Veo que se gira y se dirige airado hacia la puerta de mi casa, dejándome a medias de la cena romántica que le he preparado. Pero es viernes y odio cenar sola los viernes así que tomo la rápida decisión de templar mi discurso.
—Te he pedido que te vengas conmigo, pero no puedo invitarte, ya me gustaría poder darme ese capricho. Nada me complacería más que hacer el amor contigo en un hotel de lujo en el Gran Canal.
Deseo que mis palabras hagan efecto y…
voilà
. Se detiene a pocos pasos de la puerta y cambia de dirección. Se va al dormitorio y rápidamente vuelve con algo en la mano que no identifico hasta que lo coloca sin muchos miramientos encima de la mesa. Es uno de mis dildos vibradores. El más grande de todos ellos, que fue un regalo de Lucas Tenorio como agradecimiento a un día que le saqué a pasear en uno de mis post.
Como yo suelo decir siempre, nunca digas de esta agua no beberé y esta polla no me cabe porque, aunque no tenía yo todas conmigo de que el artilugio me fuera a caber sin ayuda, entró. No es mi favorito porque me da la sensación de estar siendo empalada y yo prefiero otro tipo de galanteos aunque sean mecánicos, así que cuando Javier aparece con él en el comedor me quedo paralizada entre la lujuria y el miedo. Y no sé cuál de los dos sentimientos es más excitante.
No dice nada, me coge de la mano y me lleva al sofá, lo que agradezco porque no me apetece experimentar una escena a lo Jessica Lange en
El cartero siempre llama
dos veces
, ni tener que recoger después restos de comida de debajo de la mesa.
Me levanta la falda, me quita las bragas, se humedece la mano con la lengua (costumbre que detesto y además era del todo innecesaria porque yo ya estoy lubricada como para dejar pasar entre mis piernas al mismísimo Queen Mary) y se frota con ella el miembro antes de metérmelo.
¡Hala, ahí, sin preliminares ni nada…! Como en los tiempos de las cavernas. Lo que más me fastidia en estas situaciones es que mi cuerpo contradice las órdenes de mi cabeza. ¿A quién le gusta que la penetre un troglodita sin miramientos? A mi vagina. Hay que fastidiarse. Un día, bueno; dos, pase; pero por costumbre… Yo lo odio.
No llevamos las mujeres años reclamando nuestros mimitos preliminares para que llegue mi vagina y se lubrique con la sola idea de que un pene la traspase sin más. A Javier esa reacción fisiológica sigue sorprendiéndole y, cuando nota la humedad natural de mis partes bajas, me mira a los ojos con la más pervertida de sus sonrisas y me suelta una lindeza:
—Pero mira que eres puta, Pandora. Te pasas la vida caliente. ¿Cómo quieres que me quede tranquilo si me dices que te vas dos días con otro tío a Venecia?
Forcejeo un poco para sacarle de dentro y, como no me deja (y mi cuerpo no quiere, todo hay que decirlo), protesto:
—Oye, eso de puta que sea la última vez que te lo oiga decir refiriéndote a mí…
—Calla —me ordena—. A ver si te gusta esta otra polla. Y, cuando vuelvas de Venecia, me dices si la del fotógrafo ese es como la mía o como ésta.
Iba a mandarle a la mierda, pero en ese momento saca su pene y coloca en su lugar el dildo, así que valoro rápidamente la economía del esfuerzo que me supone hablar y decido que es más urgente y más corto pronunciar tres palabras que cuatro.
Y en lugar de «Vete a la mierda», respiro hondo y le suplico:
—Despacio, por favor.
¿Se siente más hombre? ¿Está más seguro de mí después de su exhibición de machismo y desconfianza? No lo sé, pero no me hace daño, porque hubiera sido su última hazaña sobre la faz de la tierra y porque, en cuanto ve que el dildo me entra con facilidad, rompe a reír, se le cae la máscara de tipo duro y, lo que parece un escarmiento, se convierte en una de las mejores sesiones de sexo que recuerdo.
Hay partes dulces, otras duras y todas exageradamente excitantes en las que llevamos el extremo del placer más allá de lo que habíamos experimentado juntos.
Pero reconozco que no me gusta el Javier dominante, celoso y aleccionador que vi anoche, lo que, por otra parte, no es más que un paso adelante en la deriva que la situación está tomando en los últimos tiempos.
—¿Tú crees que será una racha? —le pregunto a Patricia por la mañana mientras recojo los platos de la cena con los restos de comida ya pegados por no haberlos metido en agua la noche anterior.
Patri guarda silencio unos segundos, como escogiendo las palabras adecuadas, y luego suelta un discurso que viene a decir algo así como que todas las relaciones tienen altibajos, momentos álgidos y otros menos intensos y que todos necesitamos espacio para seguir creciendo.
—Te va a venir fantástico irte a Venecia. Esto… ¿te dijo Javier qué hará él mientras tú no estás?
