Muchos de ellos alegaron excusas para regresar a Roma, mientras que otros se escondían a llorar de miedo en las tiendas. Puede sonar exagerado, pero debemos recordar que, por lo general, aquellos hombres contenían menos que nosotros la expresión de sus emociones, tanto las buenas como las malas.
El temor es una de las emociones que se contagia con más rapidez en un ejército. Pronto todos los soldados andaban tan asustados que muchos decidieron dictar su testamento a los compañeros que sabían escribir.
César se dio cuenta de que hallaba al borde de la situación más temida por un general: un motín. La única explicación que él ofrece a esa inquietud es el miedo.
Pero el historiador Dión Casio aduce otra causa para este conato de rebelión (38.35): César estaba a punto de llevar a sus legionarios a una guerra muy lejos de la provincia que le habían asignado. Y no tenía autorización del senado para ello ni lo hacía por el interés de la República, sino por conseguir más gloria personal. Todo esto parece más creíble como opinión de algunos tribunos y miembros de la aristocracia; no tanto para los soldados, a los que les importaban menos los detalles legales.
César reunió a los tribunos y también a los centuriones, pues sabía que estos tenían más contacto directo con la tropa y, por tanto, influían más en ella. Primero les echó un buen rapapolvo. ¿Quiénes se creían que eran para cuestionar las órdenes de un procónsul con
imperium
? Su misión era callar y obedecer. Además, incluso si Ariovisto no se avenía a razones y se veían obligados a luchar contra él, ¿por qué le tenían tanto miedo? Su tío Cayo Mario había derrotado a los cimbrios y teutones, que también eran germanos (esa era la opinión más extendida en tiempo de César). Ellos mismos acababan de vencer a los helvecios, que se las habían tenido tiesas con los germanos en más de una ocasión.
Finalmente, les dijo que, si tanto los encogía el pavor, estaba dispuesto a seguir solo con la Décima, a la que en muy poco tiempo había cogido un cariño extraordinario.
La respuesta fue automática. La Décima legión le dio las gracias por esa deferencia y las demás dijeron que no querían quedarse atrás. Fue el último incidente grave que sufrió César con sus soldados hasta nueve años después, en el 49.
Esa misma noche el ejército se puso en camino, no sin antes dejar una guarnición en Vesontio. César tuvo la precaución de pedirle a Diviciaco que los llevara hacia el norte por un camino casi cincuenta millas más largo, pero más despejado. Así se evitaban emboscadas, y por otra parte, viajar a cielo abierto resultaba menos deprimente que abrirse paso entre aquellos bosques densos, húmedos y oscuros que minaban la moral de los hombres.
Siete días después, en la región de la actual Alsacia, sus exploradores le dijeron que habían avistado el campamento de Ariovisto. Al saber que César había venido, el rey germano pudo pensar que había hecho caso a su primera petición —«Si tienes algo que decirme, ven tú a verme»—, por lo que, una vez a salvo su honor, envió emisarios para pedir otra entrevista en terreno neutral. Como condición, Ariovisto estipuló que no debían traer infantería, sino una escolta a caballo únicamente.
La campaña anterior había provocado que César desconfiara de su caballería gala. Para asegurarse de que no le tendían ninguna acechanza, tomó prestados sus caballos y montó en ellos a soldados escogidos de la Décima. Estos bromearon diciendo que su general los había ascendido de repente a équites. Con el tiempo, esta unidad fue conocida como
Legio X Equestris
; algunos atribuyeron tal título a esta anécdota, aunque no existen pruebas de ello.
La entrevista se llevó a cabo en un otero aislado en la llanura, con tan solo diez jinetes por bando y sin desmontar de los caballos. Fue un diálogo para sordos, en el que ambos repitieron los mismos argumentos que habían intercambiado por carta. En cierto momento, Ariovisto comentó que, según sus noticias, había muchos optimates en Roma deseando que él y sus germanos aplastaran a César para librarse de él.
Sin llegar a ningún acuerdo, ambos se separaron. Dos días después, Ariovisto pidió una nueva entrevista. César envió a dos emisarios de confianza y el rey germano los hizo encadenar.
Se había acabado el tiempo de los parlamentos. Durante cinco días seguidos, César sacó a sus tropas del campamento y las desplegó en campo abierto para presentar batalla. Sin embargo, Ariovisto, el mismo que había rechazado cualquier propuesta —llevaba razón en que eran más bien imposiciones—, ahora se negaba a aceptar el combate. César podría haber atacado su campamento; pero lanzar una ofensiva contra una posición fortificada suponía muchas bajas, máxime si el enemigo conservaba sus tropas intactas.
