Roma Invicta (4 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

El número de catapultas parece exagerado. El de panoplias es simplemente imposible. ¿Para qué querrían los cartagineses armar a doscientos mil hombres, un ejército que ni tenían ni habían tenido en su vida? Una posibilidad es que esa cifra se refiera a piezas individuales: yelmos, escudos, lanzas, corazas, etc. La otra, más sencilla, es que los romanos falsearan las cuentas para demostrar que la amenaza de Cartago era real (pensemos en ciertas «armas de destrucción masiva»).

En cualquier caso, los cartagineses entregaron a los romanos armas suficientes como para demostrar que su rendición iba en serio. Sin embargo, Censorino, que seguía un plan ya decidido, fue mucho más allá. «Abandonad Cartago —exigió—. Llevaos todo lo que queráis con vosotros y asentaos al menos a quince kilómetros del mar, pues hemos decidido arrasar vuestra ciudad hasta los cimientos».

Los embajadores acogieron estas palabras como era de esperar, arrastrándose por el suelo, rasgándose las vestiduras y arañándose el cuerpo. Expresiones que hoy día suenan tópicas, pero que en aquel entonces eran gestos que formaban parte del lenguaje corporal. Censorino, como si se dejara conmover, les dijo que no lo destruirían todo: al menos respetarían sus templos y sus tumbas, y les dejarían visitarlos de cuando en cuando.

Cuando los enviados regresaron a la ciudad, el
adirim
, el senado de Cartago, rechazó la propuesta. La reacción popular fue mucho más violenta: los senadores que habían aceptado entregar a los rehenes fueron despedazados por la multitud, al igual que muchos mercaderes itálicos que residían en Cartago o estaban de paso. La ira se mezcló con el miedo, la incredulidad y la consternación. Como cuenta Apiano:

Algunos increpaban a sus dioses por no haber sido capaces de defenderlos. Otros acudían a los arsenales y lloraban al verlos vacíos, o corrían a los muelles y gemían por las naves que habían entregado a aquellos hombres sin palabra. Había quienes llamaban a los elefantes por sus nombres como si siguieran allí, y se maldecían a sí mismos y a sus antepasados por no haber perecido espada en mano junto con su país en lugar de pagar tributo y renunciar a sus elefantes, sus barcos y sus armas. (
BP
, 92).

Pasado el primer estupor, todos se pusieron en acción con la presteza propia de aquella ciudad tan diligente y emprendedora. El
adirim
despachó emisarios a los cónsules para solicitar un armisticio de treinta días, con el fin de enviar una nueva embajada a Roma. En realidad, su único propósito era ganar tiempo. De puertas adentro, el
adirim
declaró la guerra. Como medida de emergencia, anuló la condena a muerte de Asdrúbal y le envió mensajeros a Néferis para pedirle que organizara las operaciones para defender Cartago desde el exterior con sus tropas.

Dentro de las murallas, nombraron jefe de las defensas a otro Asdrúbal, un individuo que tenía algo de sangre númida, pues era hijo de una hija de Masinisa. Asimismo, se decretó la libertad para los esclavos que defendieran su ciudad. Con el fin de reemplazar las armas que habían entregado, los templos y edificios públicos se convirtieron en talleres y herrerías donde hombres y mujeres trabajaban y comían juntos por turnos, en una muestra de auténtica economía de guerra.

Pensar en las cartaginesas trabajando en aquellos talleres evoca lo que ocurrió en Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, y la influencia que eso tuvo en la segunda fase del movimiento de liberación femenino. Demostrando su compromiso con la patria, muchas mujeres se cortaron los cabellos para que los ingenieros los utilizaran en los mecanismos de torsión de las catapultas.

Primeros asaltos

P
asados unos días, el doble ejército consular se puso en marcha hacia Cartago. Cuando los cónsules pidieron ayuda a Masinisa, este respondió con ciertas reservas, diciéndoles que les enviaría refuerzos en cuanto le diera la impresión de que los necesitaban. Estaba muy molesto con Roma. Desde su punto de vista, era comprensible. Tras décadas provocando y hostigando a los cartagineses, cuando por fin había conseguido sacarlos al campo de batalla y derrotarlos, llegaban los romanos con la mano abierta para recoger la fruta madura que estaba a punto de caer.

En este punto de su relato, Apiano hace una descripción de Cartago que viene muy bien para comprender mejor cómo transcurrió el asedio. La ciudad estaba construida sobre un promontorio unido al resto del continente por un istmo de unos cinco kilómetros de anchura. Tanto el istmo, situado al oeste, como la parte sur de la ciudad estaban protegidos por una triple fortificación, con torres de vigilancia de cuatro pisos repartidas a intervalos de sesenta o setenta metros. La muralla en sí medía quince metros de alto y tenía diez de espesor. Por su interior corrían dos series de bóvedas formando dos pisos. En el inferior había establos para trescientos elefantes y en el superior, cuadras para cuatro mil caballos, amén de almacenes para el pienso y el forraje de ambas especies.