—No. Esta mañana se ha marchado a su casa a trabajar y me ha dicho que el fin de semana me llevará a un spa. Algo tranquilo y supongo que erótico para que me vaya bien servida a Venecia. Está de un pesado con los celos…
—No le contaste lo de Pablo, ¿correcto?
La pregunta de Patricia me coge por sorpresa.
—Pues, pues… no, claro que no. Tampoco tengo nada que contarle, Patri. No pasó nada.
—Bueno, es pronto, ya veremos. ¿Te acuerdas de su amigo? ¿El que me pidió el teléfono? Pues he quedado con él el sábado…
Cuando colgamos el teléfono, Patricia llama a Juan Carlos y le pone al día de los planes para el lunes. La idea es que, a primera hora de la mañana, Javier me lleve a la T4 para coger el avión, que despega a eso de las ocho. El corresponsal tiene dos días para trazar el plan de acción que queda de la siguiente manera: Pepe seguirá al coche de Javier en el taxi de un amigo al que ha convencido para implicarse en la aventura previo pago de una generosa cantidad por el alquiler de coche y chófer. De ese modo podrán tenerle cerca sin despertar sus sospechas y no perderle de vista.
Mientras tanto, Julia tendrá que empezar a moverse con la matrícula del coche de Javier, el alquiler de su casa y otros detalles y Juan Carlos, a indagar su pasado tirando del hilo de lo que pueda ir descubriendo Pepe en su seguimiento, de la bodega en la que ejerce de enólogo y de ese nuevo nombre que ha aparecido: Héctor.
Dos nombres: Javier para mí y Héctor para Samantha/Red Angel… A estas alturas de la película, a nadie se le escapa que hay mucho que rascar, así que Laurita y Marcos son comisariados para rastrear los posibles vínculos y perfiles de Javier en la red.
¿Y yo? Yo, que soy tonta, finjo que busco como una loca un biquini para el fin de semana mientras le hago un hueco a mi novio en el armario.
Ya he descartado tres por llamativos, provocativos y descocados y, de paso, he logrado liberar dos cajones enteros que me imagino llenando de sus camisetas y su ropa interior. Por fin encuentro uno que no sólo me parece perfecto para la ocasión, sino que ya he lucido anteriormente en un spa del que tengo un recuerdo imborrable.
Tan inolvidable fue que lo puse negro sobre blanco en un post con el que inauguré la segunda temporada de
La cama de Pandora
.
Volver de vacaciones tiene sus cosas buenas. Es verdad que se acaba esa noche desenfrenada que es el verano, el estímulo playero, las visitas turísticas y los amores de temporada alta, pero a cambio regresas al silencio de tu casa (en el caso de que la casa, como la mía, sea silenciosa), a las rutinas aprendidas, a los compañeros de trabajo y… a esa gozosa medicina contra la depresión postvacacional. Porque sí, chicas, yo conozco el remedio perfecto.
Lo descubrí hace tiempo y desde entonces casi os diría que afronto el regreso a casa con otra alegría.
Resulta que mis amigas me regalaron hace dos años por mi cumpleaños un completo programa de terapia hidrotermal en un spa urbano muy de moda. Había de todo (sauna, baño turco, jacuzzi, masaje, limpieza de cutis, manicura…) lo que una necesita para sentirse como nueva. Lo fui dejando hasta que, a punto de caducarme, me llamaron del balneario para darme un ultimátum: o me plantaba allí antes del 15 de septiembre o ya podía tirar la invitación a la papelera.
Si estáis pensando en imitarme, os aconsejo que elijáis un día de diario por una cuestión obvia: no hay nadie.
Y allí estaba yo, con mi trajecito de baño, mi moreno playero y mi tendencia a la voluptuosidad, envuelta en un albornoz blanco inmaculado y ante una enorme piscina de chorros que, la monitora me explicaba, iban a estimular todos los puntos estratégicos de mis piernas, abdomen, glúteos y demás partes blandas que se me caerán al suelo dentro de muchos, muchos años.
—Esta parte dura unos cuarenta y cinco minutos. Ya volveré a buscarte —prometió.
Y allí me quedé yo, sola en una piscina de agua templada sospechosamente en calma con una serie de botones en el borde y casi una hora por delante para explorar.
Y le di al primer botón…
La fuerza con la que salió el agua me echó para atrás. Me agarré al bordillo y me quedé todo lo quieta que pude mientras los chorritos me machacaban (literalmente) las piernas desde los tobillos a la cintura. La segunda y la tercera parada eran más o menos por el estilo. Y también la cuarta, sólo que en ésa, cansada de que me vapulearan las piernas por delante, me di media vuelta y le ofrecí a los chorros asesinos mi retaguardia. Me agarré al bordillo con los brazos hacia atrás y me dejé caer un poco hacia delante de forma que mis glúteos dejaron al descubierto esa parte posterior de mi sexo que yo llamo el nies (ni es culo ni es coño).
¡Qué sensación! No era ni mucho menos una caricia, pero el golpeteo del agua tenía la rudeza deliciosa del sexo rápido e improvisado y me dio una idea brillante.