Al sexto día, César ordenó levantar el campamento y construir otro al oeste, pues los germanos estaban cortando su línea de suministros y empezaban a escasear los víveres. Las legiones marcharon en triple línea hasta el nuevo emplazamiento, a poca distancia de los enemigos. Mientras las dos primeras líneas adoptaban una formación defensiva, la tercera se dedicó a excavar una zanja y levantar un terraplén y una empalizada. Una vez terminada la obra, César dejó allí dos legiones y volvió con las otras cuatro al primer campamento. Gracias al segundo fortín, podía proteger los convoyes que le traían provisiones desde el sur.
Al día siguiente, Ariovisto rechazó de nuevo la batalla. Merced a unos prisioneros, los romanos se enteraron por fin del motivo de su renuencia a combatir. Las mujeres que ejercían de adivinas para el rey arrojando las
sortes
, unos trozos de madera con signos grabados, le habían dicho que para vencer a los romanos tenía que esperar hasta la luna llena.
César debió de pensar que, si luchaban antes del plenilunio, sus enemigos no se quitarían de su cabeza aquella profecía y eso minaría en parte su moral. Al día siguiente sacó a sus legiones de ambos campamentos dejando una guarnición mínima y marchó en formación de combate contra la posición enemiga.
En esta ocasión, los romanos se acercaron tanto que Ariovisto no pudo rechazar el combate. Los germanos salieron del campamento repartidos por contingentes tribales. Detrás de ellos se hallaban sus carromatos, desde los cuales las mujeres los exhortaban a vencer en la batalla para que ellas no se convirtieran en esclavas de los romanos.
César formó en esta ocasión con las seis legiones, incluidas la Undécima y la Duodécima, que a fuerza de marchas y escaramuzas ya estaban preparadas para librar una batalla campal. Él mismo formó en el flanco derecho, ya que veía que frente a él, en el ala izquierda del enemigo, las líneas parecían más débiles y existían más posibilidades de romperlas.
Cuando los estandartes y las trompetas dieron la señal de cargar, los legionarios avanzaron a paso ligero. Los germanos, por su parte, se lanzaron contra ellos a la carrera. Todo fue tan rápido que no hubo tiempo de lanzar los
pila
, por lo que los soldados los dejaron caer al suelo para recogerlos más tarde y directamente desenvainaron las espadas.
El primer choque fue extraordinariamente violento. César cuenta cómo muchos de sus hombres saltaban sobre la falange enemiga, arrancaban los escudos de los germanos con las manos y luego los herían desde arriba, aprovechando sin duda que la mayoría de sus adversarios no llevaban armadura como ellos.
El ala izquierda de Ariovisto empezó a perder terreno rápidamente. A cambio, el flanco izquierdo romano también estaba sufriendo apuros, demasiado lejos de César como para que este pudiera acudir en su ayuda. En esta ocasión lo sacó del aprieto el joven hijo de Craso, que mandaba la caballería y tenía más libertad de movimientos. Al percatarse de lo que ocurría, tomó tropas de la tercera línea de reserva y las mandó al flanco izquierdo.
La llegada de estos refuerzos cambió el curso de la batalla. Cuando las mejores tropas germanas —probablemente los mismos suevos con su rey Ariovisto— rompieron filas ante la acometida romana, el resto de sus líneas se desplomaron sufriendo el habitual efecto dominó. Los germanos huyeron en tropel hacia el Rin, que estaba a algo menos de ocho kilómetros, perseguidos por la caballería de César. Algunos lo cruzaron a nado y otros lo hicieron en barcas. El propio Ariovisto se hallaba entre estos últimos y logró así salvar la vida. ¿Qué ocurrió con él después? No se le vuelve a mencionar hasta el libro quinto de
La guerra de las Galias
, en un texto que hace suponer que debió de morir en el año 54.
En la matanza posterior a la batalla perecieron dos de sus esposas y una hija, mientras que otra hija cayó prisionera de los romanos. En el campamento germano se hallaban también los dos emisarios que había enviado César unos días antes y a los que no esperaban encontrar con vida. Uno de ellos, Valerio Procilo, le explicó la razón. Sus captores querían quemarlos; pero cuando las adivinas consultaron a los dioses arrojando las
sortes
, estas respondieron hasta por tres veces que no lo hicieran. Quizá los germanos pensaban sacrificarlos en el plenilunio; de ser así, César había salvado a sus mensajeros obligando a los germanos a adelantar la batalla.
En una sola campaña César había obtenido dos victorias de prestigio. Los germanos, al menos los de Ariovisto, habían dejado de ser una amenaza para la Galia. En cuanto a las tribus congregadas junto al Rin para cruzarlo, dieron media vuelta y regresaron a su país de origen, mientras que los germanos que ya lo habían atravesado fueron atacados por los habitantes de la región.
