Roma Invicta (36 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

En parte, las antipatías que se ganó Druso se debían a su temperamento. Se hallaba tan convencido de que poseía la verdad que a menudo se mostraba antipático y altivo. Así lo demostró cuando los enviados del senado le pidieron que asistiera a una sesión para explicar sus propuestas y les respondió que era mejor que los senadores acudieran adonde estaba él. En una ocasión, discutiendo sobre las leyes agrarias delante de la asamblea, el cónsul Filipo le interrumpió. Ni corto ni perezoso, Druso ordenó a sus clientes que lo sacaran de allí, misión que cumplieron con tanta energía que el cónsul salió de allí sangrando a chorros por la nariz.

Pero Filipo obtuvo su venganza. A propuesta suya, todas las leyes de Druso fueron anuladas con un solo
senatus consultum
. La excusa era que habían sido promulgadas en contra de los auspicios: la
lex Caecilia Didia
entraba en acción.

Druso empezó a sospechar que su vida corría peligro, por lo que procuraba salir de su casa lo menos posible. No obstante, tenía esta abierta para quienes acudían a consultarle, pues una de sus principales obligaciones era la de estar siempre disponible para prestar
auxilium
a los miembros de la plebe. Se daba la circunstancia, además, de que cuando se hizo construir su mansión en el Palatino, el arquitecto le ofreció levantar unos muros muy altos para que nadie pudiera espiar lo que hacía en su interior. Druso, que se jactaba de no tener que ocultar nada, respondió: «Si tanta habilidad tienes, edifica mi casa de tal manera que todo el mundo pueda ver lo que hago».

Precisamente en el umbral de su casa, cuando acababa de regresar del Foro, una persona camuflada entre la pequeña multitud que solía rodear a Druso lo apuñaló en un costado. El tribuno se desplomó y a las pocas horas murió. Antes de expirar se le atribuyen unas palabras que reflejarían bien el alto concepto que tenía de sí mismo y de su misión: «Amigos y parientes, ¿cuándo creéis que volverá a tener la República un ciudadano como yo?».

La guerra social

D
esde hacía tiempo, los aliados itálicos de Roma tenían la misma reivindicación: querían compartir los frutos del imperio en igualdad de condiciones, ya que en cada campaña aportaban la mitad o más de las tropas y sus jóvenes derramaban su sangre por la República.

La relación entre esos aliados y Roma había empeorado a partir del año 133, con las reformas de Tiberio Graco. En tierras italianas se requisaron bastantes terrenos que estaban siendo explotados por campesinos que no eran ciudadanos romanos para entregárselos a otros que sí lo eran. Aquello creó nuevas tensiones entre las comunidades itálicas y Roma, y muchos acudieron a la urbe para protestar contra la ley de Graco y pedir los mismos derechos que los romanos. Para evitar esta agitación, en 126, el tribuno Junio Peno propuso que se expulsara a los itálicos de la ciudad. Al año siguiente la colonia latina de Fregelas se sublevó y la revuelta fue aplastada con dureza.

Las tensiones entre los aliados y la República siguieron fermentando durante décadas. Puede que dichas tensiones estuvieran más o menos soterradas o que, simplemente, nuestras fuentes olvidaran mencionarlas. Pero es indudable que existía un profundo malestar entre los aliados, y la prueba es que la muerte de Livio Druso, el campeón de su causa, desencadenó un estallido súbito y brutal.

Al parecer, a los romanos los pilló por sorpresa. Pero no es que no se hubieran dado ciertos avisos. Por ejemplo, en el año 91, en una reunión de líderes itálicos celebrada en el monte Albano se tramó una conjura para asesinar a los cónsules del año. Si se salvaron fue porque el mismo Druso, que tenía contactos con los conspiradores, advirtió a Filipo.

Ahora, tras la muerte de Druso, los aliados pensaron que por las buenas no obtendrían nada y decidieron ir directamente a la guerra. Como se solía hacer en tales casos, los pueblos rebeldes negociaron primero entre ellos en secreto e intercambiaron rehenes entre sí como garantía de lealtad a la nueva coalición. Eso estaba prohibido de manera tajante por Roma, que había organizado su alianza de una forma absolutamente centralizada: si se dibujara un diagrama para representarla, habría líneas rectas a modo de radios uniendo a cada comunidad con Roma, pero ninguna línea transversal enlazando esas comunidades entre sí.

Cuando los romanos empezaron a sospechar lo que ocurría, enviaron emisarios a las diversas ciudades para que averiguaran qué se estaba tramando. Uno de ellos fue el pretor Quinto Servilio, que, al enterarse por un informante del intercambio de rehenes, viajó a la ciudad de Ásculo, situada en el Piceno. Cuando se dirigió a sus ciudadanos en tono altivo, como si fueran esclavos en lugar de aliados, estos pensaron que sus planes habían sido descubiertos. Su reacción fue drástica: no solo dieron muerte al pretor, sino también a los miembros de su séquito y a todos los ciudadanos romanos que vivían en Ásculo. Como es habitual en tales casos, la codicia se sumó a los rencores enquistados, y los rebeldes saquearon las propiedades de los romanos asesinados.