Rápidamente me giré de nuevo, me coloqué en posición y abrí ligeramente las piernas. ¡Fue alucinante!
El chorrito de la ducha es un juego de niños comparado con la fuerza de aquel amante acuático que nunca se cansaba de mojarme el clítoris y que me provocó uno de los orgasmos más intensos de mi vida (hay que ser sensatas: si estás demasiado cerca, el dolor se impone, tenedlo en cuenta). Consciente de que no había nadie para ver mi cara desencajada por el placer volví a darle al botón. Luego regresé al primer pulsador, al segundo y al tercero y dejé que el chorro me sorprendiera en diferentes posturas pero con idéntica potencia erótica.
Cuarenta minutos y diez paradas de chorritos después (¿os imagináis una pareja absolutamente incansable?…) llegué al jacuzzi que también tenía colocados estratégicamente los propulsores y allí me quedé, mecida por un éxtasis inagotable hasta que llegó la monitora. Le costó un rato convencerme para que saliera de la piscina, pero la penumbra y la soledad del baño turco primero y de la sauna después, me ofrecieron otra oportunidad para convertir aquel regalo de cumpleaños en algo totalmente inolvidable.
Abandoné el spa con un aspecto tan relajado que Marta, con quien había quedado para cenar, se quedó alucinada.
—Pero ¿tú no vienes del balneario? ¿Y esa cara? ¿Qué le has hecho al masajista? Que te conozco, Pandora… —me preguntó muerta de envidia.
Como tengo el corazón de oro, corrí la voz y, desde entonces, mis amigas y yo volvemos de vacaciones con otro semblante. De hecho, somos las únicas del atasco que regresamos contentas. Al spa siempre vamos por separado, eso sí, aunque estamos planeando ir un día todas juntas. ¿Será igual que participar en una orgía?
Ni veo a Pepe ni me extraña que un taxi venga todo el camino desde mi casa hasta el aeropuerto detrás del BMW de Javier. Madrid se despierta esta mañana de Lunes de Pascua con la resaca lógica tras un Domingo de Resurrección de vuelta de vacaciones. El aeropuerto, de hecho, registra más afluencia que un lunes cualquiera y los rezagados de la Semana Santa vuelven a sus casas con la maleta llena de ropa sucia y anécdotas que contar.
Diviso a Luis Martín, el fotógrafo, haciendo cola en el mostrador de facturación de Iberia y me dirijo hacia él consciente de que Javier no se marchará hasta que haya echado la meada de rigor para marcar su territorio.
—¿Te acuerdas de Luis? Fue quien nos hizo la foto en la fiesta del periódico —digo a modo de presentación.
Javier le tiende la mano y debe de apretársela más de la cuenta porque Luis da un respingo y contiene una mueca de dolor.
Como me había figurado, mi novio no deja de abrazarme, besarme y tocarme ni un solo segundo hasta que no tenemos más remedio que pasar el arco de seguridad y le pierdo de vista entre la multitud de personas que se preparan para el embarque.
—Tu novio es un poco intenso, ¿no?
Ignoro la broma de Luis y me concentro en los folletos del hotel que vamos a visitar, en su nota de prensa y en el trabajo de dos días que tenemos por delante.
—¿No se fía de ti o de mí?
Le contesto con una mirada asesina y Luis sonríe misteriosamente antes de ponerse los auriculares de su iPod.
Ni Javier ni ninguno de los novios que he tenido antes que él han tenido que desconfiar de mí en ninguna circunstancia. Aunque los viajes me parecen los acontecimientos más excitantes del mundo, sólo he caído en las garras del sexo viajero cuando he estado sin pareja.
Mientras esperamos nuestro embarque, me viene a la cabeza aquella vez que traspuse hasta Sri Lanka para hacer un reportaje que más tarde vendí a una revista de viajes. Me vino bien porque estaba en un
impasse
de relaciones y porque el fotógrafo que contraté con una agencia resultó ser el muchacho más guapo de la isla.
Como su nombre era del todo impronunciable, decidí llamarle Lunes, al más puro estilo Robinson Crusoe, porque ése fue el día en que aterricé en Colombo y le vi con mi nombre mal escrito en una cartulina, delante de un montón de hombres de piel oscura que miraban a las turistas con los ojos como platos. Él también me rebautizó y se empeñó en llamarme Pandoro, pero aunque intenté corregirle la pronunciación varias veces, siempre repetía «Pandoro» y abría su preciosa boca en una sonrisa blanca y perfecta. Llegué a la conclusión de que a lo mejor tenía algún significado en su lengua. De hecho, todo el mundo al que me presentaba pronunciando así mi nombre me sonreía de la misma manera y, fuese lo que fuese, no me quedaba más remedio que asumir que Lunes gastase esa pequeña broma a mi costa.
Hasta que llegamos a un lugar perdido de la mano de Dios llamado Batticaloa, donde al presentarme como Pandoro al responsable de uno de los pocos hoteles de la ciudad, después de soltar una carcajada, el hombre se acercó mi mano a la boca como si fuera a morderla y preguntó coqueto: