Roma Invicta (2 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La historia del Imperio romano y de los césares ha sido y será contada en muchos otros libros, no en este. El relato de
Roma invicta
arranca en el punto en que acabó
Roma victoriosa
y termina con los idus de marzo.

Todo relato que se precie ha de tener personajes. Los que protagonizaron el último siglo de la República poseían virtudes y defectos tan grandes y personalidades tan intensas que al abrir las páginas de los libros de historia parecen salirse de ellas como figuras talladas en relieve. Los conflictos entre ellos sacudieron los cimientos de Roma una y otra vez, pero al mismo tiempo la engrandecieron.

Muchos son estos personajes y muchas fueron las rivalidades que se dirimieron entre ellos, pues si algo caracterizaba a la sociedad romana es que era ferozmente competitiva. Sin embargo, he articulado esta narración alrededor de tres momentos y tres ejes de oposición. Hablaremos primero de Escipión Emiliano, el conquistador de Cartago y Numancia, y de las reformas de los hermanos Graco, sus rivales políticos, que elevaron la tensión social hasta ensangrentar las propias calles de Roma. Contemplaremos luego el ascenso de Mario, sus campañas contra Yugurta y contra unos misteriosos pueblos del norte, los cimbrios y teutones, y también cómo Sila creció a su sombra hasta que los celos y el odio entre ambos condujeron a Roma a una guerra civil. Por último, asistiremos a las conquistas de Pompeyo en Oriente y a las de César en la Galia, y contemplaremos el duelo definitivo entre estos dos titanes, un choque que se libró de un extremo del Mediterráneo a otro, desde Hispania hasta las tierras de Egipto.

En
Roma victoriosa
dejamos a los romanos en el 146 a.C. arrasando Corinto y convirtiendo a Grecia en una provincia más. En ese mismo año decidieron guerrear por tercera vez contra una vieja enemiga, la ciudad de Cartago. Los cartagineses habían demostrado una asombrosa capacidad de trabajo y superación tras la derrota y habían recuperado la prosperidad de antaño; algo parecido a lo que consiguieron alemanes y japoneses tras la Segunda Guerra Mundial, pero sin recibir nada parecido a un Plan Marshall sino todo lo contrario, pues tenían que pagar religiosamente a los romanos su indemnización de guerra.

Sin embargo, el poder militar de los cartagineses estaba reducido a la mínima expresión y no había entre ellos ningún general de la talla de Aníbal. En la Antigüedad, poseer riquezas sin un ejército potente que las defendiera suponía una invitación al saqueo y una imprudencia que se pagaba muy cara. Cuando los ojos de los romanos y sus aliados los númidas se posaron con codicia en Cartago, todo hacía prever que la ciudad púnica se convertiría en una presa fácil y caería casi sin luchar.

Pero, como suele ocurrir, el tren de la historia no siguió las vías de lo previsible y los romanos comprobaron que aquella presa que creían tan tierna como un cordero escondía en su interior huesos de piedra y bronce. Para conquistarla, necesitarían a alguien que llevaba el mismo apellido que el vencedor del gran Aníbal.

Libro I:
ESCIPIÓN EMILIANO
Y LOS HERMANOS GRACO
I
LA CAÍDA DE CARTAGO
Entre dos guerras

O
ficialmente, la vencedora de la Segunda Guerra Púnica había sido Roma. En África, sin embargo, quien más beneficio territorial obtuvo de la derrota de Aníbal fue Numidia. Y más en concreto su joven rey, Masinisa.

A Cartago no le quedó más remedio que tragarse el sapo y contemplar impotente cómo a su lado aparecía un nuevo reino, una gran Numidia que se extendía más de mil kilómetros de este a oeste y que se había apropiado de buena parte de sus territorios. Por si fuera poco inquietante tener a una potencia de tal magnitud pegada a sus fronteras, los cartagineses no podían defenderse de sus posibles agresiones, que no tardaron en producirse. El tratado de rendición les ataba las manos: para dirimir cualquier diferencia, estaban obligados a someterse al arbitraje de la República.

A Roma no le desagradaba esa situación, puesto que prefería no implicarse demasiado en los asuntos de África. Antes de la guerra ya poseía las provincias de Sicilia, Córcega y Cerdeña, las tres grandes islas del Mediterráneo central. Ahora, además, sus legionarios acababan de plantar sus botas claveteadas en Hispania. Por el momento, a los romanos no les interesaba más que la zona costera de la península, la más rica y civilizada. Pero para protegerse de los ataques de las tribus del interior (o para que sus generales pudieran celebrar triunfos y conseguir botín), tuvieron que internarse cada vez más en un territorio cuya verdadera extensión, el doble de Italia, seguramente se les escapaba.

