Sexpedida de soltera (20 page)

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Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

Me eché las manos a la cabeza y le desperté a patadas.

—¿Qué haces? ¡Que no ha pasado nada! Te lo juro, Pandora… ¡Para! —se defendió el pobre.

—No me fastidies… ¿Qué hago en tu cama? ¿Y de quién son estas bragas?… Por Dios… No recuerdo que hubiera sexo. Dime que no hemos… ¿Me acordaría?

—Hombre… espero que sí. Yo sí que me acordaría. Ya te digo si me acordaría… Pero no ha sucedido porque no me estimula el sexo con cadáveres, y anoche estabas catatónica. En cuanto a tus bragas… si no son éstas, supongo que alguna de las otras chicas tendrá las tuyas.

—¿Otra chica tiene mi ropa interior?

Hay que fastidiarse, para una vez que la cosa se desmadra, voy yo y me lo pierdo… Eso es lo que pasa cuando eres joven y tu peor pesadilla se llama Ginebra de Garrafón; que acabas enseñando el culo y perdiéndote la fiesta. Y qué fiesta… El parte de guerra quedó así: una piscina impracticable, destrozos de diversa consideración, sexo en todas las habitaciones de la casa menos en la mía (la de Sergio, se entiende), dos bragas hechas prisioneras, y una condena de toda la vida castigados sin salir para mi amiga y su hermano.

Pienso en ella cuando el comandante anuncia que vamos a aterrizar en Barajas y me imagino a Javier esperándome al otro lado de la puerta de salidas de la T4. He intentado borrar a Pablo de mi cabeza y no sé bien cómo sentirme respecto al hecho de volver a mi vida y retomar una relación que hasta hace dos semanas me parecía sólida y con futuro pero últimamente me ha dado más penas que alegrías. Suspiro e intento seguir el último consejo que Marta me dio antes de subirnos en la limusina blanca (¿qué pasa?, no nos cabían las maletas en un taxi…) que nos llevó al aeropuerto.

—Sé siempre tú misma, Pandora. Deberías estar tan orgullosa de ti como yo lo estoy. Eres la persona más libre que conozco y eso es un don. Aprovéchalo.

La sensación de libertad me dura exactamente cuatro horas, veinticinco minutos y cincuenta y ocho segundos más, hasta que cruzo la puerta de salidas de la terminal 4 de Barajas y me encuentro cara a cara con Javier. Bueno, concretamente con un cartel que lleva el siguiente mensaje escrito: «MI novia». Con el
mi
en mayúsculas que me hace sentirme una vez más de su propiedad, y todo el efecto benéfico de una semana con mis amigas en Nueva York se evapora.

Muy cerca de Javier, con su mejor sonrisa, veo a Henry Lowett III.

Así que, como paso a su lado, me paro para darle un beso antes de dejarle el campo libre a Carmen, que le saluda con toda la paz de alguien con la conciencia tranquila. Hala, ahí, sin remordimientos.

Es que hay algunas que… En fin. Javier me mira extrañado, pero me acoge entre sus brazos, me levanta un poco del suelo y, cuando por fin me suelto de su cuello después de besarle larga, lenta y profundamente, me pregunta con un movimiento de cabeza quién es el otro.

—Es el novio de Carmen, Henry… Ah, claro, que no os conocéis… —dejo caer la observación por si recapacita de paso sobre lo extraño que resulta que no conozca todavía al novio de una de mis mejores amigas.

La cara con que se estrechan la mano, cuando les presento, me aclara que, de todas formas, no van a ser íntimos, como además Javier se encarga de dejar prístino cuando coge mis maletas y deja allí tiradas a las demás, aunque yo le pido que llevemos a una de ellas a su casa.

—No pasa nada, Pandora, yo las llevo —se ofrece Henry mientras yo me despido a toda prisa de mis amigas y corro en pos de Javier, que ya está camino del parking.

—Estoy ansioso por llegar a casa y follarte —me dice al oído mientras me aplasta un poco contra la puerta del ascensor del aeropuerto, en el que bajamos solos.

La reacción de mi cuerpo, húmeda, receptiva y deseosa, como siempre, me reconcilia en parte conmigo misma y, aunque me siento incómoda por su desplante, deseo también estar ya en casa para tenerle dentro de mí y que llene cualquier hueco por el que se haya colado Pablo.

El jueves por la mañana, ignorando el jet lag y mi sensación de cansancio, me presento en el periódico tan temprano que llego incluso antes que Julia, así que aprovecho para meterme en el editor de blog y comprobar qué ha sido de la edición del artículo que envié el día anterior.

EL EFECTO POCAHONTAS

Patricia, Elena y yo llevamos años realizando un curioso experimento para demostrar la sinsustancia emocional de algunos hombres. De hecho, aprovechando la circunstancia, Patri, que es psicóloga, cree que está en condiciones de escribir una tesis doctoral al respecto.

—Yo voy a proponérselo a algún catedrático de la Facultad, a ver si cuela —me contaba hace poco mientras se acariciaba entre complacida y disgustada su nuca desnuda.

