una vez en Tesalia, Hortensio comprendió que si quería que él y sus hombres sobrevivieran, lo mejor era pasarse al bando del procónsul, por lo que le envió mensajeros para unirse a él.
Ambos quedaron en reunirse en Beocia. Gracias a los servicios de un guía que lo llevó a través del monte Parnaso, Hortensio pudo viajar por una ruta paralela a la que seguía el ejército de Arquelao sin que los enemigos lo descubrieran. Sus seis mil soldados supusieron un refuerzo bienvenido para Sila, que veía cómo la Fortuna a la que tanto se encomendaba le guiñaba un ojo.
Cuando Arquelao llegó a Beocia, él y Sila jugaron al ratón y al gato durante tres días en una serie de complicadas maniobras con las que el general de Mitrídates buscaba cortar las líneas de comunicación romanas. Por fin, la batalla se libró en una llanura cerca de la ciudad de Queronea. Si hacemos caso a Plutarco, eran ciento diez mil pónticos contra quince mil romanos. Que fueran cincuenta mil contra treinta y cinco mil suena mucho más verosímil.
Sila colocó al grueso de su infantería en el centro y desplegó a la caballería en las alas, poniendo a su legado Murena al mando del flanco izquierdo. Hortensio y sus hombres se apostaron en la ladera que dominaba la llanura de Queronea por la parte sur. Su misión era actuar como reserva y no perder de vista la acción para acudir en auxilio allí donde fueran necesarios. Sila sabía de sobra que tendría que recurrir a las cohortes de Hortensio, porque el frente del enemigo era más amplio que el suyo. Además, Arquelao disponía de amplia superioridad en caballería e infantería ligera, unidades de gran movilidad con las que, a buen seguro, intentaría flanquear a las legiones romanas.
Apenas empezaron las hostilidades, Sila ordenó a su infantería avanzar hacia el enemigo a través de la llanura. Al tomar la iniciativa, los legionarios dejaron sin espacio al arma psicológica de Arquelao, los carros falcados. De esta manera, evitaron que adquirieran la velocidad suficiente como para que las afiladas hoces de sus ruedas sembraran estragos. En palabras de Plutarco, cuando aquellos vehículos no lograban acelerar eran tan ineficaces como un proyectil que no tiene impulso. Los hombres de Sila detuvieron la carga de los carros sin dificultad y, cuando la mayoría de los aurigas hicieron volver grupas a sus caballos, se mofaron de ellos y gritaron entre aplausos «¡Que salgan más, que salgan más!», como si se encontraran en el circo contemplando las carreras.
A continuación, la primera fila romana cargó contra el centro enemigo, compuesto por una falange de escudos apretados entre los que sobresalían las afamadas sarisas macedónicas, picas de más de cinco metros de longitud que ofrecían un espectáculo pavoroso. Pero los romanos, siguiendo el ejemplo de sus antepasados en Pidna, lanzaron sus
pila
para desordenar la falange y después intentaron apartar las sarisas moviendo sus espadas de lado a lado para abrirse paso y llegar al cuerpo a cuerpo, donde los hoplitas enemigos se hallaban en desventaja. Simultáneamente, por encima de sus cabezas, sus compañeros disparaban flechas incendiarias y jabalinas, que poco a poco sembraron la confusión entre las tropas enemigas.
Mientras ambas infanterías chocaban, Arquelao estaba intentando —y consiguiendo— flanquear a Murena en el ala izquierda del ejército romano. Hortensio acudió en su ayuda con cinco cohortes, pero Arquelao mandó dos mil jinetes contra él antes de que pudiera tomar contacto con Murena y lo sorprendió al pie de la ladera, amenazando con rodearlo.
Desde el otro lado del campo de batalla, Sila divisó el peligro. Sin perder tiempo, tomó a la caballería de su ala derecha, que todavía no había trabado contacto con el enemigo, y la llevó por detrás de sus legiones para acudir en socorro de Murena y Hortensio.
