Rutilio alistó todos los hombres que pudo y decidió entrenarlos a conciencia. Incluso recurrió a lanistas, maestros de gladiadores del
ludus
de Cayo Aurelio Escauro, para que enseñaran a los reclutas a lanzar y parar estocadas de forma más eficaz.
Fue uno de los momentos más oscuros de la República. Por primera vez desde la guerra contra Aníbal, los habitantes de Roma veían en peligro no ya su dominio sobre otros pueblos, sino sus propias vidas.
En tiempos desesperados suelen tomarse medidas extraordinarias, a veces para bien y otras para mal. Las miradas de todos los romanos se volvieron al sur y se enfocaron sobre el general que había logrado terminar aquella inacabable guerra contra Yugurta. Si él había triunfado finalmente donde otros incompetentes y corruptos habían fracasado, ¿por qué no podía volver a ocurrir un milagro?
P
ara los romanos resultaba mucho más tranquilizador convencerse de que si los cimbrios los habían derrotado tres veces, había sido por culpa de generales ineptos. De lo contrario, no les quedaría otro remedio que pensar que aquellos hombres eran muy superiores a ellos uno por uno, unos guerreros invencibles. En tal caso no tendrían más alternativa que renunciar a toda esperanza.
Así pues, a los cincuenta y dos años, a Cayo Mario le llegaba el segundo gran momento, aún más trascendental que el primero. El hombre nuevo de Arpino fue proclamado candidato
in absentia
—una clamorosa ilegalidad— y elegido cónsul en octubre o noviembre. Cuando le llegó la noticia se encontraba todavía en África, solucionando detalles militares y administrativos y organizando su victoria.
Poco después se embarcó para Roma. El día primero del año 104, en las calendas de enero, celebró el triunfo por la guerra de Yugurta. En aquellos días de zozobra, el magnífico espectáculo elevó la moral de la ciudad.
A pesar de que entre el botín que Mario mostró ante el pueblo de Roma había tres mil setecientas libras de oro, casi cinco mil ochocientas de plata sin acuñar y doscientas ochenta y siete mil dracmas, la pieza más preciada de aquel tesoro era el propio Yugurta. El númida desfilaba junto a sus dos hijos delante del carro del cónsul, vestido con galas reales y cargado de cadenas mientras la gente disfrutaba de lo lindo abucheándole.
Cuando terminó la procesión, Yugurta fue conducido al Tuliano, la prisión situada junto a las Gemonias, unas escaleras que subían del Foro al Capitolio y por cuyos peldaños rodaban los cuerpos de los malhechores ejecutados por los verdugos públicos. El Tuliano, en su origen una cisterna, era un lugar lóbrego y húmedo. Los carceleros le quitaron a Yugurta los ropajes de seda y le arrancaron los pendientes de oro, con tal codicia que uno de ellos le desgarró el lóbulo de la oreja. Después lo bajaron a la celda, una especie de pozo de cuatro metros de profundidad y paredes circulares. Es posible que hubiera agua en el fondo, porque se cuenta que al entrar Yugurta exclamó con ironía: «¡Por Hércules, qué fría está vuestra bañera!». Allí lo abandonaron a su suerte, y murió seis días después de inanición. En cuanto a sus hijos, pasaron el resto de su vida como cautivos en Venusia, una ciudad situada en tierras samnitas.
Por su parte, Mario disfrutó de su gran día de gloria y subió las escalinatas del templo de Júpiter Capitolino con el rostro pintado de rojo imitando el color de la estatua del dios. A continuación, celebró allí mismo, en el Capitolio, una reunión del senado y se presentó en ella ataviado con el manto triunfal, teñido todo entero de púrpura y recamado con estrellas de oro. Cuando vio que a los senadores parecía ofenderles tal muestra de prepotencia, Mario pidió disculpas, se quitó el manto y se puso la toga normal, que era blanca y únicamente tenía púrpura en los bordes. ¿Había entrado vestido como triunfador por descuido? Más bien da la impresión de que quería demostrar a los senadores que aquel
homo novus
que no hablaba griego había llegado a lo más alto sin su ayuda. De hecho, ahora eran ellos quienes, en unas circunstancias desesperadas, dependían de él.
Después del triunfo, el flamante cónsul se puso manos a la obra. De nuevo, la información que nos ha llegado no es tan clara como querríamos. Según las
Estratagemas
de Frontino, cuando Mario se vio en la tesitura de escoger entre dos ejércitos, el que había reclutado Rutilio Rufo, cónsul del año anterior, y el de Metelo que él mismo había mandado en Numidia, prefirió el de Rutilio aunque fuese inferior en número, pues se fiaba más de su disciplina (4.2.2).
