En el otro campamento enemigo, construido al sur de la circunvalación cesariana, Pompeyo se había dado cuenta del ataque. Rápidamente ordenó a la caballería y a cinco legiones que se pusieran en marcha para defenderlo. Lógicamente, los jinetes se adelantaron a los infantes. Al llegar al fuerte que estaba siendo atacado, pasaron por su lado izquierdo y lo rodearon en el sentido de las agujas del reloj.
Eso los llevó a topar de frente con los soldados extraviados del ala derecha de César, que por fin habían visto el campamento y corrían hacia él. No iban en formación cerrada, porque se habían ido separando al cruzar el vallado y además no esperaban encontrarse con ningún enemigo en el camino.
Atacar a grupos dispersos era la misión favorita de la caballería. Los jinetes de Pompeyo irrumpieron entre los legionarios enemigos y empezaron a alancearlos mientras sus caballos los pisoteaban. Los hombres de César fueron presa del pánico y dieron media vuelta para huir, atropellándose unos a otros. En el hueco que habían abierto en el cercado se formó un gran tapón; de modo que, para huir de los jinetes de Pompeyo que los estaban masacrando, muchos treparon al parapeto y saltaron al otro lado sin pensárselo. La altura seguramente no era tanta como para matarse, pero los primeros en caer apenas tuvieron tiempo de levantarse cuando otros compañeros se les precipitaron encima. Muchos murieron así, aplastados en la fosa aledaña a la empalizada; al menos, sirvieron de colchón para que otros salvaran la vida.
En el campamento atacado, los hombres del ala izquierda de César presenciaron lo que ocurría con sus compañeros, y también vieron que se acercaban las cinco legiones de Pompeyo. Al comprender que podían quedarse encerrados allí dentro, corrió la voz del «¡Sálvese quien pueda!», y todos huyeron sin orden ni disciplina.
César intentó evitar el desastre, plantándose delante de los soldados e incluso agarrando con sus manos los estandartes de los que huían. Aquello le había servido a Sila en la batalla de Orcómeno para detener una desbandada, pero los soldados de César estaban tan aterrorizados que no hicieron caso de su general. Uno de los signíferos llegó al extremo de darle la vuelta al estandarte para clavarle la punta del regatón a su general. César se salvó porque uno de sus escoltas reaccionó a tiempo y cortó el brazo de aquel hombre con su espada.
La batalla podía haber acabado mucho peor. Pompeyo sospechó que la huida de los soldados de César era una añagaza y refrenó a sus soldados para que no los persiguieran. De lo contrario, tal vez habrían tomado el campamento, masacrado a tres legiones y apresado o matado al mismo César. Este se dio cuenta y comentó más tarde a sus allegados: «Hoy mis enemigos podrían haber terminado la guerra de haber tenido a un general que supiera vencer» (Apiano,
BC
, 2.62).
Aun así, el resultado fue otro desastre. En el ataque de unos días antes, César ya había sufrido muchas bajas, pero en este perdió novecientos sesenta soldados, treinta y dos mandos entre centuriones y tribunos y otros tantos estandartes. Después de Gergovia era su segunda gran derrota, y en circunstancias que podrían considerarse parecidas. A la hora de coordinar operaciones nocturnas con grupos separados de tropas, Pompeyo había demostrado que era mejor general que César.
A cambio, le faltó generosidad en la victoria. Pompeyo entregó a los prisioneros a Labieno, que se burló de ellos llamándolos «camaradas», y después los mató a la vista de los hombres de César.
P
osiblemente César pasó la peor noche de su vida, pero no es algo que confiese en su libro
La guerra civil
. Al día siguiente reunió a sus tropas y las arengó, como había hecho después de Gergovia. Hasta entonces todo les había ido bien, les recordó, pero de repente la suerte les había fallado. La culpa no era de ellos, pues la fortuna era la principal fuerza en los asuntos de la guerra. A partir de ahora, como habían hecho después de Gergovia, debían esforzarse por compensar con su valor los errores cometidos la noche anterior.
Para alivio de César, la moral de la tropa apenas había bajado. Sus soldados lo aclamaron, se echaron la culpa a sí mismos por aquel revés y se mostraron dispuestos a entrar en combate aquel mismo día para lavar su honor. César les mandó paciencia y les dijo que ya llegaría su ocasión.
Después de aquello degradó a algunos portaestandartes, porque su falta al abandonar sus puestos era mucho más grave que la del resto de los soldados: aquellas insignias no solo poseían valor religioso y simbólico, sino que eran el punto de referencia al que se levantaban las miradas de todos los soldados, ya que marcaban la posición y los movimientos de cada unidad. Un estandarte perdido era una unidad desorientada.
César comprendió que no tenía sentido continuar allí. Pompeyo había conseguido romper su cerco por el sur, convirtiendo en inútiles tanto trabajo y tantas privaciones. Pero en la guerra siempre había que mirar adelante. Lo mejor era dejar atrás la costa e internarse en Grecia: si Pompeyo lo seguía, eso lo alejaría de su flota y le haría más difícil recibir suministros para su ejército.