Por el norte y el este, donde la ciudad limitaba con el mar, la muralla era simple, pero de altura igualmente imponente. En el rincón sureste se abría un entrante natural que se podía bloquear con una cadena y que daba paso al Cotón, un complejo formado por dos puertos. El primero era rectangular y de uso comercial, mientras que el segundo era circular y daba servicio a los barcos militares. En el centro de este último había una pequeña isla con hangares cubiertos que podían albergar hasta doscientas veinte naves.

Únicamente había un punto en las defensas que podía calificarse como «débil». Al sur, entre el lago de Túnez y la entrada del puerto, se extendía una lengua de tierra de cien metros de anchura. En ese sector el muro no era triple, sino simple, y estaba más descuidado.

Pese a estos formidables baluartes, cuando los romanos llegaron ante la ciudad pensaron que no tardarían en tomarla. Tenían sus buenas razones: los cartagineses habían entregado sus armas y la mayor parte de lo que podía considerarse su ejército se encontraba con Asdrúbal en Néferis. Todo les hacía pensar que la población se hallaba aterrorizada y desmoralizada.

Sin aguardar más, ambos cónsules atacaron a la vez, Manilio por el istmo y Censorino por el supuesto punto débil con barcos y hombres de a pie. El asalto, cuyo propósito era poner a prueba las defensas, fue más una tentativa que una ofensiva de verdad. Para sorpresa de los romanos, los cartagineses los rechazaron con más brío del previsto.

Cuando un segundo asalto más en serio también fracasó, los cónsules decidieron construir dos campamentos, uno a orillas del lago y otro en el istmo. Puesto que no traían suficientes máquinas de guerra, enviaron partidas de hombres para traer madera.

Mientras tanto, el Asdrúbal que mandaba las tropas del exterior trajo a sus soldados al otro lado del lago y se dedicó a hostigar a los romanos. El comandante de su caballería, Himilcón Fámeas, atacó a los hombres que buscaban leña y provocó una escabechina en la que cayeron quinientos del bando romano. A partir de ese momento, las partidas de leñadores y forrajeadores tuvieron que andar con mucho más cuidado.

Tras un tercer asalto fallido, los cónsules ordenaron construir dos arietes de tamaño descomunal. Los artefactos de ese tipo se protegían con un mantelete construido a modo de tejado de madera a dos aguas y cubierto con pieles empapadas para evitar el fuego. Dentro de cada mantelete había un tronco gigantesco colgado de cadenas que servía para balancearlo y darle más impulso en el choque.

Los dos arietes eran tan grandes que los romanos tuvieron que rellenar parte del lago para llevarlos hasta la muralla. Allí empezaron a batir una y otra vez contra los sillares de la pared exterior, hasta que consiguieron abrir una brecha y a través de ella tuvieron el primer atisbo del interior de la ciudad.

Los cartagineses acudieron a proteger aquel hueco en sus defensas y tras una encarnizada lucha consiguieron rechazar el ataque en las últimas horas de la tarde. Durante la noche, mientras trataban de reparar los daños a toda prisa, una partida de guerreros salió en la oscuridad con la intención de prender fuego a los arietes. Aunque no los destruyeron del todo, lograron dejarlos inservibles por un tiempo.

En cuanto amaneció, los romanos vieron que todavía quedaban grietas abiertas en la muralla y lanzaron una ofensiva. Fue demasiado precipitada, porque la abertura no era lo bastante grande para que se introdujeran en gran número. Los soldados que entraron se vieron rodeados y, al mismo tiempo, acribillados por todo tipo de proyectiles desde los edificios aledaños. Cuando se retiraron a toda prisa y en desorden, quienes les cubrieron las espaldas fueron los hombres del tribuno Escipión Emiliano.

Esta fue la primera ocasión en que Escipión destacó durante el asedio, pero no sería la última. Sin dudar de sus virtudes militares, hay que recordar que la fuente principal de la que bebe este relato es Polibio, que había sido su tutor y que era íntimo amigo suyo. Aunque los libros de Polibio relativos a la Tercera Guerra Púnica nos hayan llegado reducidos a fragmentos, su influencia es evidente en Apiano y los demás autores. Eso explica que el foco alumbre tan a menudo a Escipión cuando, como en toda campaña de esta magnitud, es inevitable que destacaran asimismo muchos otros centuriones, tribunos y soldados.

Poco después, tras meses de estar ausente del cielo, reapareció Sirio, la estrella del perro. Su orto helíaco marcaba la canícula, la época más calurosa del año. El cónsul Censorino había levantado su campamento junto a la laguna, que en verano se infestaba de mosquitos. Para colmo, los muros de Cartago eran tan altos que impedían que llegara la brisa marina y saneara el aire, de modo que Censorino tuvo que trasladarse a la lengua de tierra que separaba la laguna de las aguas del golfo de Cartago, y ordenó que la flota amarrara en las cercanías.