En octubre, César envió a sus legiones a los cuarteles de invierno en territorio de los secuanos. Era una posición estratégica para vigilar a estos y a los eduos, de cuya facción antirromana no se fiaba, y también para mantener un ojo atento al Rin. Pero aquello dio mucho que pensar a los galos. ¿Por qué los romanos no se retiraban a la Provincia? Muchos empezaron a sospechar que las intenciones de César iban más allá de mantener la seguridad de los territorios que gobernaba como procónsul.
Al cargo de aquellas tropas se quedó Labieno, mientras que César viajó al sur para pasar el invierno en la Galia Cisalpina. Allí tenía tareas administrativas que cumplir, y de paso se encontraba más cerca de Roma para controlar a distancia lo que pasaba en la urbe.
Mientras estaba en la Cisalpina, César reclutó dos legiones más, la Decimotercera y la Decimocuarta. De nuevo lo hizo sin permiso del senado. A esas alturas disponía ya de ocho legiones, el doble que al empezar su mandato como procónsul. Eso, y el hecho de haber dejado a sus legiones en territorio secuano, más allá de la frontera norte de la Provincia, sugieren que ya tenía en mente la conquista de la Galia.
E
n esa conquista debía de estar pensando César cuando escribió aquella frase que ya mencionamos,
Gallia est omnis divisa in partes tres
. Seguramente fue en ese mismo invierno del 58-57 cuando empezó a escribir el primer libro de los
Comentarios sobre la guerra de las Galias
, la obra a la que solemos referirnos como
La guerra de las Galias
o, simplemente, como
Comentarios
.
En su forma definitiva, estos
Comentarios
constan de ocho libros que narran las campañas anuales de César desde el año 58. Los siete primeros los escribió él mismo. En cambio, el último es obra de un oficial y amigo suyo, Aulo Hircio, que lo redactó tras la muerte de César.
¿Por qué los escribió? Siguiendo los modelos de los historiadores griegos, muchos aristócratas romanos se habían dedicado a componer sus propios textos en prosa. Ya hemos hablado en diversas ocasiones de las memorias que redactó Sila. En su caso, el dictador trataba de justificar una vida entera y escribía para la posteridad; al menos, para su posteridad inmediata, ya que mientras componía los últimos libros debía de ser consciente de que le quedaba poco tiempo de vida.
Lo que narraba César era más cercano. Él no escribía tanto para la posteridad como para sus contemporáneos. Su obra era una justificación en el momento, destinada a contrarrestar las acusaciones que Catón y otros enemigos vertían contra él en Roma afirmando que César había iniciado dos guerras innecesarias e injustas por su propio provecho. Eso salta a la vista sobre todo en el primer libro, que es donde más argumentos utiliza para razonar sus acciones militares.
También se trataba de una forma de hacerse propaganda. César sabía que durante varios años no iba a pisar Roma. Eso suponía una gran desventaja, pues su imagen podía volverse cada vez más borrosa en la memoria de los ciudadanos, que a cambio se dejarían influir por los políticos que tenían más a mano en el Foro. Los
Comentarios
, enviados a Roma libro por libro para que se hicieran lecturas públicas, traían el recuerdo de César de nuevo a la memoria de los ciudadanos. Además, ese recuerdo venía ahora nimbado por una aureola nueva y luminosa, la de gran general.
César procuró ser muy cuidadoso en su tono para no caer en el panegírico propio. No hay nada que estrague más el paladar que escuchar o leer el autobombo de otra persona. Es de sospechar, por ejemplo, que una crónica de las conquistas del vanidoso Pompeyo escrita por él mismo habría resultado insoportable (como no poseía la formación literaria de César, Pompeyo había confiado esa tarea a Teófanes de Mitilene, que se encargó de poner por escrito sus campañas en Asia).
César no cayó en esa tentación. Al menos, no demasiado. Si hay algo que puede aburrir al lector o al oyente es la repetición constante del pronombre «Yo, yo, yo…». Él lo evitó refiriéndose a sí mismo en tercera persona, hasta el punto de que, si no supiéramos con certeza que él escribió
La guerra de las Galias
, podríamos creer que se trata de una obra de otra persona.
Por otra parte, César utilizó un estilo conciso, prácticamente desprovisto de la retórica a la que tan aficionados eran otros autores y que tanto empalaga, por ejemplo, en los inacabables discursos de Dión Casio. Cicerón, rival suyo la mayoría de las veces, alabó sus
Comentarios
(
Bruto
, 262): «Son sencillos, directos y elegantes, despojados de todo adorno estilístico como un cuerpo desnudo». Decidido a que la mayoría de la gente los entendiera, César limitó de forma consciente su vocabulario a unas mil quinientas palabras. Salvando las distancias, es algo parecido a lo que hacía Isaac Asimov como divulgador.