Por supuesto, existía la posibilidad de que Pompeyo decidiera invadir Italia olvidándose de él. Pero César sospechaba que ni él ni los optimates que lo rodeaban iban a hacerlo. En esa cacería, él era la pieza mayor, y no renunciarían a perseguirlo ahora que lo veían tocado tras la derrota y con un ejército que llevaba muchas semanas en un estado cercano a la desnutrición.
Y así ocurrió, en efecto: cuando Pompeyo supo que las tropas enemigas habían abandonado todos sus fuertes y campamentos en Dirraquio, se lanzó en su persecución.
César siguió el camino de la costa hasta llegar a Apolonia, ciudad de la que se había apoderado al principio de la campaña. Allí dejó a sus heridos y lo más pesado de la impedimenta con una guarnición de ocho cohortes. Después se internó en las montañas del Pindo para dirigirse a Tesalia, en cuyas fértiles llanuras esperaba encontrar grano. Quería, además, reunirse con las dos legiones que había enviado a Macedonia con el legado Domicio Calvino para que vigilaran el camino y le cortaran el paso a Escipión, el suegro de Pompeyo, que estaba a punto de llegar de Asia.
Por su parte, Pompeyo tomó otra ruta más septentrional, siguiendo la vía Ignacia precisamente para reunirse con Escipión. Durante unos días, los caminos de cesarianos y pompeyanos se separaron.
Poco después César y sus hombres bajaron de las montañas y llegaron a Eginio, la primera fortaleza de Tesalia. Allí los soldados levantaron la cabeza con asombro para contemplar el fantástico paisaje esculpido por la erosión, las enormes columnas de roca arenisca en cuyas cimas casi inaccesibles se levantan ahora los monasterios de Meteora.
En Eginio, las legiones de César y Calvino se reunieron por fin, y prosiguieron camino hacia el este. Ante ellos se abría la llanura de Tesalia, donde el trigo empezaba a amarillear en las espigas. Estaban a finales de julio, aunque en realidad la posición del eje de la Tierra decía que todavía era mayo. Al grano de los campos le debía faltar un punto para madurar del todo, pero César confiaba en que las ciudades de la zona lo apoyarían, ya que Andróstenes, jefe de la Liga de Tesalia, le había ofrecido su alianza.
Al llegar a Gonfi, la primera población importante de la comarca, se encontraron con las puertas cerradas: la noticia de la derrota de César en Dirraquio había corrido como el fuego y muchas ciudades no querían escoger el bando equivocado. En verdad, en aquel momento todos los factores estaban en contra de César salvo dos: la calidad y la entrega de sus tropas por una parte, y por otra su talento como general. Aunque todavía estaba por ver si lograría superar al de Pompeyo, que en el primer enfrentamiento directo entre ambos lo había superado.
Cuando vio que los habitantes de Gonfi se negaban a abrirles la puertas y proporcionarles alimento, César desencadenó literalmente a sus tropas. Provistos de escalas, manteletes y las típicas vallas que se tendían para cruzar los fosos, los soldados tomaron al asalto la muralla. Por primera vez desde que empezó la guerra civil, César permitió que sus hombres saquearan una ciudad. Los legionarios descargaron toda la frustración de aquellos meses en la población de Gonfi, cuyo destino es preferible no imaginar.
Tras la violencia vino el hartazgo de comida y de bebida. Según Apiano (
BC
, 2.64), como era de esperar después de tantas privaciones se emborracharon como cubas; en particular los germanos, que como todo el mundo sabe —aquí va un comentario xenófobo del historiador— hacen el ridículo cuando beben de más. Pero cuando los soldados de César salieron de la ciudad y continuaron su avance se encontraron mucho mejor, con los organismos bien cargados de carbohidratos.
La crueldad de César no solía ser gratuita: las demás ciudades de la zona, como Metrópolis, supieron escarmentar en cabeza ajena y abrieron las puertas a sus tropas. Prosiguiendo viaje hacia el este, las legiones, cada vez más recuperadas, llegaron a un valle cruzado por el río Enipeo, no muy lejos de la ciudad de Farsalia.
Pocos días después, a primeros de agosto, llegó también el ejército de Pompeyo, reforzado con las dos legiones de su suegro Escipión, y se instaló a unos cinco kilómetros del de César. Ambos generales, como era de esperar, habían buscado emplazamientos adecuados para sus campamentos. En el caso de Pompeyo, se había instalado en las faldas de los montes que delimitaban por el norte la llanura del Enipeo.
Esta vez César no pensó en cercar a Pompeyo, algo en lo que ya había fracasado en Dirraquio. Además, el relieve de la zona no se lo permitía. Lo que hizo fue sacar a sus tropas un día tras otro a la llanura, desafiando a su adversario a entablar combate. Pompeyo también desplegaba a sus soldados, pero lo hacía en el piedemonte al final de la ladera, de tal manera que si los enemigos querían atacarlos tendrían que hacerlo corriendo cuesta arriba. Considerando que Pompeyo tenía casi el doble de hombres que César, este habría cometido una insensatez aceptando unas condiciones tan disparejas.