La chispa de Ásculo terminó de prender la hoguera y los aliados declararon abiertamente la guerra a Roma. El nombre de este conflicto, Guerra Social, puede provocar confusión. No se trató de una lucha entre distintas clases sociales, sino de un enfrentamiento instigado por las élites de los pueblos rebeldes contra la élite romana. En este caso, el adjetivo «social» deriva del término latino
socii
, «aliados», así que una denominación quizá más correcta sería Guerra de los Aliados.

No todos los pueblos de Italia se sublevaron contra Roma. La revuelta se centró sobre todo en las regiones montañosas del centro y el sur de Italia, en torno a dos núcleos: el marso, situado en la parte central, y el samnita, al sur. Para coordinarse, los rebeldes situaron su capital en la ciudad de Corfinio, situada en un cruce de las rutas que unían a marsos y samnitas.

Como muestra de sus intenciones, los aliados rebautizaron Corfinio con el nombre de Italia. También establecieron un senado formado por quinientos representantes de las ciudades confederadas y acuñaron sus propias monedas. Algunas de estas se conservan, y son muy significativas: en ellas aparece un toro que representa a Italia corneando a la loba romana y con el miembro erecto como si fuera a violarla.

La nueva alianza podía movilizar a unos cien mil hombres, que se organizaban en unidades y combatían con tácticas prácticamente iguales que los romanos. Durante el primer año de la guerra, el 90, consiguieron tomar por sorpresa a los ejércitos de la República y les infligieron varias derrotas. Resultaba paradójico, porque lo que deseaba la mayoría de los rebeldes —exceptuando a los samnitas, que guardaban un odio ancestral por los romanos— no era destruir Roma, sino incorporarse a ella como miembros de pleno derecho.

Los romanos lo acabaron entendiendo; aunque más bien tarde, como suele suceder. En octubre del año 90, el cónsul Lucio Julio César promulgó una ley por la que se concedía la plena ciudadanía romana a todos los aliados que habían permanecido leales, pero también a quienes abandonaran las armas en un breve plazo de tiempo. Debido a esta norma y a otras que la ampliaron, los sublevados fueron perdiendo efectivos rápidamente: las comunidades que se pasaban al bando romano engrosaban los ejércitos de la República con sus propias tropas, de modo que diez mil hombres que abandonaban la alianza rebelde significaban de pronto una diferencia de veinte mil a favor de Roma.

Aun así, la guerra se prolongó durante los años 90 y 89, y dio coletazos hasta el 88. Dada la gravedad de la situación, Roma había movilizado a todos sus hombres disponibles, de modo que Sila tuvo que servir como legado a las órdenes del cónsul del año 90, Lucio Julio César. Al principio de la campaña no llevó a cabo grandes cosas. Pero al acercarse el final del año, el azar hizo que rematase una operación que había iniciado precisamente su rival Mario.

El veterano general, que había cumplido ya los sesenta y siete años, se había convertido en comandante de las tropas del norte después de que el cónsul Rutilio Lupo muriera en una emboscada junto al río Liris y su legado cayera en una trampa que le tendió el líder enemigo, Popedio Silón. Este intentó que Mario se enfrentara a él en campo abierto, enviándole mensajes desafiantes: «Si de verdad eres tan gran general, Mario, baja a campo abierto a luchar conmigo». A lo que Mario, siguiendo la prudente táctica de Fabio Máximo en la guerra contra Aníbal, contestaba: «Si tú eres tan buen general, oblígame a combatir aunque no quiera».

Sin embargo, en la operación mencionada, Mario no tuvo más remedio que luchar, pues una tropa de rebeldes marsos atacó a sus hombres. Los romanos consiguieron repeler la ofensiva y poner en fuga a los marsos, que se internaron en una extensa zona de viñedos separados por tapias. Mario, prudente o tal vez lento de reflejos por la edad, dio orden de no perseguir al enemigo.

Al sur del viñedo se encontraba acampado Sila, que al ver la desbandada de los marsos desplegó a sus hombres y los atacó. Como resultado de las dos batallas, murieron más de seis mil enemigos y muchos más huyeron abandonando las armas sobre el terreno. Esta fue la última colaboración —si bien parece que fortuita e involuntaria— entre Mario y Sila.

Después de este éxito, Sila adquirió más protagonismo en las operaciones del año 89. Al principio sirvió bajo el nuevo cónsul, Porcio Catón. Pero cuando este pereció en combate, Sila se hizo cargo de sus tropas, y a partir de ese momento fue cosechando éxitos en Campania y en el Samnio. En cambio, Mario no conseguía ninguna victoria que le diera lustre. Al final, amargado, decidió renunciar al mando alegando que el cuerpo no le daba más de sí; algo que seguramente era cierto.