Los defensores cartagineses, demostrando su ingenio, subieron decenas de barcas al parapeto que protegía el puerto, las ataron con sogas y las descolgaron por fuera en un tramo de muralla que quedaba fuera de la vista de Censorino y sus hombres. Una vez en el agua, las llenaron de ramas secas, azufre y pez y las remolcaron a lo largo del muro. Cuando los botes aparecieron ante la vista del enemigo, sus tripulantes izaron las velas. Aprovechando que el viento soplaba hacia la flota romana, se arrojaron al agua y dejaron que las barcas siguieran solas su camino. Mientras tanto, los hombres de las murallas dispararon flechas incendiarias contra los botes y los convirtieron en auténticos brulotes que, al chocar contra las naves romanas varadas, prendieron fuego a muchas de ellas.

Habían pasado ya varias semanas. La campaña que tan fácil se imaginaban los romanos prometía alargarse. Censorino tuvo que regresar a Roma para presidir las elecciones consulares del año 149. Manilio, que quedó como único general a cargo de la expedición, reforzó su campamento con un muro y construyó un fuerte junto al mar para proteger los barcos.

Durante este tiempo, no dejaron de sufrir el acoso de los jinetes de Himilcón Fámeas. La caballería, limitada a la hora de chocar contra tropas de infantería en formación cerrada, era el arma perfecta para perseguir y cazar a las patrullas que buscaban leña o forraje.

Para evitar estas incursiones, Manilio decidió asestar un golpe de mano. Con la característica agresividad romana, el cónsul lanzó un ataque contra el campamento de Asdrúbal, que estaba en Néferis, a unos quince kilómetros al suroeste de Cartago. Escipión, aunque lo acompañó, manifestó su desaprobación, ya que había que atravesar una zona que era prácticamente un desfiladero y las alturas las ocupaba el enemigo.

Al llegar a la vista del cuartel de Asdrúbal, los romanos comprobaron que tenían que bajar un declive, atravesar un río y después cargar cuesta arriba. Escipión volvió a desaconsejarlo. Cuando los demás tribunos se burlaron de su excesiva prudencia, propuso que al menos levantaran un campamento al que pudieran retirarse si las cosas iban mal. Esta segunda sugerencia, que no era más que el abecé del manual del buen legionario, también fue desdeñada.

Los romanos cruzaron el río y se enzarzaron en una sangrienta refriega contra el enemigo. Al cabo de un rato, Asdrúbal, que sí tenía un campamento fortificado a sus espaldas, se retiró. Por su parte, las tropas de Manilio recularon hacia el río en formación. Pero cuando llegó el momento de vadear la corriente no les quedó otro remedio que separarse por grupos. En ese momento, la caballería de Asdrúbal atacó y mató a muchos hombres; entre otros, a tres de los tribunos que habían tildado a Escipión de timorato.

Escipión, por su parte, se destacó de nuevo aquel día protegiendo la retirada de sus compañeros con dos escuadrones de caballería. Pero sus gestas no quedaron allí. Cuando estuvieron al otro lado del río, lejos del alcance de los enemigos, los soldados de Manilio comprobaron que cuatro de sus unidades se habían quedado rezagadas. Al ver que tenían cortada la retirada, aquellos hombres se habían refugiado en una colina.

Eran entre quinientos y dos mil legionarios, según interpretemos el término
speîrai
de Apiano como manípulos o como cohortes. En cualquier caso, demasiados como para abandonarlos a su suerte. Sin embargo, la mayoría de sus compañeros, desmoralizados por los reveses anteriores, preferían darlos por perdidos antes que arriesgarse a entablar un nuevo combate.

Escipión, que hasta ese momento no había hecho más que aconsejar prudencia a los demás, aseguró que llegada una emergencia como aquella ya no era momento de deliberar, sino de actuar con intrepidez, pues corrían peligro muchos camaradas y estandartes. Aquí Apiano, como todos los autores antiguos, incide en la importancia de los símbolos militares, reflejando la devoción que sentían por ellos los soldados.

Tras elegir voluntarios de la caballería, Escipión les ordenó que cogieran raciones para dos días (en eventualidades similares, cuando se preveía que no podrían cocinar, el alimento elegido era el
buccellatum
, una especie de bizcocho o pan seco). Después cruzó el río de nuevo, tomó una colina cercana a aquella en la que se defendían sus compañeros y no tardó en poner en fuga a los hombres de Asdrúbal que los sitiaban. La salvación de aquellas cuatro unidades fue la única buena noticia de aquella jornada, que terminó con el propio Escipión parlamentando con Asdrúbal para que le devolviera los cadáveres de los tribunos caídos.

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