El discurso de Násica suena muy clarividente, pero me temo que la razón es que se trata de una creación a posteriori de los autores que ya conocían las guerras civiles que sufrió Roma décadas después. Para ellos, la Tercera Guerra Púnica fue el detonante de la corrupción generalizada y la discordia que un siglo después acabarían con la República. Incluso San Agustín opina así en un pasaje de
La ciudad de Dios
(1.30). El hecho de que hubiera nacido en la región de Cartago quizá influyó en ello, claro está.
Los motivos de Escipión Násica para favorecer a Cartago seguramente eran otros. Puede que hubiera comprendido que la verdadera potencia regional y, por ende, la amenaza para el futuro de Roma era Numidia. O quizá se trataba de una rencilla familiar con el viejo Catón, que durante la Segunda Guerra Púnica había tratado de boicotear a Escipión Africano, suegro y tío segundo de Násica.
Para desgracia de Cartago, Catón representaba mucho mejor que Násica la opinión mayoritaria en Roma. A pesar de los años transcurridos, las guerras anteriores habían dejado como poso un hondo sentimiento antipúnico. Por supuesto, lo recíproco también debía de ser cierto. Una cosa es que Cartago cumpliera el tratado de paz con Roma y otra es que lo hiciera de buena gana. Si existía ese supuesto
lobby
prorromano mencionado por Apiano, seguro que no era demasiado popular entre el pueblo cartaginés.
Dejando aparte emociones enquistadas, existían razones para que los senadores se sintieran inquietos. En 151 se cumplirían los cincuenta años que estipulaba el tratado de paz. A partir de ese momento, Cartago dejaría de pagar la indemnización anual de doscientos talentos, algo de lo que se iban a resentir las arcas romanas. Si se mantenía la alianza entre Cartago y la República, sería en un nivel de igualdad, algo a lo que los romanos no estaban acostumbrados. Cuando oían «amigo y aliado del pueblo romano», ellos en realidad escuchaban «vasallo».
Por otra parte, el razonamiento del higo de Catón y los tres días de navegación entre Roma y África parece demagógico, porque el tratado limitaba la flota de guerra cartaginesa a diez tristes barcos. Pero cuando ese acuerdo caducara, ¿quién garantizaba que los astilleros de Cartago no empezarían a producir trirremes en serie?
Todavía queda un argumento que los historiadores antiguos no suelen presentar, y que el senado, o el reducido grupo de senadores que decidió finalmente la guerra, debió de mantener en secreto. Por mucho que las comisiones senatoriales favoreciesen a Masinisa, no estaban ciegos, y tenían que darse cuenta de que la intención del anciano rey era acabar anexionándose Cartago. Eso convertiría a Numidia no en una potencia, sino en una superpotencia. Convenía anticiparse y quitarle la presa de entre los dedos a Masinisa antes de que se la llevara a la boca. Además, la recompensa era muy suculenta. Tal como había informado Catón, las riquezas de Cartago volvían a ser formidables. ¿Por qué dejar que se las llevaran los númidas?
No hay que desdeñar el peso de la pura codicia. Como señala William V. Harris:
Era casi inevitable que, a mediados de la década de 150, muchos senadores influyentes hubieran estado calculando dónde podía encontrar Roma un nuevo teatro de guerra que ofreciera mejores oportunidades que las tribus de los Alpes o de Dalmacia. Luchar contra los feroces y empobrecidos rebeldes hispanos era un trabajo que compensaba muy poco si se comparaba con una guerra contra Cartago.
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Hay que tener en cuenta, asimismo, que entre 155 y 153 los rebeldes hispanos habían propinado varias palizas a los ejércitos romanos. Esos reveses estaban minando el prestigio internacional de la República. El prestigio no era únicamente una cuestión inmaterial: puesto que Roma no era capaz de proteger a las tribus hispanas aliadas —léase vasallas—, estas se sublevaban también, con lo cual cada vez se le acumulaban más enemigos contra los que combatir.
Una buena forma de recuperar su reputación para que los antiguos aliados volvieran al redil era derrotar por tercera vez a Cartago. Y los romanos estaban convencidos de que lo iban a conseguir prácticamente sin bajarse del trirreme, por parafrasear la famosa frase de Helenio Herrera.
Sumando unos motivos y otros, la guerra ya estaba decidida antes de que expirase el tratado. El problema para los romanos era encontrar un pretexto, un
casus belli
para poder alegar que se trataba de una guerra justa.
El
casus belli
que buscaban llegó en 150. Ese año, la facción democrática de Cartago —término que ya hemos visto que se refería a la mayoría de sus ciudadanos— expulsó a cuarenta hombres de Masinisa que trabajaban como una quinta columna dentro de la ciudad. Los desterrados se refugiaron junto al rey, y este envió a Cartago a sus hijos Micipsa y Gulusa para exigir que aquellos hombres fueran readmitidos. Los cartagineses no solo no les hicieron caso, sino que ni siquiera les dejaron entrar en la ciudad, e incluso se produjo un ataque contra su comitiva en el que murió un ayudante de Gulusa.
