Se trata de un recurso estilístico que intenta comunicar una sensación de atropello y urgencia. En realidad, César no podía hacer todo esto a la vez con las seis legiones. Fueron los legados, cada uno de los cuales se había quedado al mando de su unidad, quienes improvisaron las órdenes.
Aun así, aquel ataque imprevisto sembró el caos. Lo admirable es que dicho caos no se convirtiera en terror y en una desbandada general que, en aquellos parajes tan frondosos y plagados de enemigos, habría significado la aniquilación del ejército romano. Quizá los legionarios eran conscientes de ello y supieron controlar el pánico. Por otra parte, hay que tener en cuenta que todas esas legiones, salvo las dos que venían por el río con el bagaje, poseían experiencia de combate contra enemigos muy duros.
Los soldados, siguiendo órdenes de sus centuriones, trataron de formar unidades que en muchos casos eran improvisadas: los hombres que se habían alejado para cortar leña se hallaban lejos de sus centurias, así que acudían allí donde veían enarbolarse el estandarte más cercano. Mientras tanto, César acudió primero al flanco izquierdo para arengar a la Décima a toda prisa —«¡Acordaos de vuestro antiguo valor y resistid el ataque!»—, y después se dirigió a otras unidades: ya que no podía organizar la defensa, al menos quería recordar a sus soldados que estaba allí, con ellos. Pues, por mucho que recalquemos el papel moral del general en combate, siempre nos quedaremos cortos.
Si el propio César cuenta esta batalla de una forma tan impresionista que se ha convertido en uno de los pasajes más célebres de su obra,
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es porque él mismo tuvo grandes dificultades para percibir lo que estaba ocurriendo. A la rapidez con que se desencadenó la lucha se sumaba que aquel paraje estaba sembrado de bosques y de aquellos setos levantados por los nervios que ocultaban la vista en muchos sitios.
En el ala izquierda, las cosas empezaron bien para los romanos. La Novena y la Décima tuvieron tiempo de arrojar sus
pila
y cargar contra la tribu de los atrebates, a los que hicieron retroceder ladera abajo hasta el Sabis, donde mataron a muchos de ellos. Después cruzaron la corriente y siguieron luchando con éxito.
En el centro, la Octava y la Undécima rechazaron asimismo a sus enemigos, en este caso los viromanduos, y bajaron también al río. En la parte derecha quedaban la Séptima y la Duodécima. Allí fue donde atacó Boduognato con el grueso de los nervios, la élite de aquel ejército. Parte de sus hombres flanqueó a los legionarios por el lado izquierdo, que había quedado desguarnecido debido al avance de la Octava y la Undécima, y otra parte embistió de frente.
La situación era crítica. El campamento inacabado estaba a punto de ser tomado por el enemigo, que después podría cargar ladera abajo para atrapar entre dos frentes a las cuatro legiones que combatían junto al río. Rodeados y sin un lugar seguro al que poder retirarse, eso los habría condenado a todos sin remisión.
Los hombres del ala derecha de César se batían como podían, pero la presión de los nervios era tan fuerte que los soldados de la Duodécima estaban apelotonados y apenas podían maniobrar. El primipilo de aquella legión, Sextio Báculo, había recibido tantas heridas que ya no se tenía en pie. También cayeron muchos otros centuriones de la Duodécima, entre ellos todos los de la cuarta cohorte, que para colmo perdió su estandarte. Los soldados de las últimas filas, en lugar de apoyar a sus compañeros, estaban empezando a recular para apartarse de los proyectiles enemigos, un movimiento evasivo que era el preludio de una huida general.
Viendo que todo pendía de un hilo y que se hallaban al borde del desastre, César bajó del caballo, le quitó el escudo a un soldado de las últimas filas y se abrió paso entre sus hombres braceando hasta el frente. Allí, en medio de una lluvia de proyectiles, llamó por su nombre a los centuriones y ordenó a los soldados que dejaran de apelotonarse y abrieran las filas a derecha e izquierda para poder usar las espadas.
Al ver que su general compartía el peligro con ellos en una situación tan adversa, los legionarios de la Duodécima cobraron nuevos bríos y contuvieron el asalto de los nervios. Después, César ordenó que cerraran el hueco que los separaba de la Séptima para protegerse mutuamente la retaguardia, y la batalla se equilibró en lo alto de la colina.
¿Qué ocurría entretanto con las legiones bisoñas que escoltaban la impedimenta? Al ver en dificultades a sus camaradas, acudieron en su ayuda, sorprendiendo a los nervios por un flanco. Al mismo tiempo, Tito Labieno, que había trepado por la loma situada al otro lado del Sabis hasta tomar el campamento enemigo, vio desde las alturas los apuros que corrían César y las dos legiones del flanco derecho. Sin perder tiempo, reorganizó a sus hombres, los hizo bajar al río, cruzarlo de nuevo y atacar la retaguardia del enemigo. Aquel refuerzo subió el ánimo de todo el ejército romano tanto que la caballería y la infantería ligera volvieron a la refriega, e incluso los sirvientes que se encargaban de la impedimenta se unieron a ella.
En cuestión de minutos, los nervios se encontraron rodeados. No obstante, siguieron combatiendo mientras una fila tras otra caía, y los últimos supervivientes trepaban sobre las pilas que formaban sus compañeros muertos para disparar desde arriba. Como ocurría siempre al final cuando la situación se decantaba por un bando, la batalla se convirtió en matanza.
Al final, lo que anduvo al borde de ser una derrota desastrosa se transformó en una de las victorias más renombradas del ejército de César. Este, sin embargo, no pudo ocultar que había cometido una imprudencia que estuvo en un tris de provocar la aniquilación de ocho legiones. No es que en su texto se criticara a sí mismo ni reconociera error alguno, sino que la mera narración de los hechos resultaba lo bastante elocuente como para que cualquier oyente o lector de los
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con experiencia militar comprendiera lo que había ocurrido.
Después de la batalla, las mujeres, ancianos y niños refugiados en las ciénagas enviaron emisarios para pedir la paz a César. Este podría haberlos convertido en esclavos, pero se apiadó de ellos; era la famosa clemencia de César, que sabía manejar como buen político para obtener réditos. No obstante, no todo debía de ser cálculo, ya que los indicios sugieren que no era nunca más cruel de lo que la situación requería. Incluso un autor tan hostil hacia él como Dión Casio decía: «César era de naturaleza bastante razonable, y no se dejaba llevar fácilmente por la furia» (38.11). Aunque enseguida añade que, pese a que no permitía la ira lo dominara nunca, sabía aguardar su oportunidad para vengarse sin que las víctimas de su futura revancha lo sospecharan.
En este caso, César perdonó a los supervivientes de los nervios, y además ordenó a las tribus limítrofes que no aprovecharan su debilidad para atacarlos. Según los informes de los propios nervios, de sus sesenta mil guerreros únicamente habían sobrevivido quinientos. Aquella batalla, en palabras del mismo César, había llevado al pueblo de los nervios al borde de la destrucción.
Curiosamente, este comentario brinda una pista de que César redactaba sus
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entre campaña o campaña. Si en el invierno del 57-56, mientras narraba la espectacular batalla del Sabis, creía que los nervios habían sido prácticamente aniquilados, tres años después comprobaría que no era así, cuando esa tribu atacó un campamento romano. César podría haber vuelto atrás sobre su texto para retocarlo, pero no lo hizo: puede que no se acordara de sus palabras, o que le diera cierta pereza desplegar el segundo rollo de sus
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para buscar el pasaje en cuestión. Corregir en la Antigüedad era una tarea mucho más penosa que hoy día, obviamente.
La única tribu belga que se resistía era la de los atuatucos, que se habían refugiado en una fortaleza. Se decía de ellos que eran los últimos descendientes de los cimbrios y teutones al sur del Rin. Ahora, al ver cómo los romanos construían máquinas de guerra para asaltar sus murallas, se burlaron de ellos desde el parapeto preguntando cómo hombres tan bajitos y pequeños esperaban llevar hasta arriba una torre tan pesada. «Pues la mayoría de los galos desprecian nuestra corta estatura por comparación con el gran tamaño de sus cuerpos», explica César. La gran altura de los celtas y, sobre todo, de los germanos era un tópico entre los autores clásicos. Eso no significa que no fuese cierto: hay cualidades opinables, como el valor o la inteligencia, pero la estatura no es una de ellas.
Altos o no, cuando los atuatucos vieron que aquella enorme mole se ponía en movimiento entre traqueteo y rechinar de ruedas, les entró el pánico y se apresuraron a rendirse. César les exigió que le entregaran las armas y ellos las arrojaron por encima de la muralla con gran estrépito.
Aunque aquella pila de lanzas y espadas era muy alta, los atuatucos se habían guardado la tercera parte de su armamento. Por la noche, esperando pillar desprevenidos a los romanos, salieron del fuerte y los atacaron durante la tercera guardia. Pero los centinelas dieron la alarma, y se libró una batalla en la oscuridad en la que perecieron cuatro mil atuatucos. Los demás se retiraron a la fortaleza.
No les sirvió de nada. Al día siguiente, los romanos atacaron. Esta vez los arietes tocaron el muro, lo que significaba que los defensores, que además habían traicionado la palabra dada, quedaban a disposición del vencedor. Como escarmiento para otras tribus, César vendió como esclavos a todos los supervivientes. Los compradores le informaron de que eran cincuenta y tres mil. Un porcentaje de los beneficios iba a parar a los soldados y mandos, pero la parte del león se la quedaba César, que campaña a campaña veía cómo su fortuna aumentaba. En cualquier caso, no era un hombre aficionado al dinero
per se
, sino a las influencias que podía ganar gracias a él, y lo gastaba casi a la misma velocidad con que lo ingresaba.
