Roma Invicta (89 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Cuando intentó entrevistarse con el rey, César descubrió que no se encontraba en Alejandría por culpa de una guerra dinástica. En su testamento, Auletes no había designado único heredero a su hijo Ptolomeo, sino también a su hija mayor Cleopatra,
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que de hecho ya había sido corregente con su padre durante unos años. Para que sus últimas voluntades se cumplieran, Auletes había nombrado albacea al pueblo romano.

En teoría, Cleopatra y Ptolomeo no eran solo hermanos, sino también esposa y esposo, una costumbre que se había iniciado a mediados del siglo
III
con Ptolomeo Filadelfo, «el que ama a su hermana». Cuando César llegó a Alejandría, Ptolomeo XIII tenía trece años y Cleopatra veintiuno. El matrimonio, por el momento, no se había consumado, y no parecía que fuera a consumarse nunca, ya que ambos hermanos se aborrecían.

Según fue averiguando César, Cleopatra había reinado prácticamente sola desde el año 51 aprovechando que su hermano era todavía un niño; así lo demuestran muchos decretos de aquella época que aparecen firmados únicamente con el nombre de ella. Pero dar de lado al jovencísimo Ptolomeo fue un error, pues a su alrededor se formó una camarilla de intrigantes que conspiraban contra Cleopatra. En ella destacaban tres personajes: el maestro de retórica Teódoto, el general Aquilas y, sobre todo, el eunuco Potino, que no tardó en convertirse en
dioikétes
, un cargo que equivalía a visir o a primer ministro.

Cuando César llegó a Alejandría, el país acababa de sufrir varias sequías seguidas. A decir verdad, en Egipto apenas caía una gota de agua, y habría formado parte del desierto del Sahara sin más de no ser por el Nilo. Este río, merced a las lluvias torrenciales que caían en las tierras altas de Etiopía durante el monzón, experimentaba a principios del verano una gran crecida que inundaba y regaba las tierras egipcias. Además depositaba en ellas limo, una fértil arenilla de origen volcánico que arrastraba desde sus fuentes etíopes. La inundación, que se producía paradójicamente cuando los demás ríos del Mediterráneo se secaban, era vital para la subsistencia de los egipcios. Por eso el río estaba lleno de nilómetros, medidores del nivel de las aguas que indicaban cómo venía la crecida y servían para prever las cosechas y los tributos que debían cobrarse.

La inundación del año 50, por segunda vez, había sido tan escasa que las cosechas prácticamente se habían perdido. Ese año, Ptolomeo firmó por primera vez un decreto conjunto con su hermana, una ley que establecía que todos los excedentes de grano y legumbres debían enviarse a Alejandría. Era la forma de evitar revueltas en la ciudad. A cambio, el resto de Egipto empezó a pasar hambre, porque el término «excedentes» era bastante optimista, y se produjeron disturbios por todo el país.

La sequía hizo que la popularidad de Cleopatra se resintiera, y diversos problemas relacionados con la presencia de los gabinianos y el envío de barcos y alimentos al bando pompeyano en la guerra civil la deterioraron todavía más. Gracias a eso, Ptolomeo y su camarilla consiguieron imponerse sobre la joven reina, cuyo nombre desapareció de los decretos en el verano del 49.

Poco después, Cleopatra tuvo que exiliarse de Alejandría y huyó a Siria. Pero, como tantas mujeres de su dinastía, no se resignaba fácilmente a perder en el juego del poder, y enseguida reclutó un ejército formado por sirios y mercenarios judíos. En octubre del 48, por lo que César averiguó, dicho ejército se encontraba en la frontera oriental de Egipto, en la costa norte del Sinaí. Para detener la invasión, su hermano Ptolomeo XIII había salido a su encuentro con sus propias tropas y se encontraba acampado en la ciudad de Pelusio.

Eso explicaba que César hubiera encontrado el palacio prácticamente vacío. Pero pocos días después se presentaron ante él el eunuco Potino y el rétor Teódoto. Traían un regalo de buena voluntad de parte de Ptolomeo XIII para el cónsul de Roma, explicaron. Cuando César abrió la vasija que contenía aquel obsequio, descubrió con horror que se trataba de una cabeza humana.

Era la de Pompeyo.

Unos días antes, el 28 de septiembre, la pequeña flotilla de Pompeyo había arribado a Pelusio. Allí ancló a cierta distancia de la orilla, pues en aquella costa tan lisa las aguas eran poco profundas y las naves se embarrancaban con facilidad. Tenían a la vista el campamento de Ptolomeo, acuartelado en la frontera para impedir la invasión del ejército de su hermana. Pompeyo envió un bote con una carta, recordando al joven rey la amistad que le unía con su padre y pidiéndole audiencia.

Cuando supieron que Pompeyo el Grande estaba tan cerca, el rey y sus tres principales consejeros se reunieron para deliberar. Las noticias de la victoria de César en Farsalia ya habían llegado a Egipto. ¿Qué debían hacer? Si ayudaban a Pompeyo y este se recuperaba de su derrota, conociendo cómo había actuado en el resto de Oriente era de suponer que intentaría conquistar Egipto y quitarles a ellos el poder. Y si Pompeyo perdía de nuevo en la guerra contra César, sería este quien querría vengarse de todos aquellos que le hubieran prestado auxilio.

