Dispuestos a evitarlo, decidieron saltarse a la torera la ley y presentarse a las elecciones. Saturnino pretendía repetir como tribuno y Glaucia pasar de pretor a cónsul sin perder la inmunidad de magistrado ni un solo día. Al fin y al cabo, ¿no llevaba Mario cinco consulados seguidos incumpliendo las normas?
Para su sorpresa, Mario hizo bueno el refrán «Consejos vendo que para mí no tengo». Aunque Saturnino consiguió ser renovado como tribuno, cuando Glaucia se presentó a las elecciones, Mario, que las presidía como cónsul en ejercicio, lo rechazó diciendo que incumplía la ley.
El tándem no estaba dispuesto a rendirse. Ese mismo día, sus seguidores mataron a golpes en plena calle a Memio, uno de los candidatos a cónsul. Se da la circunstancia de que este Memio había empezado su carrera con políticas populares cuando en 111, siendo tribuno de la plebe, presionó tanto a la opinión pública que el senado no tuvo más remedio que declararle la guerra a Yugurta. Ahora, su asesinato hizo que se aplazaran indefinidamente las elecciones.
Ante la situación, el senado recurrió al mismo expediente que en la época de Cayo Graco: el
senatus consultum ultimum
o estado de emergencia. Esa noche pocos debieron dormir en Roma. Según Plutarco, Mario recibió en su casa a una comisión de senadores presidida por Escauro, quien le presionó para que cortara amarras con sus aliados e interviniera como cónsul aplicando el
SCU
.
Entretanto, en el ala opuesta de su mansión tenía a otro visitante, que no era otro que Saturnino. Para tratar con él y con los senadores al mismo tiempo sin que unos ni otros se enteraran, Mario alegó que debía ausentarse cada pocos minutos por culpa de un ataque de diarrea. (A los romanos, que departían amigablemente mientras estaban sentados en asientos contiguos de las letrinas públicas, no les incomodaba nada comentar la calidad de sus deposiciones y tránsitos intestinales).
Fuera real esta historia o un infundio de sus enemigos, Mario se decidió al final por el bando senatorial. ¿Podría haber actuado de otra forma? Tal vez sí. Aquella crisis le ofrecía la posibilidad de convertirse en amo de Roma y reformar el Estado, como haría otro personaje unos años después (aunque su reforma fuese dirigida en sentido opuesto).
Si Mario no lo hizo, fue porque realmente no lo deseaba. Él, como ya hemos dicho, quería que la élite romana dejara de considerarlo un
outsider
. Con el tiempo, ser elegido censor y quizá
princeps senatus
, envejecer convertido en una figura venerable y respetada y ver cómo los demás padres de la patria asentían aprobando sus discursos.
Para conseguir todo eso, Mario no tenía más remedio que aplicar el
SCU
. Al día siguiente repartió armas entre los ciudadanos —probablemente, muchos de ellos veteranos suyos— y organizó a toda prisa una milicia. Tras una breve batalla en el Foro, Saturnino y sus partidarios se retiraron al Capitolio, el mejor sitio para resistir un asedio. El único magistrado que se unió a ellos fue el cuestor Cayo Saufeyo. Todos los demás, incluidos los tribunos de la plebe, obedecieron el decreto de emergencia y se unieron a Mario.
El asedio del Capitolio no se prolongó demasiado tiempo, pues los sitiadores cortaron el suministro del agua; esta llegaba por el
aqua Marcia
, el acueducto más largo de Roma, que se había construido cuatro décadas antes. Apremiados por la sed, los cercados se rindieron, confiándose a la protección de Mario. Mientras se decidía qué hacer con ellos, Mario los encerró bajo custodia en la Curia Hostilia.
Pero unos cuantos exaltados treparon al techo de la Curia, levantaron varias tejas y empezaron a lanzarlas desde las alturas contra Saturnino y sus compañeros, hasta que los mataron a todos. En cuanto a Glaucia, se había refugiado en casa de un amigo llamado Claudio. Sus perseguidores lo encontraron allí, lo sacaron a la calle y lo asesinaron.
¿Hasta qué punto Mario y otras autoridades intentaron impedir que aquellos fanáticos mataran a Saturnino y las demás personas encerradas en la Curia? Se ignora. El asesinato era la salida más rápida contra gente que también había recurrido a la violencia, ciertamente. Pero no se podía ocultar que tres magistrados en ejercicio —un tribuno, un pretor y un cuestor— habían muerto sin juicio previo.
Aquel no dejaba de ser un peligroso precedente que arrastraría consecuencias durante mucho tiempo. En el año 63, Julio César llevó a juicio a un anciano senador, Cayo Rabirio, por su implicación en la muerte de Saturnino; según se contaba, este Rabirio había llegado al extremo de exhibir la cabeza de Saturnino en un banquete. Resulta curioso que un César todavía en su camino de ascenso al poder eligiera una causa como esta para ganar popularidad. Eso demuestra que, lejos de las versiones tenebrosas de Saturnino que nos han dejado los historiadores, años después de su muerte el vehemente tribuno seguía siendo un símbolo e incluso un mártir para buena parte del pueblo romano.