Excepto cuando se producían emboscadas como las que había sufrido Mario en Numidia o encontronazos fortuitos como el de Quinto Flaminino y Perseo en Cinoscéfalas, en la Antigüedad dos no batallaban si uno no quería. Para provocar a Pompeyo, César adelantaba cada día un poco más sus líneas acercándose paulatinamente a su campamento. Pero no estaba dispuesto a combatir si no era en el llano. Pompeyo, por su parte, se negaba a picar el anzuelo. Pensaba que si peleaba en campo abierto contra el ejército de César tenía posibilidades de derrotarlo, pero estaba convencido de que esas posibilidades se convertirían en certeza si continuaba con su táctica de desgaste.
Después de la experiencia de Dirraquio, César prefería no detenerse demasiado tiempo en el mismo sitio, por problemas de abastecimiento. La noche del 8 de agosto decidió que al día siguiente levantarían el campamento y se dirigirían hacia el nordeste. Imaginaba que Pompeyo los seguiría y en algún momento se presentaría la oportunidad de combatir, aunque lamentaba haber desaprovechado aquella llanura alargada y no demasiado ancha que ofrecía mucho juego para maniobras tácticas.
Lo que no podía sospechar era que la ocasión de enfrentarse se iba a presentar enseguida, pues se estaba discutiendo sobre ella en la tienda de mando de Pompeyo. De hecho, esos debates se llevaban produciendo desde hacía tiempo, ya que uno de los problemas del bando de Pompeyo era que su autoridad no resultaba tan incuestionable como la de César.
Los optimates criticaban a César porque se rodeaba de gente de extracción social más baja, e incluso se permitían reírse del senado que se había reunido con él en Roma porque no contaba en sus filas con personajes de verdadero abolengo. Ellos, sin embargo, eran gente distinguida. Tan distinguida que, a diferencia de los subordinados de César, que solían aceptar sus órdenes sin rechistar, no dejaban de protestar y le sacaban punta a todo.
Por ejemplo, Domicio Ahenobarbo había empezado a llamar a Pompeyo «Agamenón», sugiriendo con ello que estaba dilatando tanto aquella guerra como el rey de Micenas, que tardó diez años en conquistar Troya. De paso, le recordaba a Pompeyo que, como Agamenón, no dejaba de ser un
primus inter pares
, un primero entre iguales. Otros decían que en realidad no tenía ninguna prisa por ganar, porque mientras existiera la amenaza de César él podría conservar un poder extraordinario y seguiría dando órdenes a senadores consulares como si fueran sus esclavos y él un «rey de reyes», otro de los apodos que le habían puesto. Un tal Favonio, en particular, sacaba a Pompeyo de quicio cuando le preguntaba en tono zumbón: «¿Qué pasa? ¿Este año tampoco vamos a comer higos de Tusculum?». Al menos, Pompeyo se había librado de Catón, uno de los anticesarianos más beligerantes, dejándolo en Dirraquio a cargo de la flota y los suministros. Catón, como demostraba cuando recurría al filibusterismo parlamentario para boicotear las leyes de César y otros adversarios, podía ser un auténtico tormento para los oídos.
Pompeyo era vanidoso, pero también realista, y los reveses de su campaña contra Sertorio le habían enseñado más que sus precoces victorias al lado de Sila. Mas sus legados no eran tan prudentes como él y estaban convencidos de que iban a aplastar a César casi sin despeinarse. Algunos ya habían empezado a repartirse sus cargos y propiedades sin haberlo derrotado todavía. Entre Ahenobarbo, Metelo Escipión y Léntulo Esfínter discutían quién iba a ser el próximo
pontifex maximus
cuando eliminaran a César, mientras que otros ya habían preparado una lista de cónsules para los años venideros.
A Pompeyo le resultaba muy difícil aguantar las presiones de su entorno, porque, como decía Plutarco, le importaba demasiado la opinión ajena y no soportaba defraudar a sus amigos (
Pompeyo
, 67). Aunque esos amigos fueran tan recientes como los optimates, que lo despreciaban cuando hablaban a su espalda.
Por eso, finalmente cedió y anunció que el día 9 de agosto presentarían batalla. La noche de la víspera, reunió en su tienda a los legados y oficiales y les contó su plan.
La afamada infantería de César ni siquiera iba a entrar en acción, explicó Pompeyo. En cuanto comenzara el combate, su caballería lanzaría una carga contra el flanco derecho. Allí, en la parte norte de la llanura, más abierta, se encontrarían también la mayoría de los jinetes enemigos (por el lado sur corría el río Enipeo y no era buen terreno para las monturas). Pero la caballería de Pompeyo barrería a la de César en cuestión de segundos, ya que iban a ser seis mil contra apenas un millar.