No todo fueron luces en las campañas de Sila. Aunque sus hombres lo recompensaron con la corona de hierba, también lo pusieron en un brete cuando asesinaron al legado Albino Postumio con palos y piedras. En lugar de sancionarlos, Sila dejó correr el asunto asegurando que sus hombres, por temor al castigo, lucharían a partir de ese momento con más valor para ganarse su benevolencia. Quizá no fue capaz de localizar a los culpables individuales, o es que odiaba a Postumio y no quería compartir el mando con él. Pero aquella lenidad manchó su reputación y justificó a los críticos que decían que Sila se ganaba a sus hombres no con el ejemplo, sino dejándoles manga ancha.

Tras los primeros reveses, los romanos iban reduciendo poco a poco a los rebeldes, actuando tanto en lo político como en lo militar. En el año 89 se aprobaron nuevas leyes que concedían la ciudadanía a más aliados, lo cual hace pensar que, si hubieran actuado así antes, podrían haberse ahorrado esa guerra fratricida.

Por otra parte, en noviembre cayó una de las principales fortalezas rebeldes, Ásculo. El general que la tomó fue el cónsul Pompeyo Estrabón, que la arrasó y masacró a sus habitantes en venganza por lo que habían hecho con sus convecinos romanos al principio de la guerra. La matanza no debió turbar sus sueños, pues Pompeyo Estrabón no era conocido precisamente como un alma caritativa; sus propios soldados lo temían más que respetaban. Entre los jóvenes que servían con él se encontraban tres personajes que con el tiempo se convertirían en protagonistas importantes de la historia de Roma: su hijo Cneo Pompeyo, Lucio Catilina y Marco Tulio Cicerón. Sin duda este último, hombre poco marcial, se sintió horrorizado por la matanza de Ásculo.

El conflicto aún se mantuvo un tiempo con algunos focos encendidos, como la ciudad de Nola, cerca de Nápoles, que resistía el asedio de las tropas de Sila. Este, dejando allí varias legiones, regresó a Roma a finales del año 89 para presentarse a las elecciones como cónsul. De todos los generales que habían servido en la Guerra Social, él era quien podía presentar mejor hoja de servicios; desde luego, muchísimo mejor que la de Mario, lo que sin duda colmaba de satisfacción a Sila. Como bono a favor para los votantes, había humillado en varias batallas a los enemigos más odiados de todos, los samnitas.

Esta vez no se produjo un primer intento fallido, como le había ocurrido con el cargo de pretor. A los cincuenta años, una edad relativamente tardía, Sila se convirtió en cónsul. Había vuelto a poner a su rama familiar en lo más alto del
cursus honorum
. Ahora, si todo iba bien, podía alcanzar logros aún mayores. La Guerra Social había distraído los recursos y la atención de la República, pero ya era hora de volver los ojos a Oriente. Allí, el expansionismo agresivo del rey Mitrídates exigía una respuesta.

Sila sabía que aquella sería una guerra como las de principios del siglo
II
, en la que podría conseguir la gloria y, al mismo tiempo, un botín mucho mayor que el que Mario había arrancado a cimbrios y teutones. Cuando el senado le asignó el mando de esa campaña —el otro cónsul, Pompeyo Rufo, se encargaría de apagar los últimos rescoldos de la rebelión aliada—, Sila se las prometió muy felices. Demostrando que la diosa Fortuna le sonreía, ese mismo año se casó con Cecilia Metela, viuda de Escauro, el
princeps senatus
, e hija del pontífice máximo. De vivir en el bajo de un bloque de apartamentos y emborracharse con actores y prostitutas, había pasado a formar parte de la élite de Roma, la ciudad más poderosa del mundo.

Poco podía sospechar Sila que las cosas se le iban a complicar. Y mucho.

Pero antes de continuar con él, debemos viajar al este para averiguar qué se cocía, o más bien qué hervía en Asia Menor.

Mitrídates, el enemigo

E
l personaje al que debía enfrentarse Sila era ya una leyenda en vida; en buena parte, porque él se había esforzado para que así fuese. Según cuenta Justino (37.2), el año en que fue engendrado Mitrídates apareció un cometa que brilló durante setenta días y arrastraba una cola tan larga que ocupaba una cuarta parte del firmamento. Del mismo modo, cuando quince años después empezó a reinar volvió a contemplarse otro cometa tan espectacular como el primero.

Los antiguos solían ver a los cometas como heraldos de desastres. En este caso, gracias a la propaganda del propio Mitrídates se consideraron indicios de su futura grandeza. ¿Llegó esta propaganda tan lejos como para inventar incluso la existencia de dichos cometas?

Esa ha sido la opinión de algunos historiadores desde hace tiempo. Sin embargo, las observaciones de los astrónomos de la corte de la dinastía Han en China confirman que en 135 y 119 aparecieron dos cometas que brillaron durante unos dos meses entre finales del verano y el otoño. En concreto, el cometa de 135 apareció en la constelación de Pegaso, lo cual explica por qué Mitrídates escogió a este caballo alado como emblema personal.

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