La mejor opción parecía congraciarse con César, el vencedor, librándolo de su mayor enemigo. Pompeyo quedó condenado con una frase lapidaria del retórico Teódoto: «Los hombres muertos no muerden». Ptolomeo hizo enviar una barcaza para recoger a Pompeyo. En ella viajaban el general Aquilas y dos oficiales gabinianos que habían servido en la campaña de Oriente, llamados Septimio y Salvio.

Desde la barcaza, Septimio saludó a Pompeyo como
imperator
para ganarse su confianza. Luego le explicó que si quería ver al rey debía subir a bordo de esa pequeña embarcación, ya que en la orilla apenas había fondo para un trirreme. Pompeyo, aunque no estaba demasiado convencido, decidió seguir las instrucciones. Cuando su esposa Cornelia le pidió que no fuera con aquellos hombres, él respondió citando los versos de una tragedia perdida de Sófocles: «Cuando un hombre se acoge a la protección de un tirano, en esclavo se convierte aunque como hombre libre haya llegado» (Plutarco,
Pompeyo
, 78).

Apenas se habían alejado unos metros del trirreme cuando Aquilas y Septimio mataron a Pompeyo con sus espadas. El asesinato lo contemplaron los soldados del rey Ptolomeo, que formaban en la playa, y también su esposa Cornelia y su hijo Sexto desde la cubierta del barco. Para no sufrir el mismo destino que Pompeyo, decidieron alejarse de la costa con toda la flotilla.

Al día siguiente, Pompeyo habría cumplido cincuenta y nueve años. Aquilas hizo que le cortaran la cabeza, lo único que le interesaba junto con el sello que llevaba su nombre. El cuerpo lo abandonaron en la playa, desnudo. Su liberto Filipo, que lo había acompañado en la barcaza, utilizó las tablas semipodridas de un bote abandonado para improvisar una pira funeraria y después guardó las cenizas en una urna. Con el tiempo, merced a César, las cenizas le llegaron a su viuda Cornelia, que las enterró en su villa de los montes Albanos.

De esta manera tan indigna acabó quien había sido durante un tiempo el hombre más poderoso de Roma y de todo el Mediterráneo. Había empezado su carrera siendo vanidoso y cruel, y aunque su temperamento se suavizó con la edad no perdió nunca la vanidad, un defecto que lo hacía demasiado fácil de manipular. En el campo de batalla no era un general tan brillante como su enemigo Sertorio o como el hombre que acabó eclipsándolo, César; pero había aprendido a conocer sus limitaciones y poseía un gran talento como organizador. De no haber sentido tal complejo ante los optimates cuya amistad tanto ansiaba, quizá no les habría hecho caso, no habría librado aquella batalla que no quería luchar y la historia de Roma y del mundo habrían cambiado.

Cleopatra y la guerra alejandrina

A
l contemplar el macabro presente que le entregaba Teódoto, César apartó la cabeza. También le entregaron el anillo de Pompeyo, cuyo sello representaba a un león agarrando una espada entre sus zarpas. Según se cuenta, César lloró al verlo. No tenía por qué ser un gesto teatral: la relación personal entre ambos nunca había sido mala y los antiguos no consideraban que hubiera que reprimir ciertas efusiones. Políticamente, no está claro que a César le conviniera la muerte de Pompeyo. Con él tal vez habría podido llegar a un arreglo amistoso, recurriendo a una mezcla de clemencia y generosidad para dejar en un lugar airoso a su antiguo socio. Pero ahora que Pompeyo estaba muerto, iba a resultar imposible firmar la paz con el resto de los optimates, al menos con los más recalcitrantes como Catón, Escipión o el reciente fichaje Labieno. César tendría que derrotarlos por completo, lo que significaba que la guerra civil no había terminado.

¿Por qué no se fue directamente para proseguir la lucha antes de que sus enemigos reorganizaran fuerzas? En
La guerra civil
echa la culpa a los vientos etesios, que en aquella época del año soplaban sobre todo del norte y no le permitían abandonar Egipto. A pesar de todo, no tuvo problemas para enviar mensajeros y pedir que le trajeran provisiones y más tropas de Asia, así que lo del viento suena a excusa.

Al principio, la razón básica de su estancia debió de ser económica. Si el gasto de la guerra civil había sido inmenso hasta ese momento, su victoria lo había acrecentado, pues ahora era él quien tenía que pagar a las legiones pompeyanas que se le habían rendido. Por eso, aprovechando que tenía delante al ministro Potino, César le dijo que quería cobrar parte de la deuda que Egipto tenía con él, y exigió cuarenta millones de sestercios. Con aquello, al menos, podría pagar los sueldos anuales de diez legiones.

Si quería cobrar ese dinero, César necesitaba que hubiera paz en Egipto. Por eso anunció que, como cónsul de Roma y albacea del testamento de Auletes, iba a terciar en la disputa entre Ptolomeo y Cleopatra. Con la arrogancia que solo podía mostrar un romano, ordenó que ambos hermanos disolvieran sus ejércitos y los convocó a una reunión en palacio.