Arquelao distinguió el estandarte de Sila entre la nube de polvo que levantaban los jinetes enemigos y comprendió que ahora era el flanco derecho romano el que había quedado desprotegido. Demostrando sus reflejos como general, dejó allí para luchar contra Murena a sus
khalkaspídes
o «escudos de bronce», una unidad de infantería de choque. Olvidándose por el momento de Hortensio, tomó de nuevo a su caballería y se la llevó hacia el otro extremo del campo.
¿Qué podía hacer Sila? De pronto, en medio de la polvareda, oía gritos que le llegaban de ambos lados, repetidos además por el eco de las colinas que lo rodeaban. No podía acudir a todas partes al mismo tiempo, así que decidió dejar a Hortensio con cuatro cohortes para reforzar a Murena y él mismo tomó a la otra cohorte con la caballería y acudió de nuevo a la derecha.
La llegada del general a un punto del campo de batalla siempre reforzaba la moral de los soldados que combatían allí, máxime si venía apoyado por caballería, con el efecto psicológico del tamaño combinado de corcel y jinete y el intimidante estruendo de los cascos al galopar. Al ver a Sila, los legionarios del flanco derecho cobraron nuevos ánimos, cargaron contra el enemigo y lograron romper sus filas.
Comprendiendo que era el momento decisivo, ese instante en que un último esfuerzo logra desequilibrar la balanza, Sila ordenó una ofensiva general. Por fin, la moral del enemigo se quebró y se produjo la desbandada. Arquelao trató de refugiarse en el campamento, pero al ver que los romanos lo asaltaban huyó de allí con los supervivientes y pasó a la isla de Eubea por el canal del Euripo. Este es tan angosto que hoy se cruza por puentes, uno de los cuales no llega a cien metros de longitud. Sin embargo, los romanos no tenían barcos para atravesarlo, de modo que no pudieron evitar que Arquelao se les escapara.
Tras la batalla, Sila reunió parte del botín conquistado y prendió una gran pira para dar gracias a los dioses. También erigió dos trofeos con sendas inscripciones, una en griego para dedicarle el triunfo a Nike, la Victoria, y otra en latín para Marte y Venus. Asimismo, en la ciudad de Tebas se celebraron juegos y obras teatrales para festejar el resultado de la batalla.
Por esas fechas cayó el último reducto de Atenas, la Acrópolis. Acuciados por la falta de agua, Aristión y el resto de los defensores se entregaron a Curión, que había quedado al mando del último asedio. Al saberlo, Sila ordenó que los ejecutaran a todos menos a Aristión, aunque un tiempo después también le dieron muerte.
Poco después de la batalla, a Sila le llegó la noticia de que el ejército de Valerio Flaco, que se suponía que iba a quitarle el mando, había desembarcado en el Epiro y se dirigía a Tesalia. Él mismo se puso en marcha hacia el norte dispuesto a salirle al paso, y no precisamente para entregarle sus legiones.
Pero mientras se hallaba de camino le llegaron novedades alarmantes. Mitrídates había enviado un nuevo ejército, mandado por Dorileo. Las tropas, que llegaron a la isla de Eubea en una gran flota, se reunieron allí con los restos del ejército de Arquelao y volvieron a cruzar el canal para invadir Beocia.
Sila no podía permitirse dejar al enemigo a sus espaldas, de modo que regresó al sur con sus legiones y se dispuso a librar la segunda gran batalla del verano del año 86. El lugar donde se enfrentaron esta vez fue Orcómeno, en una llanura a unos diez kilómetros al este de Queronea. Allí, en la orilla sur del lago Copais (en realidad, más que un lago era una vasta marisma), se libró una primera escaramuza. El resultado fue adverso para el ejército del Ponto. Dorilao, que había llegado algo subido de humos, comprobó que Arquelao tenía razón al decirle que no convenía combatir de frente a los romanos, y le cedió el mando.