Y es que esta primavera Patricia se ha cortado el pelo. No parece que tenga menor importancia, pero tal y como lo define ella (definición que me ha copiado), es como si se hubiera borrado la cara. ¡Los hombres no la ven, sólo algunas mujeres! Y las que la ven es para decirle:

—Uy, qué corte tan mono te has hecho. Te queda genial…

Lo que viene a significar: «Ni muerta me hago yo eso…». Y es cierto, ni muertas se lo hacen.

Hace años que vengo observándolo y no falla. Una vez, hace mucho tiempo, entré con Patri y Elena en un pub de moda lleno de gente guapa hasta las trancas.

Aquel día yo estrenaba un corte de pelo arriesgado pero muy favorecedor que le daba un merecido descanso a mi desgastada melena y un juvenil toque de «virgencita viciosa» (mi estilista
dixit
) a mi cara. Después de dar dos vueltas por el garito, entrar al baño y pedir una copa, llegué a la conclusión de que yo y sólo yo, entre las doscientas o trescientas chicas que habría allí, llevaba el pelo a la altura de las orejas.

Por supuesto, mis amigas ligaron y allí me quedé, sola y abandonada, intentando averiguar por qué nadie me miraba si prácticamente era una clienta asidua y nunca cerraba una noche en blanco.

Aquella vez fue un fracaso, pero de ahí nació la idea del experimento. Meses después, en verano, conocí a unos chicos estupendos en la playa a la que voy siempre. Me adoptaron como amiga y me sacaron a pasear sin intentar nunca ligar conmigo. La verdad es que tampoco me importó mucho (todo el mundo se merece un descanso…), pero tomé oportunamente nota para el recuento de Patri.

Después le tocó a Elena, que aprovechó que cortaba con su entonces novio para cambiarse de look y ¡zas! La mujer que los enamora a todos, nuestra Elena de Troya, se quedó como Sansón cuando a Dalila se le fue la mano con las tijeras: hundida, desconcertada.

—¿Pero cómo es posible, Pandora? —preguntaba descorazonada—. Tengo la misma cara, el mismo culo, las mismas tetas y las mismas ganas… Pero es como si estuviese muerta. ¿Me hace mayor?

Pero no. Ni a Elena la hacía mayor, ni a Patri se le borra la cara ni yo dejé de ser Pandora, pero está claro que, para muchos hombres que viven aferrados inconscientemente a un ideal estético, al cortarnos la melena perdimos sex appeal.

Como lo del pelo siempre es algo reversible, con el paso del tiempo fui comprobando cómo mi popularidad renacía según iba recuperando centímetros.

Cuando el pelo traspasó la barrera psicológica de los hombros, volví a tener cara y cuando creció otros cinco dedos más se me abrían solas todas las puertas. Tanto que, cuando entraba en algunos sitios, era como si hubiesen tocado la campanilla para anunciarme. Así, como a mí me gusta: giro de cabeza de 180 grados, brillo de acero en los dientes y mirada aprobatoria.

Nuestra hipótesis quedó definitivamente confirmada cuando el verano pasado volví al pueblo de la playa al que no regresaba desde hacía dos años y mis entrañables amigos de entonces me querían sacar de paseo igual, pero ya en solitario y con otras intenciones. Una noche, sentada sobre el más guapo (y simple) de ellos en una tumbona abandonada de la playa, me di cuenta de que no dejaba de sobarme la melena (vamos, que la utilizaba casi para equilibrarse entre embestidas), así es que aproveché para preguntarle.

—Oye, ¿qué te pasa? No me des tirones.

—¿Eh?… Mmm, nada. Pero estás tan guapa, tan cambiada…

Ganitas me entraron de levantarme de allí, pero entonces me soltó el pelo, metió las manos bajo mi falda y me hizo olvidarme un rato del experimento.

Lo mío con la cabellera larga es una relación de amorodio: me gusta lucirla, pero es tan incómoda y difícil de cuidar… Da muy buen resultado, pero a veces te sientes antigua. Tardas un segundo en cortártela y varios años en volver a tenerla igual. ¡Y cada vez que se te cae un pelo parece que te estás quedando calva!

En realidad, el sueño de mi vida es raparme la cabeza a lo Demi Moore en La Teniente O’Neil y que se me acerquen los mismos hombres que ahora. Pero qué queréis que os diga. Una vez concluido el estudio y sacadas las conclusiones, no creo que caiga esa breva.

La guinda la puso anoche un amigo cachorro que tengo (heterosexual y entrañable, pero sin derecho a roce), que me confesó que a él le gustan las chicas con pelo corto porque está enamorado de los cuellos.

—Hay cortes muy chic y favorecedores, Pandora.

Sí, lo sé. Pero no tuve que torturarle siquiera para que, cinco minutos después, me confesara que, cuando se imagina con una mujer en la cama, la idea que tiene en la cabeza es la de una bella amazona sentada a
orcajadas
sobre su cara, con el cuerpo arqueado hacia atrás y las puntas de la melena acariciándole suavemente el escroto mientras él le acaricia otra cosa con la punta de su lengua.

En fin, una víctima más del síndrome Pocahontas.

