Sexpedida de soltera (19 page)

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Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

Como es de esperar, en cuanto nuestros amigos se acercan, los americanos se huelen la competencia y se retiran pronto y con dignidad.

No es noche de dormir, en cualquier caso, así que nos las ingeniamos para encontrar un garito abierto hasta las cuatro de la madrugada y aunque la música no es muy de mi gusto y la parroquia un poco joven, no tiene pinta de ir a aparecer la policía, como aquella vez en que celebramos mi cumpleaños con un viaje a París que resultó ser un fiasco. De hecho, fue la peor cita del mundo.

La pésima idea se le ocurrió a Patricia, que aceptó en mi nombre una cita a ciegas en la ciudad (teóricamente) más romántica del mundo. Como todos los años, por mi cumpleaños, planeo una escapada con mis amigas a algún sitio cercano.

Cuando éramos más jóvenes y la pasta no nos llegaba, solíamos irnos de casa rural o a la playa, abusando de la hospitalidad de los padres de alguna de nosotras.

Pero aquel año, después de mucho retrasarlo, por fin acordamos trasponer a París, a darnos una vuelta por el Sena y el barrio latino. Un homenaje de glamour para celebrar que mis 36 añazos parecen un lustro más jóvenes (por lo menos).

Ya en la cola del avión, cuando no había marcha atrás, va Patricia y suelta:

—Tengo una sorpresa para el sábado por la noche. He quedado con un viejo amigo que ha prometido sacarnos de marcha por París.

El teléfono de Patricia no dejó de sonar todo el viernes y el sábado por la mañana, mensajito va, mensajito viene.

A mí tantas atenciones empezaron a mosquearme un poco, sobre todo porque, en cosas como ésta, será por la inexperiencia, Patricia es menos de fiar que un paraguas de los chinos.

—Oye, y éste… ¿cómo de viejo amigo es? De viejo y de amigo…

—Bueno es que, en realidad, es un tipo al que conocimos el verano pasado en las fiestas del pueblo de la playa. Se quedó prendadito de ti y, como no le hiciste caso, me dio su teléfono por si algún día veníamos a París. Porque vive aquí desde hace unos años. ¿Te acuerdas?

A mí se me descolgó literalmente la mandíbula. Que si me acordaba… Un tipo raquítico, con cara de pajarito frito, tendencias alopécicas, andares encogidos, aliento a rancio y poca voz que me dirigía miradas torvas que a lo mejor el pobre pensaba irresistibles… Feliz cumpleaños, Pandora.

El timbre del teléfono de la habitación me sacudió un escalofrío.

—¡No contestes! Todavía podemos escaparnos…

Demasiado tarde, porque Carmen, que no se asusta ante nada, ya decía que sí, que ahora bajábamos.

El pajarito frito, encorbatado, con los zapatos relucientes y su mirada más retorcida, nos esperaba en recepción.

—Cuántas venís. Yo pensé que veníais las dos, o tú sola… —me dijo mientras me zafaba de su segundo intento de abrazo.

Pero como servidora no negocia con perdedores (ni terroristas) le espeté con mi sonrisa más dulce y un tono exterminador:

—Es mi cumpleaños. Esmérate.

Y se esmeró. Vaya si se esmeró… en arruinarnos la noche.

Para empezar, había prometido traer el coche, pero al final se vino en metro y, en lugar de coger un taxi, nos hizo meternos en el suburbano para ir en busca de lo que él definía como «un París que no olvidaréis».

Después de una hora y cuarto en tren y dos cambios de línea, hasta la paciente Carmen empezó a desesperarse:

—Pero, vamos a ver, ¿adónde nos llevas?

Y salimos a la superficie en una
banlieue
prácticamente desierta en la que el viento soplaba como un huracán.

—¿Aquí vamos a cenar?

—Es que primero quiero enseñaros unas vistas de París que…

Y recorrimos tras sus erráticos pasos unas diez manzanas, mascullando maldiciones desde nuestros zapatos de tacón, temblando de frío con nuestros vestidos de noche. Así, cómodas y discretas en los suburbios parisinos… Bien sabe Dios que le hubiera apuñalado con mi
stiletto
de acero.

Patricia, consciente de la cagada, intentaba hacerle entrar en razón:

—Verás, es que llevamos todo el día andando y son casi las doce. ¿Podríamos ir a cenar y a tomar una copa ya, por favor?

—¿A cenar?

Su tono dubitativo me hizo temer lo peor… Pero hasta en eso superó mis expectativas, y acabamos cenando unos kebabs con coca cola, de pie, en la barra de un garito sucio a punto de cerrar, al que llegamos por casualidad, después de vagar otros veinte minutos por el barrio marginal. A la hora de pagar, al colega se le deslizó un preservativo del bolsillo de la chaqueta (menudo sentido del humor, el tío, que esperaba triunfar aquella noche…), pero ni un euro para invitarnos al despropósito.

En ese punto de la noche, yo ya de perdidos al río. Cuando se negó a coger un taxi para volver a París a tomar unas copas en algún garito de moda, y nos propuso mirar en los locales de la zona, «que son realmente emergentes y mucho más baratos», le dije que sí. «A ver hasta dónde le llega a este tipo el cutrerío», pensé. Y, una vez más, nos deslumbró con su hazaña.

Arrastramos nuestros tacones unas cuantas manzanas más allá, hasta que empezamos a ver luces de neón y gente de lo más variopinta. Después de cerrarnos las puertas (eran casi las tres de la mañana) en dos de ellos, el tercer portero (hipnotizado por los encantos bilingües de Carmen) nos dejó pasar.

No voy a describir lo que había dentro, porque no se veía nada, me mareé con el pestazo a porro nada más entrar y la música guitarrera estaba tan alta que pensé que me iban a arrancar la cabeza en cada acorde.

A punto estaba de pedirle al camarero tres cervezas (única bebida imposible de adulterar) y un vaso de arsénico para el pajarito frito, cuando entró la policía y desalojó el local.

En realidad, aunque prometí que lo haría, nunca me he vengado de Patricia (soy un alma cándida y un encanto de mujer), pero aquel desastre de cita no tiene mucho que ver con la fantástica noche que estamos pasando con nuestros amigos, salvo por el hecho de que vestimos otra vez como princesas urbanas. Así que la asociación de ideas me dura unos segundos y su recuerdo se va de mi cabeza con tanta rapidez como ha llegado.

Pablo no parece mucho de bailar, pero de pronto noto cómo me tira del brazo y me conduce hacia una pista donde la gente se roza y desinhibe al ritmo de la música y me sorprende con algunos movimientos que, pese a su altura y sus gafas, no le hacen parecer nada ridículo.

Eso es uno de los misterios de la vida: salvo contadas y honrosísimas excepciones, los chicos bailan fatal. No les ha dotado Dios de la gracia necesaria para desmelenarse con estilo. El que lo hace acaba pareciendo Carmen de Mairena sin peineta y el que no, una escoba lacia. Decía una amiga mía que «hay hombres que bailan y otros que mueven la copa». Pues hasta que veo bailar a Pablo, la mayoría de los que yo he conocido pertenecen al segundo grupo.

Cuando era más joven defendía una teoría controvertida al respecto según la cual quien baila bien, folla bien. Pero después he conocido a infinidad de hombres que eran verdaderos pollos sin cabeza en la pista de baile que luego sabían moverse de maravilla entre las sábanas. Observo disimuladamente a Pablo intentando averiguar cómo se moverá en las distancias cortas y noto cómo el sinsentido se impone al sentido común que hasta entonces ha guiado más o menos mis pasos por Nueva York, pero logro controlarme a tiempo. Cuando siento que la música se ralentiza y que él se acerca un poco más, mete sus piernas entre las mías y me toma suavemente por la cintura, hago lo que tengo que hacer, no lo que me gustaría: le confieso que estoy cansada y que mejor me retiro.

A las chicas les digo que no se preocupen, que pararé un taxi y que sigan divirtiéndose, pero cuando estoy ya haciendo señas a un
yellow cab
, Pablo se pone delante y me pide que no me vaya.

—No, mira, lo siento. Es que estoy agotada.

Me desespera que me supliquen que me quede, sobre todo si estoy huyendo porque me siento incómoda, aunque sea por mi propia actitud. Y me irrita que me besen si no lo estoy deseando y, aunque en la raíz de mis sentimientos me gusta que Pablo lo haga, mi inconstante conciencia me impide disfrutar del momento. Así que no es como en las películas; no hay música ni el tiempo se detiene. Sólo sucede que Pablo se me acerca cuando menos lo espero, me coge la cara con ambas manos y une sus labios a los míos, sin imponer su fuerza, sin meterme la lengua, dejando sólo que la redondez de su labio inferior envuelva por completo el mío mientras su labio superior se desliza por debajo de mi labio superior y lo empuja suavemente hacia arriba, como si estuviera besando la cosa más delicada del mundo.

No puedo evitar cerrar los ojos un segundo y confieso que le devuelvo ese primer beso con un contacto casi imperceptible, a medio camino entre la rendición y la colaboración, muy cerca de la victoria del deseo. En ese momento siento que se encharcan mis bragas y mi sexo se esponja como siempre me sucede en estos casos.

Sólo que en lugar de sentir la llamada del placer y entregarme sin condiciones, mi cabeza me amarga el pastel y la fiesta entera y lo que noto casi con claridad es una descarga eléctrica que me hace dar un salto atrás.

—Déjame ir contigo, Pandora —me dice mientras intenta un segundo beso.

Pero una vez desactivado el efecto sorpresa, yo ya sólo necesito poner aire de por medio y aclarar mis ideas.

—No, lo siento, de verdad. Me ha encantado, pero esto no tenía que haber sucedido. Tengo que irme, en serio, pero sola. Perdóname, Pablo.

Abro casi en marcha la puerta de un taxi y me lanzo dentro luchando con mis ganas de volverme a mirarle.