Como respuesta, Masinisa invadió el territorio púnico y asedió la ciudad de Horoscopa, cuya localización exacta se desconoce. Puesto que el tratado con Roma había caducado, las autoridades cartaginesas decidieron que no tenían por qué pedirle permiso para actuar y movilizaron a veinticinco mil infantes y cuatrocientos jinetes dirigidos por un general llamado Asdrúbal. Era un ejército muy corto de caballería, pero recibió refuerzos cuando dos caudillos númidas llamados Asasis y Suba y sus seis mil jinetes desertaron de las filas de Masinisa. Aunque Apiano no lo explique, parece obvio que esa deserción no fue improvisada, sino que Asasis y Suba ya llevaban un tiempo en tratos con los púnicos.
Tras algunas escaramuzas favorables a los cartagineses, Masinisa se retiró hasta llegar a una gran explanada desértica y rodeada de colinas y quebradas. Allí acampó, y Asdrúbal tomó posiciones en una elevación cercana.
La batalla, por mutuo acuerdo, se libró al día siguiente en la llanura. Un tribuno militar romano la presenció desde otro monte. Se trataba de Escipión Emiliano, que venía desde Hispania enviado por el general Licinio Lúculo para pedirle elefantes de guerra a Masinisa. Escipión comentaría más tarde a sus amigos que se había sentido como un espectador en un teatro, o más bien como Júpiter desde el monte Ida contemplando la guerra de Troya.
El combate se prolongó hasta que oscureció, y se produjeron muchas bajas por ambos bandos. El resultado favoreció a Masinisa, aunque no fue tan determinante como para considerarlo una gran victoria.
Por la noche, Escipión se presentó en el campamento númida. Una vez allí, lo condujeron ante el rey, que lo saludó con gran cortesía, ya que había sido amigo de su abuelo Escipión Africano. A Escipión, por su parte, le sorprendió la vitalidad de Masinisa. A sus ochenta y ocho años, había dirigido a sus tropas cabalgando a pelo como buen númida. Su estado físico era envidiable, y para demostrarlo, la víspera de la batalla lo habían visto en pie delante de su tienda masticando pan duro.
Normalmente los tribunos militares eran bastante jóvenes, pero Escipión tenía treinta y cinco años: si se había presentado voluntario al puesto era para dar ejemplo a otros nobles, puesto que nadie quería ir a la guerra de Hispania. Con esa edad y siendo hijo biológico de Emilio Paulo, el vencedor de Pidna, y nieto adoptivo del gran Escipión Africano, poseía ya suficiente prestigio como para que tanto los númidas como los cartagineses le pidieran que arbitrase en el conflicto.
Y así hizo Escipión. Al principio, Asdrúbal aceptó las condiciones: los cartagineses se resignarían a que Masinisa se quedase con el territorio conquistado, e incluso le darían doscientos talentos de plata inmediatamente y ochocientos más a plazos. Pero cuando el rey exigió además que le fueran entregados los caudillos desertores y sus seis mil jinetes, Asdrúbal se negó.
Aquello rompió las negociaciones. Mientras Escipión regresaba a Hispania con sus elefantes, Masinisa cercó a los cartagineses en el monte donde estaban acampados.
En aquellos parajes desolados no había nada que comer. Cuando agotaron sus provisiones, los cartagineses devoraron todo lo que tenían a mano. Primero cayeron las acémilas y después los caballos. Tanta hambre pasaban que llegaron a hervir los arneses de cuero para poder masticarlos y, como no tenían leña, usaron de combustible sus propios escudos. Para colmo, sin agua y bajo el sol, los muertos causaban una terrible pestilencia, ya que no podían tan siquiera sacarlos del campamento.
Cuando ya no soportaban más aquella situación infrahumana, los púnicos se rindieron sometiéndose a condiciones más duras que las que habían rechazado al principio. Además de entregar a los desertores, acordaron recibir de nuevo en Cartago a los agentes del rey, y darle a este una indemnización de cinco mil talentos pagadera en cincuenta años. Con un plazo tan largo, Masinisa estaba pensando en sus hijos y el futuro de su reino; a no ser que su salud y su longevidad le hubieran hecho creer que de verdad iba a vivir para siempre.
Los cartagineses, para colmo, tuvieron que soportar la humillación de pasar entre sus enemigos, vestidos tan solo con una túnica, y aguantar sus insultos y escupitajos. Como toda situación es susceptible de empeorar, mientras regresaban a la ciudad desarmados, Gulusa los atacó con un escuadrón de caballería y mató a muchos de ellos.
La victoria para Masinisa era total. Había destruido al ejército de Cartago y reducido su territorio a una estrecha franja pegada al mar, y para mayor satisfacción el acuerdo le permitía seguir extorsionando a su enemigo. Ahora que el tratado con la República había prescrito, Cartago se acababa de convertir en realidad en vasalla de Masinisa, no de Roma.