Las consecuencias de la caída de Saturnino no fueron tan drásticas como las de la muerte de Cayo Graco. De entrada, no se produjo una represión generalizada ni se anularon todas las leyes propuestas el tribuno. Lo que intentaron los oligarcas del senado fue no ponerlas en práctica. Sin embargo, no debieron de conseguirlo por completo, pues hay pruebas numismáticas que demuestran que se asignaron parcelas en el valle del Po tal como había propuesto Saturnino.
En ello debió de influir Mario, que aunque en el año 99 dejó por fin de ser cónsul, mantenía un gran poder. Poder he dicho, que no prestigio: pese a que había encabezado la represión contra Saturnino, el senado no se lo agradeció. De hecho, el grupo de partidarios de Metelo Numídico, encabezado por su hijo, empezó a presionar enseguida para que el máximo rival de Mario regresara de su exilio en Esmirna.
Cuando los optimates se salieron con la suya y Metelo volvió, Mario decidió abandonar la ciudad y se dirigió a Asia para visitar las regiones de Capadocia y Galacia. Alegó como razón que tenía que cumplir una promesa y rendir culto a Cibeles, diosa oriental a la que la mitología grecorromana identificaba con Rea, la madre de Zeus/Júpiter.
Nunca hay que subestimar la piedad religiosa de los antiguos. Por otra parte, muchos miembros de la élite romana hacían viajes que, por su finalidad, únicamente podríamos calificar como «turísticos». Sin embargo, parece más probable que Mario se fuera de Roma por huir de un ambiente político cada vez más adverso.
Varios autores antiguos sospecharon que su verdadera razón era incluso más retorcida: puesto que Mario había descubierto que la política en tiempo de paz no se le daba demasiado bien, quería buscar un nuevo escenario de guerra en Oriente.
Por eso, según narra Plutarco, Mario se reunió en privado con Mitrídates del Ponto, un rey cuyas tendencias expansivas y belicistas auguraban ya el conflicto que no tardaría en producirse. En esa entrevista, Mario le espetó con su habitual falta de diplomacia: «O consigues hacerte más poderoso que los romanos, o haces lo que se te ordene sin rechistar».
La ausencia de Mario hizo que el péndulo del poder oscilara de nuevo hacia el senado. Algunos políticos populares sufrieron represión, como el tribuno Furio, que se había opuesto al regreso de Metelo y fue linchado por una multitud. (Saturnino y sus secuaces no eran los únicos que recurrían a la violencia, como se ve). Pero, en general, los métodos no fueron tan drásticos y se limitaron a llevar a juicio a personajes como el tribuno Ticio, que había presentado en 99 otra ley agraria, o a otros cuyo delito consistía en tener en su casa imágenes de Saturnino.
Para reforzar el poder del senado y debilitar el de las asambleas populares, los cónsules del año 98 presentaron la
lex Caecilia Didia
. Esta norma prohibía presentar paquetes de leyes, con lo que se pretendía evitar que los tribunos u otros magistrados mezclaran medidas atractivas y difíciles de rechazar con otras consideradas revolucionarias y peligrosas.
La
lex Caecilia Didia
también establecía un plazo de tres
nundinae
o días de mercado entre la promulgación de una ley y su aprobación en asamblea, de modo que el senado pudiera preparar medios para contrarrestar las propuestas que no fueran de su agrado. Por si eso fuera poco, si se infringían los auspicios al preparar una ley, esta quedaría invalidada. La decisión de si se había pasado por alto algún mal augurio —un trueno, una estrella fugaz, incluso un estornudo inoportuno si llegaba el caso— debía tomarla, por supuesto, el senado.
En esta época en que el senado recuperó buena parte de la influencia perdida tras la guerra de Yugurta, destacó cada vez más el antiguo lugarteniente de Mario, Lucio Cornelio Sila, que acabó convirtiéndose en el auténtico paladín de la causa de los optimates. Algo curioso, porque a su manera también era un
outsider
. Aunque Sila ya ha aparecido en este relato varias veces, es hora de que posemos nuestra lupa sobre él.
S
ila, que nació en 138, pertenecía a una de las siete ramas de la prestigiosa
gens
patricia Cornelia. Para su desgracia, la suya era la más oscura. De sus antepasados directos, el único que llegó a cónsul fue Publio Cornelio Rufino, que alcanzó esa magistratura y en 285 fue nombrado dictador. Sin embargo, su prestigio se mancilló cuando en 275 el censor Fabricio lo expulsó del senado por exhibir su riqueza y su amor al lujo usando una vajilla de plata de diez libras (algo más de tres kilos).