Lo releo, compruebo que los dibujos de Luci estén correctamente metidos y, a punto estoy de darle el OK, cuando reparo en la descomunal falta de ortografía que hay en el último párrafo:
orcajadas
sin h.

Me quedo alucinada intentando recordar si yo pude cometer tamaña errata ayer, mientras tecleaba el post en el avión de vuelta, pero estoy completamente segura de que lo escribí bien. Lo corrijo sin más y cuelgo la entrada en el blog.

Voy al despacho de Fernando y le encuentro revisando la web.

—¿Qué tal en Nueva York? ¿Te lo has pasado bien? ¿Algún
pandorismo
para alimentar a tus lectores?

Tengo que recordarle que ahora soy una mujer comprometida y reclamo su atención para preguntarle:

—Oye, el relato que mandé ayer… ¿quién lo ha editado?

—Julia no estaba, así es que se lo di a Esther. ¿Por qué? Por cierto, ¿has pensado algo de lo que hablamos? Te lo digo porque Esther precisamente me ha propuesto algo y quiero que sepas que no te tienes que sentir obligada a seguir, que ya tenemos más o menos otra cosa por si al final cierras
La cama
. Aunque si te digo la verdad, me gusta mucho más lo que tú haces, pero bueno… a falta de pan…

Salgo del despacho entre alucinada y perpleja y me encuentro a Julia ya sentada ante su mesa.

—Deja de investigar. Ya sé quién está saboteando mis textos.

Salimos de la redacción y le cuento mis sospechas sobre Esther y todo lo que pasó en Nueva York. Sobre lo primero acordamos que no podemos hacer mucho más, de momento, que seguir vigilando los textos de cerca. Lo segundo, la historia de Pablo, provoca en Julia una sonrisa cómplice.

—¡Qué romántico! ¿Seguro que no pasó nada? O ahora como estás comprometida ya no me cuentas las cosas…

Bromeamos un rato más y volvemos al trabajo. Consuelo me recibe con los brazos abiertos. En lugar de una semana, para la señora de la limpieza, parece que haya pasado un año desde el día en que me dijo riéndose cuando vaciaba mi papelera:

—Me traerás algo de Nueva York, ¿no?

Así que cuando consigo zafarme de su abrazo le entrego un paquete que he envuelto esta mañana en papel de periódico del
New York Times
.

—¿Qué es esto, Pandora? ¿Qué pone aquí?

—Es un guión de cine. De la película Annie Hall, de Woody Allen. Es para tu hija. ¿No termina este año Arte Dramático? Pues llévaselo de mi parte.

Mentarle a su hija Nuria significa para Consuelo tocarle la fibra sensible. No me extraño cuando se le llenan los ojos de lágrimas. Le costó mucho esfuerzo entrar en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, pero Nuria ha cumplido con creces sus aspiraciones y las de su madre. Hasta la fecha sólo ha salido de extra en series de televisión y anuncios, pero ella sigue soñando con hacer teatro, como Nuria Espert, la mujer que inspiró a su madre cuando eligió su nombre, porque había sentido su primera patada una tarde en el teatro, viendo
La casa de Bernarda Alba
, bajo su dirección.

—Tu hija es una romántica. El teatro es como la poesía, es la actuación más pura, pero llega a menos gente —le dije una vez que Nuria fue a visitarnos al periódico.

—Yo haré cine cuando me lo pida Woody Allen —me dijo la niña con un gesto de soberbia de esos que se perdonan más fácilmente cuanto más joven es quien lo pronuncia y que hizo que a Esther, que pasaba por allí en ese momento, se le escapara una carcajada.

—Pues vas lista, guapa…

Desde entonces Consuelo y Esther no se hablan, pero a mí me quedó claro que había que alimentar los sueños de la fierecilla y cuando me encontré por casualidad el guión de
Annie Hall
en aquella tienda dedicada al cine en Manhattan, supe que tenía que llevárselo.

Consuelo abraza el cuaderno con el mismo entusiasmo con el que me ha abrazado a mí, lo guarda dentro del carrito de la limpieza y, por todo agradecimiento, me aprieta la mano mientras se va argumentando que tiene mucho trabajo para que no la vea llorar.

De alguna manera tengo que compensarle por todos los cotilleos que me cuenta sobre las cosas que ha encontrado en los baños de hombres. Como aquel que nos tuvo en un sinvivir varias semanas a Julia, Martín Lobo y a mí, sobre si había encontrado semen salpicando las paredes de uno de los excusados de caballeros en la oficina que limpia los días que no trabaja en el periódico.

—¿Me estás diciendo que hay gente que se masturba en el baño de su trabajo?

—le preguntó indignada Julia.

—Yo no hago eso aquí, pero a mí no me parece mal, que conste. Un desahogo siempre es saludable, mujer… —La sonrisa retorcida de Martín me llevó a preguntarme si no le habría gustado participar en el desahogo en cuestión…

—Pues yo creo que, en lugar de masturbarse, la gente debería follar más en el trabajo… Pero con gente de fuera, claro. Estoy convencida de que los jefes tendrían mejor carácter y mejores ideas y todos estaríamos menos tensos.

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