Hispania, como veremos en el siguiente capítulo, resultó un bocado muy grande y duro de roer. Por otra parte, tras su victoria contra Cartago, Roma se vio envuelta en varios conflictos en Grecia. Aquel era un teatro de operaciones que necesitaba y quería controlar: con buenas condiciones, una flota invasora podía cruzar el Adriático en una sola noche y plantarse en Italia imitando el ejemplo de Pirro. Desde el punto de vista de los romanos era mucho mejor adelantarse, ya que no tenían nada en contra del concepto de guerra preventiva.

Con todo ello, África no se antojaba una cuestión tan urgente, y menos teniendo la gran isla de Sicilia en medio a modo de cojín. En lugar de controlar a Cartago personalmente para evitar que volviera a convertirse en una superpotencia, Roma podía recurrir a Masinisa, que había demostrado ser un fiel aliado contra Aníbal.

El problema, como diría Platón, era quién iba a vigilar al guardián. Pues el rey númida fraguaba sus propios planes, y no se puede negar que su política para llevarlos a cabo fue muy coherente. Durante cinco décadas, del año 201 al 151, Masinisa no dejó de acosar a su vecino, atacando sus ciudades costeras, lanzando incursiones contra sus tierras y enviando colonos a sus territorios para llevar cada vez la frontera un poco más lejos.

Le favorecía el tratado de paz, que había sido redactado en términos muy ambiguos. Sus cláusulas estipulaban que Cartago debía devolver a Masinisa todo territorio que le hubiera pertenecido a él o a sus antepasados. El límite eran las llamadas «zanjas fenicias», unas fosas y terraplenes construidos en tiempos por los propios cartagineses. Pero su localización no estaba demasiado clara; algo que resulta comprensible, ya que no se trataba de murallas de piedra sólida, sino de construcciones que con el tiempo se erosionaban hasta casi desaparecer.

Cada vez que los númidas atacaban esas borrosas fronteras, Cartago apelaba a Roma, que envió varias comisiones para investigar. La primera llegó en 193, presidida por Escipión Africano. Como era de esperar, se decidió a favor de los númidas. Durante las décadas siguientes se produjeron muchas más disputas fronterizas, y Roma casi siempre arbitró beneficiando a Numidia, que no dejaba de expandirse.

Mediados los años 60 del siglo
II
, Masinisa incluso sobrepasó el territorio cartaginés por el oeste y se apoderó de la zona conocida como Emporia, alrededor de la Sirte Menor, el golfo situado al sur de Cartago. Se trataba de una región célebre por la asombrosa fertilidad de su tierra. Además, su ciudad más importante, Leptis Magna, era el punto de llegada de las caravanas que atravesaban el Sahara y traían del sur ébano, marfil, plumas de avestruz y oro en polvo. Gracias a su prosperidad, Leptis había estado pagando un tributo de un talento al día a Cartago. Ahora, esa riqueza pasó a engrosar el tesoro de Masinisa.

La verdadera intención del rey númida no era otra que anexionarse Cartago. Primero sus dominios, que iba reduciendo poco a poco a modo de lima, y después la gran joya: la propia ciudad con sus puertos. Sin embargo, debía actuar con cuidado si no quería despertar los recelos de Roma. Dispuesto a mostrarse como el mejor de los aliados de la República, Masinisa no dejó de enviarle soldados, caballos y elefantes para sus guerras en Hispania y Macedonia, e incluso surtió de grano a sus tropas.

En cuanto a Cartago, siempre respetó de forma escrupulosa el tratado de paz con Roma. De hecho, su economía se había recuperado tan rápido que en 191 propuso liquidar el montante total de esa indemnización. Roma se negó, ya que aquella deuda, garantizada con rehenes, era una manera de tener atados de pies y manos a los púnicos. Pero todo indica que Cartago, pese a sus problemas, seguía poseyendo un tejido social y económico muy rico que le permitía prosperar sin necesidad de un imperio ni aventuras militares. Incluso es posible que el hecho de no tener que pagar un ejército de mercenarios le posibilitara emplear esos recursos en campos más productivos.

La chispa de la guerra

L
a crisis final estalló a mediados de la década de los 50. La fuente principal para todo lo que ocurrió en aquellos años, Apiano,
[1]
nos informa de que por entonces existían tres facciones políticas dentro de Cartago (
BP
, 68). Un grupo prorromano encabezado por un tal Hanón, otro pronúmida dirigido por Aníbal el Estornino, y otro democrático liderado por Amílcar el Samnita y Cartalón.