Esa expulsión otorgó a Rufino una fama duradera, aunque no deseable, pues los moralistas lo utilizarían a menudo como ejemplo negativo. Refiriéndose a él, Valerio Máximo escribió que le parecía increíble que en la misma ciudad en que diez libras de plata habían parecido una propiedad ahora se considerase una vergüenza no ser rico (2.9.4).
Después de Rufino, nadie de su rama familiar llegó a cónsul. El abuelo de Sila, Publio, fue pretor en el año 186 y tras su mandato gobernó Sicilia. En cuanto a su padre, que se llamaba también Lucio, es un personaje gris del que no sabemos gran cosa. Al menos se sospecha que debió de participar en alguna de las comisiones senatoriales que viajaban a Asia, porque en una ocasión el rey Mitrídates le recordó a Sila, para ganarse su benevolencia, que él había sido amigo de su padre.
Este progenitor que apenas dejó huella en la historia no legó nada a su hijo. O eso cuentan los historiadores antiguos, pero es una afirmación exagerada. Habría que matizar la frase «no legó nada» o sustituirla por «no le dejó una gran fortuna».
Para empezar, Sila recibió la educación típica de los nobles, de modo que dominaba el griego y también las letras latinas. Una formación así no salía barata: recordemos que el récord de precio de venta de un esclavo lo había batido un gramático.
Como muestra de su pobreza, Plutarco explica que Sila vivía en una casa alquilada en la planta baja de una
insula
, por la que pagaba tres mil sestercios al año. Para que tengamos una referencia con la que comparar, un legionario ganaba cuatrocientos cincuenta sestercios al año, muy lejos de la renta que le cobraban a Sila. Añadamos a esto que se trataba de un jinete consumado, y que la equitación no era una práctica que se pudieran permitir los pobres de solemnidad.
A decir verdad, Sila era un hombre acomodado si se lo comparaba con la inmensa mayoría de la población de Roma. El problema para él era que no le interesaba compararse con los de abajo, sino con los de arriba, y ahí era donde quedaba en ridículo.
En los tiempos que corrían, las diez libras de plata de su antepasado Rufino eran cosa de risa. Si uno quería ascender en el
cursus honorum
, tenía que mantener un tren de vida muy elevado, dar suntuosos banquetes y mostrarse muy generoso con las personas que contaban en la alta sociedad. El patrimonio de Sila no alcanzaba para eso, de modo que desde un punto de vista relativo sí se puede considerar que era pobre. Así lo consideraban también los demás aristócratas, que lo miraban con desdén.
Si su falta de dinero ya suponía un obstáculo para su carrera política, peores eran sus costumbres. En lugar de juntarse con otros jóvenes patricios como él, Sila frecuentaba la compañía de actores, bailarines y demás personas relacionadas con el teatro que entonces, como en tantas otras épocas, eran consideradas «gentes de mal vivir».
¿Lo hacía por gusto o porque se veía rechazado por sus supuestos iguales? En buena parte se debía a lo primero, y así lo demuestra que mantuviera estas amistades poco recomendables toda su vida, incluyendo una relación amorosa con el actor Metrobio. Las combinó, además, con su afición a la literatura, escribiendo farsas atelanas que se seguían representando cincuenta años después de su muerte.
Viendo a aquel calavera que se pasaba el tiempo bebiendo, cantando y bailando hasta altas horas de la noche, ¿quién podría imaginarse que llegaría a ser el hombre más poderoso de Roma y, por tanto, de todo el Mediterráneo?
Quizá cuando era joven ni siquiera tenía previsto emprender carrera política. En cualquier caso, poseía cualidades innatas para triunfar. Todos coincidían en que irradiaba un encanto personal irresistible, mucho más que el tosco Mario. Siempre procuraba ganarse a los demás haciéndoles favores, dentro de lo que le permitían sus recursos. Por otra parte, tenía una memoria de elefante para recordar a quién le debía cada favor y quién se lo debía a él y, como los Lannister de los famosos libros de George R. R. Martin,
Juego de tronos
, siempre pagaba sus deudas.
Su aspecto físico también le ayudaba a destacar, pues se salía de lo habitual entre los romanos. Era pelirrojo y tenía la piel tan blanca que enseguida se le marcaban manchas encarnadas, sobre todo cuando montaba en cólera. Sus ojos eran claros, de un color azul puro e intenso que fascinaba e inquietaba al mismo tiempo a quienes quedaban prendidos en su mirada.
Gracias a su atractivo, Sila consiguió que se fijara en él una mujer rica llamada Nicópolis (un alias para una cortesana o actriz, o ambas cosas a la vez). Constituía un tópico que los hombres se encaprichaban de las cortesanas hasta el punto de perder la razón y a menudo la fortuna. Pero en el caso de Sila fue Nicópolis quien se enamoró de él y lo nombró su heredero.
La madrastra de Sila, que poseía un patrimonio considerable, también se acordó de él en su testamento. Cuando ella y Nicópolis murieron más o menos por la misma época, la suma de ambas herencias permitió a Sila presentarse a cuestor, cargo que obtuvo en el año 107.