Eso era algo que, como ya hemos comentado, los romanos no podían consentir, de modo que inmediatamente empezaron a reclutar un ejército. Su pretexto para tomar represalias contra Cartago era que esta se había atrevido a declararle la guerra a Numidia sin pedir permiso a Roma. ¿Seguía en vigor en ese aspecto el tratado de paz de 201? Al parecer, los cartagineses pensaban que no y los romanos que sí. Nosotros no vamos a enfangarnos ahora en esa cuestión.
Por si acaso, los cartagineses enviaron una embajada a Roma para preguntar cómo podían evitar la guerra. Antes, con el objetivo de congraciarse al senado romano, condenaron a muerte a Asdrúbal y Cartalón como incitadores de la guerra contra Masinisa. El primero se salvó porque no llegó a presentarse en Cartago, sino que se hizo fuerte en la ciudad de Néferis con los restos del ejército y otros hombres que pudo reclutar. De Cartalón no se vuelve a saber nada en esta historia, así que es posible que le echaran el guante. En tales casos, el destino para un líder fracasado era la crucifixión.
En Roma, los senadores se hicieron los misteriosos. Si Cartago no quería guerra, respondieron, debía dar satisfacción al pueblo romano. Pero no explicaron en qué consistía esa satisfacción ni a los embajadores ni a los miembros de una segunda legación.
Mientras tanto, los preparativos bélicos seguían en marcha y los diplomáticos y los espías actuaban entre bambalinas. Útica, la segunda ciudad del territorio púnico, que distaba unos cuarenta kilómetros de Cartago, se pasó al bando romano. Teniendo en cuenta que medio siglo antes había sido el puerto elegido por Escipión para desembarcar en África, aquello suponía un presagio siniestro para los cartagineses.
A principios de 149 los senadores se reunieron en el Capitolio y aprobaron una declaración de guerra, que fue refrendada en los comicios por centurias. En contra de la costumbre, el senado no encomendó las operaciones a un solo cónsul, sino a los dos de aquel año. Manio Manilio, que hasta entonces había destacado más como orador y jurista que como general, mandaría las legiones, mientras que Marcio Censorino dirigiría la flota.
Eso demuestra que esta campaña no era la de Hispania y que había bofetadas para apuntarse. De hecho, no surgieron problemas para encontrar reclutas. El doble ejército consular, formado por más de cincuenta mil hombres, embarcó en una flota formada por cincuenta quinquerremes, cien naves de combate ligeras y un número indeterminado de barcos de transporte. Con ellos viajaba Escipión Emiliano, de nuevo con el puesto de tribuno militar.
Los cartagineses enviaron una nueva embajada a Roma. El senado dijo a los diplomáticos que, si entregaban como rehenes a trescientos niños de las mejores familias de la ciudad y obedecían el resto de sus instrucciones, Cartago conservaría su libertad y sus territorios. Fue una respuesta bastante cínica, puesto que la guerra ya estaba más que decidida.
Dispuestos a casi todo por evitar una contienda que sabían que estaban condenados a perder, los cartagineses obedecieron, eligieron a trescientos críos y los embarcaron para enviarlos a Lilibeo, en Sicilia, donde se hallaban los cónsules con sus tropas. Aquí el historiador Apiano da rienda suelta a su pluma y se extiende unas cuantas líneas describiendo cómo las madres se arrancaban los cabellos, se arañaban los pechos e incluso se arrojaban al agua nadando detrás del barco que se llevaba a sus hijos. Adornos retóricos aparte, lo cierto era que estaban entregando a aquellos niños como rehenes sin condiciones y sin saber si les iba a servir para algo.
Y, de momento, no sirvió. Los cónsules se limitaron a enviar a los trescientos chicos a Roma, y después zarparon de Lilibeo y desembarcaron en Útica.
Allí acudió una nueva legación cartaginesa. Manilio y Censorino los recibieron sentados en un alto estrado, rodeados de tribunos y legados. Para humillar todavía más a los embajadores, les obligaron a quedarse abajo, al otro lado de un cordón. Ante ellos, todo el ejército formaba con las armas relucientes como para un desfile.
Los cartagineses estaban dispuestos a ofrecerse en
deditio in fidem
, una rendición incondicional. Censorino les exigió que empezaran por entregar todas sus armas. Los embajadores preguntaron cómo se defenderían entonces de Asdrúbal, el general al que habían condenado a muerte, pues se hallaba acampado cerca de Cartago con un ejército de veinte mil hombres y suponía una amenaza para la ciudad. «Dejad que yo me encargue de Asdrúbal», respondió Censorino.
Los cartagineses no tuvieron otro remedio que aceptar. En la entrega del armamento ejerció de mediador Escipión Násica, que mantenía buenas relaciones con los púnicos. Un enorme convoy viajó de Cartago a Útica. Según las fuentes antiguas, aquellos carromatos llevaban dos mil catapultas de diversas clases y la friolera de doscientas mil panoplias; es decir, el equipo completo para armar a doscientos mil hombres.