Decidido a una táctica de desgaste, Arquelao acampó en la parte este de la llanura, la más pantanosa. Sila quería combatir, pero eligiendo el escenario. Y, puesto que de nuevo se hallaba en inferioridad numérica y aquella explanada no le convenía, decidió transformarla como buen romano. Para ello, sus hombres empezaron a cavar zanjas de tres metros de anchura a ambos lados del campo de batalla elegido, estrechándolo de tal manera que los jinetes enemigos no pudieran flanquearlos como había estado a punto de ocurrir en Queronea.
Arquelao, percatándose de lo que ocurría, mandó a su caballería contra los hombres que excavaban. Estos, por supuesto, contaban con la protección de soldados armados. Pero los que se hallaban situados en la parte izquierda del campo no resistieron el ataque y empezaron a recular.
Aquello era justo lo que quería evitar Sila. Si aquellas zanjas no se terminaban, los carros y la caballería enemiga podrían desplegarse por allí, atravesar la llanura y atacar a su ejército por la retaguardia en una maniobra envolvente.
La situación era tan grave que Sila comprendió que debía motivar a sus hombres con el ejemplo. Sin dudarlo, bajó de su caballo, tomó con sus propias manos un estandarte y corrió entre sus hombres mientras gritaba: «¡Para mí será hermoso morir aquí, romanos! ¡Pero vosotros, cuando os pregunten dónde abandonasteis a vuestro general, recordad esto y contestad que en Orcómeno!».
Avergonzados, los fugitivos frenaron su huida y mantuvieron el terreno mientras dos cohortes del flanco derecho acudían en su ayuda. Gracias a eso, Sila consiguió hacer retroceder a la caballería de Arquelao y sus hombres prosiguieron excavando.
Sin embargo, el enemigo no se iba a rendir fácilmente, y lanzó una nueva ofensiva. La caballería atacó por el flanco derecho, donde combatió y murió con valor Diógenes, yerno de Arquelao.
Mientras tanto, en el centro, Arquelao había dispuesto una triple línea de combate: primero los carros falcados, a continuación la falange de sarisas y detrás de esta más infantería de choque, entre la que había tropas itálicas, muchos de ellos esclavos fugados.
Sila había desplegado asimismo a sus legiones en triple formación, pero a la manera romana, dejando amplios huecos entre las unidades. Sin que lo viera el enemigo, los hombres del segundo escalón habían clavado en el suelo largas estacas que apuntaban hacia delante, una técnica defensiva conocida más tarde como «caballo de Frisia».
Cuando los carros cargaron una vez más, los hombres del primer escalón abrieron pasillos ante su avance, mientras que los del segundo se refugiaron tras las estacas. Al mismo tiempo, todo el ejército gritó al unísono y los soldados de infantería ligera dispararon sus flechas y jabalinas. Muchos de los vehículos enemigos, que en esta ocasión habían cobrado algo más de impulso, se enredaron entre las estacas, donde fueron presa fácil para los romanos. Otros dieron media vuelta, pues los caballos se habían espantado con aquel griterío, y fuera de control se volvieron contra su propia falange, sembrando el caos en sus filas.
Arquelao reaccionó enviando jinetes al centro desde las alas, pero Sila le salió al paso con los suyos. En aquel campo reducido, Arquelao no pudo hacer valer su superioridad en caballería y fue rechazado. El avance romano continuó imparable, empujando a los enemigos de regreso a su campamento. Llegó un momento en que los arqueros del ejército póntico se encontraron tan presionados que ya no podían usar los arcos, de modo que sacaban las flechas de las aljabas a puñados y las agarraban como espadas para herir a los romanos con sus puntas. Finalmente, todos tuvieron que retroceder hasta la empalizada y pasaron una noche terrible entre muertos y heridos.
Al día siguiente, al ver que los romanos estaban rodeando su campamento con un foso a menos de doscientos metros de su empalizada, Arquelao comprendió que iban a quedar cercados y, pese a la derrota de la víspera, lanzó una última ofensiva desesperada. De nuevo, los romanos los hicieron retroceder, hasta que se entabló una batalla encarnizada en una esquina de la empalizada. Allí destacó un tribuno llamado Basilo, que trepó el primero al parapeto enemigo y abrió el camino a los demás para que entraran en tromba y tomaran el campamento.
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