Cuando las noticias de sus victorias sobre los belgas llegaron a Roma, el senado decretó quince días de festejos para dar gracias a los dioses. Jamás se habían concedido tantos, ni siquiera a Pompeyo, lo que demuestra el temor que sentían los romanos por galos y germanos y el prestigio que otorgaban a los éxitos militares contra aquellos gigantescos bárbaros del norte. Incluso muchas tribus del otro lado del Rin enviaron emisarios al procónsul para aliarse con él y entregarle rehenes. De las tres partes de la Galia que él mismo había enumerado, César podía considerar que había pacificado dos, Bélgica y la Galia habitada por celtas.
D
urante la ausencia de César, Roma no había sido precisamente una balsa de aceite. En un capítulo anterior ya conocimos a Publio Clodio, el personaje que provocó un escándalo colándose en la fiesta de la
Bona Dea
en casa de César y motivó que este se divorciara de su mujer.
Los triunviros, para asegurarse su posición y recuperar la popularidad entre los ciudadanos, recurrieron a Clodio a sabiendas de que era un elemento muy difícil de controlar. Clodio concurrió a las elecciones de tribuno y fue elegido para el año 58.
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Apenas entró en el cargo, Clodio presentó una
lex frumentaria
para restaurar los repartos de trigo a la plebe urbana. En este caso, los ciudadanos humildes no tenían que pagar ni siquiera el precio que había fijado en su momento Cayo Graco, sino que se les entregaba el grano gratis. Por supuesto, los optimates pusieron el grito en el cielo clamando que iba a arruinar a la República.
Su segunda actuación fue legalizar de nuevo los
collegia
, una especie de gremios o colegios profesionales que habían sido prohibidos en el año 64 por las actividades delictivas que llevaban a cabo en muchos casos. Después, Clodio organizó varios de esos colegios y les repartió armas, convirtiéndolos en grupos paramilitares que le servían de escolta y con los que a partir de ese momento dominó las asambleas populares por la fuerza. Sus bandas utilizaban una amplia gradación de medios de intimidación con los rivales de Clodio: los abucheaban, les arrojaban excrementos encima, tiraban piedras contra las ventanas de sus casas o las incendiaban, y si hacía falta los acuchillaban en los callejones.
El siguiente blanco de Clodio fue Cicerón, al que detestaba. El tribuno hizo aprobar una ley que condenaba a destierro a cualquier exmagistrado que hubiese ejecutado sin juicio a ciudadanos romanos. Su objetivo era el orador, que cuatro años antes había hecho matar a varios miembros de la conspiración de Catilina.
Cicerón alegó que había actuado siguiendo el
senatus consultum ultimum
, y trató de recurrir a la ayuda de Pompeyo. Al comprobar que sus esfuerzos eran inútiles, optó por lo más prudente y se autoexilió a Macedonia. Eso no lo salvó de las iras de Clodio, que hizo aprobar una ley para confiscarle sus propiedades e incitó a sus secuaces a incendiar la mansión del orador en el Palatino, así como otras villas que tenía en el campo.
Uno de los opositores más significados al triunvirato ya estaba fuera de circulación. Pero aún seguía Catón. Era demasiado popular para actuar de la misma manera contra él, de modo que Clodio presentó un plebiscito por el que se arrebataba Chipre al rey egipcio Ptolomeo Auletes y se convertía en provincia romana. Para organizar la anexión, propuso que se nombrara gobernador a un ciudadano incorruptible. ¿Quién mejor que Catón, el austero guardián de las costumbres? Catón no tuvo más remedio que aceptar y partió a Chipre. Era una patada hacia arriba para librarse de un rival incómodo.
Aquello molestó a Pompeyo, porque se trataba una injerencia en los asuntos de Oriente, que consideraba su finca particular. Poco después, Clodio volvió a ofenderle cuando organizó la huida de Tigranes, hijo del otro Tigranes rey de Armenia, que se hallaba como rehén en casa de Pompeyo.
Pompeyo comprendió que Clodio no le convenía como aliado y trató de ganarse el favor de Cicerón proponiendo que se revocara su exilio. El tribuno, como era de esperar, vetó la moción. Un par de meses más tarde, un esclavo de Clodio trató de matar a Pompeyo. En realidad, fue más una farsa que un auténtico intento de asesinato, pero sirvió para amedrentar a Pompeyo, que se refugió en su mansión y no volvió a actuar en público durante el resto del año.
Demostrando que era, en efecto, incontrolable e impredecible, Clodio se revolvió también contra César y propuso anular todas las leyes aprobadas por este durante su consulado. ¿Que eso podía extenderse también a la adopción que lo había convertido en plebeyo y, gracias a eso, en tribuno? A Clodio le dio igual.