Subo ansiosa a mi habitación mirando el móvil para comprobar que no tengo llamadas perdidas de Javier. Abro un poco la ventana para intentar tranquilizarme y sólo cuando estoy segura de que mi novio no notará mi excitación, marco su número.

—¿Qué haces llamando a estas horas? ¿No son las tres de la mañana en Nueva York? —me pregunta entre extrañado y confuso.

Calculo que allí serán como las nueve de la noche y me relajo.

—Necesitaba oírte, amor. Te echo de menos una barbaridad —le digo.

—Supongo que estás despierta porque acabas de llegar de marcha, ¿no?

Confieso que no esperaba tanta frialdad ante mi rendición incondicional.

—¿Y por qué me llamas a estas horas? ¿De qué te sientes culpable, princesa? ¿Qué has hecho?

Me quedo helada.

—¿Cómo que qué he hecho? Pues te echaba de menos. Lo siento si te he molestado. Pensé que te gustaría saber que te quiero, que mataría por estar ahora mismo ahí contigo, donde quiera que estés.

Cruzo los dedos para que se dé por satisfecho, porque no voy a poder aguantar las lágrimas mucho más rato. El silencio que me llega desde el otro lado me hace creer que ya ha colgado, pero no. Javier se lo está pensando y, al final, decide que mejor entra por el aro.

—Vale, bueno. Yo también te echo de menos. Vuelves mañana, ¿no? ¿Quieres que vaya a buscarte?

Cuando cuelgo el teléfono, suspiro aliviada (como una boba, todo hay que decirlo) por haber sido capaz de desactivar esa bomba que ha estado a punto de estallarme en el corazón y en la cabeza.

Yo nunca le he sido infiel a ninguno de mis novios y, desde luego, no me siento tan vulnerable frente a situaciones como la que he vivido con Pablo esta noche durante los primeros meses de relación, cuando teóricamente todo es miel sobre hojuelas y el enamoramiento hace que veas la vida de color de rosa.

Empiezo a pensar que quizá Javier no es el tipo de novio que fueron, por ejemplo, Alfredo o Manuel, hombres sencillos con los que la relación fluía sin demasiados contratiempos. Nunca se sentían inseguros respecto a mí, porque les hacía sentirse tan especiales y únicos a mi lado que no había nunca nada que preguntar.

Les había elegido y eso parecía ser suficiente para ellos. Pero no para Javier, que siempre necesita estar en la raíz de mis pensamientos y de mis acciones y en la salsa de todos mis platos. Y si no es así, aunque le llame como ahora para decirme a mí misma y a él también que le he elegido entre todos los demás, él nunca tiene bastante.

El móvil vibra otra vez para salvarme de mis pensamientos. Es un mensaje de Pablo: «Siento haberte incomodado. Me apetecía mucho besarte pero igual he ido muy rápido. Perdóname. Me gustaría llamarte un día cuando volvamos a Madrid. Besos».

Me apresuro a borrar el mensaje del buzón de entrada y tentada estoy a hacer lo mismo con su nombre y su número de la agenda. Pero al final no lo hago, aunque no sé muy bien por qué.

Juro por Dios que la durísima Marta tiene lágrimas en los ojos mientras nos dice adiós en la puerta del hotel y que Elena llora todo lo que nos apetecería llorar a las demás.

Ya sentada en el avión me coloco las gafas de sol y me desahogo a placer antes de que nos sirvan la cena. Dejo a Marta en Nueva York y con ella se queda atrás algo de mí. Le hacemos jurar que volverá en verano a casa y le prometemos que pasaremos Nochevieja con ella escuchando las campanadas en la torre de Saint John the Divine, pero aun así no puedo evitar sentirme un poco más sola. Aunque Elena, Patricia y Carmen son más que suficiente para llenar mis días por completo, echaré de menos el pragmatismo de Marta, su trato sencillo y su forma natural de encarar la vida. ¡Una chica de Ibahernando viviendo en la Gran Manzana…! Siempre me ha parecido que tenía espíritu de conquistadora, como buena extremeña.

De hecho, desde que nos conocimos me ha sorprendido siempre su forma de ser, aún más echada para adelante que yo misma.

Como aquella vez, hace un millón de años, cuando me invitó a su pueblo a pasar unos días en verano y montamos una fiesta de la espuma en su piscina.

Lo cierto es que la idea de convertir aquello en una bañera gigante fue de su hermano Sergio, pero Marta perseguía unas oscuras intenciones igualmente peregrinas que acabaron conmigo, sin bragas, en la cama de Sergio. Bueno, sí que llevaba bragas, pero no eran las mías.

En realidad, la culpa la tuvo el gintonic, que entraba fantástico tan fresquito, mientras intentábamos conseguir que el detergente precipitase y convirtiese en espuma los miles de litros de agua que cabían en la piscina. Al final, como era de esperar, la fiesta terminó celebrándose dentro de la piscina y, aunque no tuvimos que lamentar ningún ahogado, la cosa se desmadró bastante. Por eso, a la mañana siguiente, cuando amanecí en la habitación de Sergio con unas bragas desconocidas, me temí lo peor.

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