Sin esperar a recibir una autorización que como cónsul de Roma no creía necesitar, César instaló a sus legionarios en el sector palaciego y estableció un campamento para la caballería en una zona de pastos a orillas del lago Mareotis, que bañaba la ciudad por su parte sur. Mientras recorría la ciudad, pudo comprobar que sus habitantes eran gente de armas tomar. Al ver que César marchaba por las calles con sus lictores, los alejandrinos se tomaron aquello como una ofensa a la dignidad de su rey y empezaron a insultarlo. Los abucheos pronto se convirtieron en pedradas y disturbios, y varios soldados que paseaban o patrullaban dispersos por la ciudad fueron asesinados.

Obedeciendo la convocatoria de César, Ptolomeo no tardó en llegar; pero, en lugar de licenciar a sus tropas, las dejó en Pelusio con Aquilas. Lo acompañaban su hermana Arsínoe, que era más joven que Cleopatra, y otro hermano pequeño que, cómo no, también se llamaba Ptolomeo.

Todavía faltaba por comparecer Cleopatra. Pero poco después en el palacio que ocupaban César y sus oficiales se presentó un visitante misterioso, un siciliano llamado Apolodoro. Llevaba al hombro un
stratomatódesmon
, una gran bolsa de cuero de las que se usaban para llevar la ropa a la lavandería. (En el Egipto helenístico, curiosamente, quienes se dedicaban a lavar la ropa para otras personas solían ser varones). Cuando desató los cierres de la bolsa ante César,
voilà!
, apareció Cleopatra.

El autor que transmite esta historia es Plutarco, en su biografía de César. Por alguna razón, la tradición popular convirtió aquel saco de cuero en una alfombra, y con el tiempo salió de ella Elizabeth Taylor en una inolvidable escena. Algunos autores incluso ponen en duda todo el relato por ser demasiado novelesco, ya que no parece propio de la dignidad de una reina que Cleopatra se infiltrara así en su propio palacio. Lo cierto es que para llegar hasta Alejandría la joven tenía que burlar la vigilancia de las tropas de su hermano por tierra o por mar. Eso únicamente se podía hacer de incógnito, y según Plutarco lo consiguió viajando con Apolodoro en un pequeño esquife. Mi opinión personal es que se trata de una historia perfectamente verosímil.

Como casi todo el mundo sabe, César y Cleopatra se convirtieron en amantes. Si no fue esa primera noche, fue pocos días más tarde, pero ocurrió. A partir de ese momento César, que debía ejercer de árbitro en la disputa dinástica entre ambos hermanos, fue cualquier cosa menos objetivo y favoreció en todas sus decisiones a Cleopatra. ¿Qué había visto en ella?

Hablemos primero de su aspecto físico, del que se ha escrito mucho. En general, los textos hablan de su gran belleza. Por ejemplo, Dión Casio la llama
perikallestáte
, «hermosísima» (42.34). Plutarco, más moderado, afirma que la belleza de Cleopatra no era incomparable ni dejaba atónitos a quienes la contemplaban, pero que no obstante poseía un gran encanto (
Antonio
, 27).

Cierto es que los retratos de Cleopatra al estilo griego no la muestran demasiado guapa, y algunos hacen pensar directamente en un loro. Pero hay que tener en cuenta que esas efigies no pretendían embellecer su imagen, sino mostrarla como una gobernante enérgica, casi como un hombre. Las monedas, en particular, la representaban con una nariz aguileña y un mentón tan prominente que llamaría la atención incluso en un hombre. Pero si se compara su perfil con el de muchas monedas acuñadas por otros Ptolomeos, se observan semejanzas que hacen pensar que se trataba de una imagen casi estándar. Para gobernar en un mundo de varones, Cleopatra tenía que irradiar una imagen en cierto modo masculina. Al fin y al cabo, una de las pocas mujeres que había reinado en el Egipto de los faraones, Hatshepsut, se hacía representar con barba.

En las imágenes de estilo egipcio Cleopatra muestra otra imagen menos dura y más serena, propia de una diosa benévola. Pero tampoco sirven para hacernos una idea de cómo era ella, porque a su manera estos retratos eran tan convencionales como los griegos. La conclusión de todo esto es que no podemos saber realmente qué aspecto tenía. No obstante, es lógico suponer que se trataba de una mujer muy atractiva.

Sobre todo, como señala también Plutarco, conversar con ella era un placer, y sus interlocutores podían caer fácilmente en la red de su encanto. Era sumamente inteligente y culta, entendida en ciencias como las matemáticas, la astronomía y la medicina, que había estudiado con los eruditos que enseñaban en la Biblioteca. También dominaba un buen número de idiomas. Entre ellos el egipcio, algo que suena a perogrullesco pero no lo es: sus antecesores, los demás Ptolomeos, usaban solo el griego y dejaban que los escribas e intérpretes tradujeran sus decretos al egipcio. Precisamente uno de esos decretos con su versión griega, jeroglífica y demótica sirvió para que Champollion empezara a descifrar los secretos de la lengua de los faraones.

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