Leyendo entre líneas y a la luz de los acontecimientos posteriores, se intuye que las facciones prorromana y pronúmida eran, en realidad, la misma, formada por un grupo reducido de miembros de la élite que podríamos calificar como
lobby
. Cuando Apiano habla de bando «democrático», todo indica que se refiere a la opinión mayoritaria del pueblo cartaginés. Esta, lógicamente, tenía que estar en contra de Numidia y de su rey Masinisa, que no hacían más que añadir una ofensa tras otra, arrebatarles sus territorios y privarles de sus ingresos.

Lo que prendió la chispa fue una nueva ofensiva de Masinisa, en esta ocasión sobre la región de los Grandes Llanos, muy cerca de Cartago. De nuevo, Cartago tuvo que pedir a Roma que terciara, y en 153 el senado envió una comisión a investigar.

Para desgracia de los cartagineses, esa comisión la presidía Marco Porcio Catón, conocido como el Censor. Este personaje, ya octogenario, era uno de los hombres más respetados de Roma, si no el que más, y representaba o creía representar las esencias de la vieja República. A decir verdad, como veremos en el capítulo sobre los hermanos Graco, las ideas y las prácticas que reflejaba Catón en su obra
Sobre la agricultura
estaban socavando los cimientos de la sociedad romana tradicional. Pero en una época en que la economía no existía como ciencia —si es que existe ahora—, Catón difícilmente podía ser consciente de esa paradoja.

Cuando Catón llegó a Cartago, en ningún momento se interesó por averiguar quiénes llevaban razón en la disputa, si los númidas o los púnicos. Se limitó a observar la prosperidad de aquella ciudad, sus grandes puertos, la altura de sus edificios —que se levantaban hasta seis pisos en el distrito residencial cercano a la ciudadela de Birsa—, la belleza de sus templos y la riqueza de sus habitantes. No se le pasó por alto que sus arsenales estaban repletos de armas, y que la gente los miraba a él y a sus compañeros de comisión con hostilidad. Ciertamente, los habitantes de Cartago podrían haberle preguntado: «¿Y qué esperabas?».

Cuando regresó a Roma y habló ante el senado, Catón demostró que a sus más de ochenta años todavía conservaba recursos como orador. Primero, expuso los peligros. Cartago, dijo, no era la ciudad débil y pobre que los romanos creían. Al contrario, seguía siendo muy rica, rebosaba de hombres jóvenes y vigorosos y tenía armas de sobra como para declarar una nueva guerra. Lo urgente en aquel momento no era ocuparse de los asuntos de Numidia, sino evitar que Cartago, el enemigo ancestral, se rearmara y se convirtiera de nuevo en una amenaza para la libertad de Roma.

Después, como golpe de efecto, abrió los pliegues de su toga y sacó de allí un higo de aspecto tan apetitoso que hizo salivar a más de un senador. Aquel higo, explicó, provenía de Cartago. Podían ver que estaba muy fresco. ¿Por qué? Porque el país donde crecía se hallaba a tan solo tres días de Roma en barco.

Por supuesto, Catón bien pudo haber comprado el higo en el mercado o, puesto que era bastante tacaño, arrancarlo de su propio huerto. Pero lo que aseguraba era cierto: con vientos favorables, se podía llegar desde Útica o Cartago en tres días o menos, como demostró Cayo Mario en el año 108.

Catón terminó su discurso con un lema que, a partir de ese momento, no dejó de repetir cada vez que intervenía en el senado: «Mi consejo es que Cartago deje de existir». Esa es la expresión que utiliza su biógrafo Plutarco, aunque a los lectores les sonará más la frase
Delenda est Carthago
, «Cartago debe ser destruida». Lo cierto es que en ninguna fuente antigua aparece Catón pronunciando esas palabras, del mismo modo que Sherlock Holmes no dice: «Elemental, querido Watson» en ninguna de sus novelas. En cualquier caso, el
Delenda est Carthago
refleja el espíritu de las palabras de Catón, que se empeñó hasta el final de sus días en borrar del mapa aquella ciudad.

Cartago también contaba con sus valedores. En 152 visitó la ciudad otra comisión, encabezada en esta ocasión por P. Cornelio Escipión Násica, «el de la nariz puntiaguda». Násica, un prestigioso senador que había sido dos veces cónsul, informó a favor de Cartago y argumentó que, si Roma la destruía, se quedaría sin un rival a su altura. El miedo a Cartago servía, además, como una brida para frenar al pueblo. Cuando desapareciera aquel espantajo, nada evitaría que la agresividad innata de los romanos se volviera contra ellos mismos.

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