Esto parece muy improbable, ya que con esos hombres había ganado varias batallas y triunfado en difíciles asedios. La explicación más verosímil es que Mario licenció a los soldados que llevaban luchando en África desde las primeras campañas de la guerra, y se quedó con los refuerzos que había alistado personalmente durante su primer consulado en el año 107, incluidos los famosos voluntarios de la clase proletaria. A estos hombres les sumó los reclutas de Rutilio, y de esa manera reunió un ejército consular completo.
Indudablemente, Mario se tenía que plantear por qué las legiones habían perdido tres batallas contra los cimbrios, la última con resultados catastróficos. Por más que algunas fuentes hablen de cientos de miles de guerreros y que aceptemos que los invasores germanos gozaban de superioridad numérica, esta no podía ser tan exagerada como para ser la única explicación.
Examinemos más de cerca a los guerreros cimbrios, aprovechando que Plutarco los describe en algún pasaje. Eran, nos explica el autor de Queronea, hombres muy altos, y tenían los ojos de un color azul pálido. Precisamente este rasgo era el que hacía conjeturar que se trataba de germanos de los pueblos que vivían junto al «océano boreal», término que se refería al mar del Norte y al Báltico.
Si consideramos que los cimbrios eran de origen escandinavo y extrapolamos usando datos del presente, podemos aventurar que, como promedio, sus guerreros les sacaban seis o siete centímetros de estatura a los romanos; una ventaja que, lógicamente, también se traducía en peso y masa muscular bruta. Insisto en que hablamos de promedios, lo que no significa que
todos
los cimbrios fuesen más altos que el más alto de los romanos. Pero esa diferencia influía en el combate y, sobre todo, en la moral: las constantes referencias en la literatura latina a la estatura de los germanos hacen pensar que los romanos se sentían algo acomplejados ante ellos y los veían incluso más altos de lo que de por sí eran.
Mario sabía que el estilo de lucha al que se iban a enfrentar sus legiones no era el de los númidas. Estos atacaban a la carrera, disparaban flechas y venablos desde lejos y se retiraban rehuyendo el choque directo. Los cimbrios, en cambio, buscaban ese choque para aprovechar su estatura y corpulencia y aplastar las filas enemigas como un rodillo.
El primer tipo de combate exigía resistencia, paciencia y sangre fría. Para prevalecer en el segundo, los hombres de Mario necesitaban no solo esa resistencia, sino además una gran fuerza física y muchas agallas.
Eso requería un adiestramiento diferente. Así se comprende por qué Rutilio Rufo decidió que sus reclutas practicaran con gladiadores. Lo más probable es que cuando Mario juntó a sus soldados de África con los de Rutilio los sometiera a todos a la misma disciplina.
La idea era que los legionarios mejoraran sus habilidades como luchadores individuales. Cuando se enfrentaran con los gigantes del norte, no les bastaría con mantener la disciplina de filas como si fueran una falange de hoplitas. Llegado el momento de la verdad, cada hombre tendría que quedarse solo ante su enemigo, fiándose únicamente de su escudo y de su espada, como un gladiador sin público en una arena reducida y repetida miles de veces por todo el campo de batalla.
Para adiestrarse, los gladiadores practicaban sus técnicas con el
palus
, un poste de madera contra el que dirigían sus golpes. Al principio de su entrenamiento no utilizaban espadas de acero, sino la
rudis
, un arma de madera, pero también usaban hojas de metal más pesadas y escudos más aparatosos para fortalecer los brazos, y ese fue el sistema que debieron de utilizar los soldados de Mario.
Aparte de adiestrarlos en esgrima individual, Mario sometió a todos sus hombres a la disciplina que tan bien le había valido en Numidia, y que no era otra que la que él, Rutilio y Metelo habían aprendido en Numancia con Escipión Emiliano. Marchar, construir campamentos, montar guardias, levantar campamentos, marchar, cavar… El mejor manjar era el hambre y el lecho más mullido el cansancio y el sueño.
No cabe duda de que Mario sometió a sus hombres a una preparación concienzuda, consciente de que Roma se jugaba sus dominios en el norte y acaso su supervivencia. Ahora bien, ¿es cierto que, como puede leerse en muchos sitios, en el proceso transformó de arriba abajo el ejército? Examinemos la cuestión con más detalle.
L
a tradición atribuye a Mario una serie de cambios que habrían convertido la milicia ciudadana de manípulos en un ejército profesional de cohortes. Pero, en realidad, muchas de esas reformas eran tendencias que venían de antes.
Una de esas tendencias afectaba al criterio de reclutamiento. Desde los orígenes de Roma, los ciudadanos eran censados y clasificados por sus riquezas cada cinco años. Después se los distribuía en cinco clases, cada una de las cuales se dividía a su vez en varias centurias. En el fondo de la pirámide económica y social se hallaba la última centuria, una no-clase donde se apretujaban los proletarios o
capite censi
que no tenían más posesión que sus hijos. Estaban exentos del servicio militar a no ser que se produjera un
tumultus
, una situación de emergencia como la que se dio tras el desastre de Cannas.
Conforme Roma ampliaba sus operaciones a más escenarios bélicos y hacían falta más legiones, los censores fueron rebajando sus exigencias pecuniarias. En los primeros tiempos, únicamente los ciudadanos con un patrimonio superior a once mil ases servían en el ejército. A mediados del siglo
II
, la cifra ya se había reducido a cuatro mil ases, y en el año 129 cualquiera con un patrimonio por encima de mil quinientos ases podía ser llamado a filas. Aun así, seguía resultando complicado encontrar suficientes soldados; fue esa dificultad la que motivó a Tiberio Graco a repartir tierras para que aumentara el número de ciudadanos con patrimonio suficiente para ser reclutados.
Como ya vimos, durante la guerra de Yugurta, Mario fue un paso más allá y acudió a la vasta reserva de los
capite censi
. Todo el que quiso, sin importar su patrimonio, pudo alistarse en su ejército. A partir de Mario, muchos otros generales imitaron su ejemplo.
A menudo se dice que, al actuar así, Mario profesionalizó el ejército y que, aunque su intención fuese salvar a Roma en una grave emergencia, esa reforma socavó las raíces de la República. ¿Por qué? Porque los proletarios que se presentaban voluntarios al ejército lo hacían no para defender su patria, sino por ganarse el sustento. Para ello dependían de su general. Mientras estaban en activo, necesitaban que este les pagara la soldada y les diera permiso para saquear ciudades y expoliar tesoros. Y cuando se licenciaban, les hacía falta que su general presentara leyes agrarias para repartirles tierras, aunque eso significara oponerse al senado.
Debido a esa dependencia, los soldados eran más fieles a sus generales que a la República, hasta el punto de que estaban dispuestos a rebelarse contra la propia Roma si lo ordenaba el líder que les garantizaba su sustento. Así actuaron, por ejemplo, los ejércitos de Sila y César, y después los de Octavio y Antonio.
Esta exposición es matizable en algunos detalles. Aparte de que Sila y César insistían en que ellos eran los verdaderos defensores de la República, hay que añadir que sus legiones seguían sin ser del todo profesionales. Es cierto que muchas de ellas pasaron largo tiempo movilizadas y lucharon tantas batallas que sus prestaciones podrían calificarse como profesionales, pero lo mismo cabe decir de las unidades que combatieron en la Segunda Guerra Púnica. Para ser exactos, no puede afirmarse que existió un ejército verdaderamente profesional hasta la época de Augusto.
Por otra parte, el saqueo y el botín siempre habían sido un señuelo para alistarse: recordemos a los soldados de Escipión Emiliano irrumpiendo en plena batalla en el templo de Reshef para arrancar a espadazos las placas de oro. Además, que Mario y otros generales alistaran a proletarios no quiere decir que
todos
sus reclutas fuesen proletarios. Considerar que fueron los ejércitos formados por ciudadanos pobres los que hundieron la República no deja de ser un tanto clasista, amén de simplista.
Esta fue la más complicada y, podríamos decir, «ideologizada» de las reformas de Mario, no tanto por él como por los ríos de tinta que han corrido desde entonces. Pero se supone que Mario introdujo bastantes cambios más.
Por ejemplo, en los símbolos militares. Todo el mundo conoce las águilas que representaban a las legiones, como la que aparece en la portada del primer volumen de
Roma victoriosa
. Sin embargo, durante siglos los romanos utilizaron para sus estandartes otros animales reales, como el caballo, el lobo o el jabalí, o incluso bestias imaginarias como el minotauro. Según un texto de Plinio el Viejo, fue Mario quien unificó criterios, de modo que a partir de él la insignia de cada legión fue un águila de plata o de oro (10.16).
Estas águilas recibían culto religioso. Perder una de ellas se consideraba una terrible deshonra no solo para el portaestandarte que la custodiaba, sino también para toda la unidad y para su general. Con tal de que el enemigo no les arrebatara su águila, los soldados estaban dispuestos a todo. En el año 55, cuando los hombres de César no se decidían a desembarcar en una playa plagada de britanos, el portaestandarte de la Décima legión se arrojó al agua y corrió hacia la orilla exclamando: «¡Saltad, soldados, a no ser que queráis entregar vuestra águila a los enemigos!». Espoleados por el ejemplo, los legionarios se decidieron a desembarcar y pusieron en fuga a los britanos.
Las reformas más profundas afectaron a la propia estructura de la legión, pero todo sugiere que Mario ya se las encontró hechas. En las guerras contra Pirro y los cartagineses, la unidad táctica mínima era el manípulo, formado por unos ciento veinte hombres divididos en dos centurias. En la época de Mario, en cambio, esa unidad táctica era la cohorte, que constaba de seis centurias. Al tener más miembros que el manípulo, entre cuatrocientos cincuenta y seiscientos, la cohorte podía funcionar como un ejército en miniatura, algo que venía bien en misiones que no requerían de una legión entera pero sí de una fuerza de choque considerable.